22
Desde aquel día en que Manu lloró en brazos de Ismael, algo entre ellos cambió. La distancia emocional que había existido se fue desdibujando poco a poco, permitiendo una nueva cercanía que, aunque sutil en un comienzo, comenzaba a fortalecerse con cada conversación y gesto compartido. Aunque Manu aún se sentía atrapado entre la confusión de su mente y la realidad de su cuerpo, había empezado a encontrar en Ismael algo más que consuelo: una fuente inexplicable de alegría. Y mientras crecía su confianza, Manu intentaba soltar el miedo para permitirse disfrutar de su presencia.
Tan solo unos días después de la operación, los médicos consideraron que Manu había avanzado lo suficiente en su recuperación como para ser trasladado a una sala de menor complejidad. Por fin, las máquinas y monitores dejarían de acompañarlo, y los yesos, vendajes y tubos, dejaban su cuerpo en paz.
Ahora podía ver su piel, y aunque sabía que era un paso gigantesco, no dejaba de provocarle tristeza ver su cuerpo con cicatrices aún frescas de intervenciones, vías intravenosas, y punciones. Era consciente de que las marcas serían un recordatorio del esfuerzo de su cuerpo y de los médicos porque estuviera mejor, pero seguía pensando en lo injusto que era esta nueva vida, incluso si estaba orgulloso de haber soportado tanto.
Mientras seguía perdido en esos pensamientos, la puerta se abrió y entró Ismael con una sonrisa amplia que iluminó la habitación.
—¡Manu! —exclamó con entusiasmo, dejando su chaqueta en una silla cercana—. Te ves tan bien, mírate. Me alegra tanto verte lejos de la UCI.
Manu intentó devolverle la sonrisa, pero su incomodidad lo traicionó. Se señaló los brazos, ignorando lo extraño que sonaba su comentario.
—Puedo ver mis brazos.
Ismael soltó una risa suave, acercándose con cuidado.
—Sí, mucha piel. Me encanta —respondió, divertido, mientras se inclinaba hacia él.
Con la confianza de quien no temía cruzar límites, Ismael dejó que sus dedos recorrieran la piel expuesta de su brazo. La calidez del contacto hizo que Manu se ruborizara, pero no se apartó.
—Sé que no se habla del cuerpo ajeno, pero estás más delgado de lo que recordaba —añadió Ismael, como quien hace una observación inocente.
Manu fingió rodar los ojos, pero no pudo evitar que una sonrisa asomara a sus labios.
—No es mi culpa. Aún no me dejan comer nada sólido. Solo papillas... Ni siquiera sé si me dan carne. Y, para colmo, no puedo sentarme derecho sin sentir que me estoy cayendo. Si no puedo sentarme, no puedo tragar bien... Es un círculo vicioso.
Ismael se inclinó hacia él, con una sonrisa genuina en sus labios.
—No te dan carne, porque eres vegano. Pero hablaré con la nutricionista...
—¿Soy vegano? Pero... me gusta comer carne —interrumpió Manu, con el puchero infantil que tanto adoraba Ismael.
—Sí, amas la carne, pero viste un video que rompió tu corazón de abuelita —replicó Isma.
El comentario desató una risa inesperada en Manu, aunque pronto su mirada se desvió hacia sus propias heridas. Las vendas de las costillas habían desaparecido, dejando ver la piel aún sensible. Ismael lo notó de inmediato, y su reacción fue instintiva.
—¿Desaparecieron todas? —murmuró, emocionado.
Antes de que Manu pudiera decir algo, Ismael levantó la manta con entusiasmo, impulsado por una mezcla de curiosidad y alegría al notar los progresos en el cuerpo de Manu. Sus manos bajaron con suavidad por las piernas delgadas, rozando la piel pálida que aún mostraba signos de fragilidad y una larga cicatriz. Ismael delineo el rojo de la herida con delicadeza, como si al hacerlo pudiera comprobar por sí mismo que la sanación era real. Fue entonces cuando sus dedos se encontraron con el tubo de drenaje urinario, rompiendo bruscamente la burbuja de intimidad que había crecido entre ellos.
La sonrisa de Ismael se desvaneció al instante. Su rostro se tiñó de vergüenza al percatarse de la incomodidad que había causado. Manu, petrificado, sintió un calor sofocante extenderse por su cuerpo mientras sus ojos se clavaban en el techo, incapaz de procesar del todo lo que acababa de suceder.
—Lo siento —murmuró Ismael con timidez, retirando las manos con torpeza y apresurándose a cubrir nuevamente a Manu—. No debí tocarte con tanta confianza. Perdón.
Manu permaneció en silencio por un momento, su respiración temblorosa llenando el espacio entre ambos. Había algo en la torpeza de Ismael, en el remordimiento y la ternura de sus gestos, que era incapaz de ignorar, y solo podía pensar en una cosa: familiaridad.
—Isma... ¿qué tanto me conoces? —preguntó al fin, con su voz siendo apenas un susurro.
Ismael tomó aire, intentando recobrar la compostura mientras buscaba las palabras adecuadas.
—Mucho.
—¿Qué tanto? —insistió Manu, fijando su mirada en él, buscando respuestas que sabía que no obtendría fácilmente.
Ismael bajó la vista por un momento, luchando contra el impulso de decir más de lo permitido.
—Sabes que no puedo darte más información, Manu. Solo... me emocioné. Veo cuerpos todo el tiempo, pero el tuyo... verlo sanando me emociona más de lo que imaginas. Estás progresando mucho más rápido de lo que esperábamos, y eso me hace feliz. Es todo.
Manu desvió la mirada hacia la pared, sintiendo cómo una pequeña sonrisa se formaba en sus labios a pesar de la mortificación. Podía sentir la mentira blanca en las palabras de Ismael, pero incluso si no respondía a sus dudas, lo llenaba de una sorpresiva calidez.
El silencio se instaló entre ellos, pero esta vez no era incómodo. Era un silencio cargado de posibilidades, de preguntas que aún no tenían respuesta, pero que, de alguna manera, ya no parecían tan urgentes. Y más, con las modificaciones de los médicos, ahora que las visitas eran mucho más extensas, por lo que tenían mucho más tiempo entre cepillos para el pelo, cuidado dental y máquinas de afeitar.
Con el tiempo extra que tenían ahora, las conversaciones entre ellos se hicieron más profundas, llenas de momentos que Manu deseaba extender eternamente. Ismael siempre encontraba una manera de hacerlo reír, ya fuera con comentarios inesperados o pequeños gestos que rompían la tensión. Manu, cada vez más cómodo, comenzó a hacerle preguntas de las que siempre lograba obtener algo de información sobre su vida, lo que de alguna forma ayudaba a intentar entender el puzzle que era su memoria, pero también lo plantaba frente a la posibilidad de que lo olvidado fuese mucho, mucho más de lo que imaginaba.
—¿Siempre has trabajado en el hospital? —preguntó una tarde, con curiosidad genuina, mientras Ismael le ajustaba la almohada con la precisión de quien ya conocía sus gustos.
Ismael se detuvo por un instante, inclinándose un poco hacia él, como si estuviera evaluando la pregunta. Luego sonrió, con esa sonrisa que siempre parecía iluminar la habitación.
—Desde hace unos años. Me gusta este lugar.
—¿Soy parte de tu trabajo? —aventuró, bajando la voz, como si la respuesta pudiera contener algo que no estaba preparado para escuchar.
Ismael rio suavemente, inclinando la cabeza hacia un lado.
—No, Manu. No eres parte de mi trabajo.
—Pero estás todos los días aquí, entonces ¿cuándo trabajas? —insistió Manu, levantando una ceja en un intento de parecer casual, aunque sus ojos agudos lo traicionaban.
—Tengo permiso para estar aquí —respondió Ismael, divertido, acercándose un poco más, como si disfrutara de ver a Manu intentar comprender lo incomprensible.
Manu, sintiendo que la respuesta no aclaraba nada, se atrevió a ir a un poco más allá:
—¿Tan importante soy para ti?
Ismael se detuvo por un momento, observándolo con ternura y diversión. Luego, con un movimiento calculado, apoyó la mano en la cabecera de la cama, inclinándose lo suficiente como para que sus rostros estuvieran peligrosamente cerca.
—Manu, no me sacarás información. Pero sí, eres muy importante. Además, me gusta tu cara, eres bonito. Vengo aquí para ver tu cara bonita.
El rubor subió al rostro de Manu como un relámpago, desviando la mirada rápidamente, sin poder evitar que una sonrisa nerviosa que lo delataba.
—¿Siempre dices esas cosas? —murmuró, intentando sonar molesto, pero con su voz temblando ligeramente.
Ismael no se movió, y su sonrisa solo creció al observarlo.
—Solo cuando quiero verte así —respondió, bajando la voz hasta convertirla en un susurro—. Nervioso, y con esas mejillas rojas que tanto me gustan.
Manu tragó saliva, sus manos jugueteando con el borde de la manta.
—Ya, basta —dijo, riendo nerviosamente, empujando suavemente a Ismael en el brazo, aunque su toque era más una caricia que un gesto serio.
Ismael se apartó un poco, pero no mucho, manteniendo esa mirada traviesa que lo hacía parecer un gato.
—No es mi culpa. No puedo evitarlo. Eres demasiado entretenido, Manu.
Manu desvió la mirada hacia la ventana, intentando recuperar la compostura. Pero el calor en su rostro no bajaba. Aun así, debía reconocer que la sensación de ser el centro de la atención de Ismael le encantaba.
—Oye Manu, ¿estás listo para ver más gente? Los doctores creen que pueden permitir que entre Leo —agregó Isma, aprovechándose del ambiente juguetón.
El rostro de Manu se iluminó de inmediato, como si aquella hubiese sido la noticia que estaba esperando. Ismael sonrió enternecido, deseoso de poder verlo feliz.
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