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14. A la luz de las dudas

Casa de la Mirada, últimos días de 2022.

Habían transcurrido los días, llegaron las fiestas decembrinas y con ellas, para no variar, se agudizó la soledad de Homero Núñez "Cuentero" que hasta entonces había estado avanzando, no sin tropiezos, en la redacción de su novela, forzándose por conseguir una trama decente al menos; pero también había estado, si no procrastinando, distrayendo su atención con tareas más pedestres como su afán por convertir su jardín en un vergel, tarea ardua sin embargo edificante y placentera.

Es verdad que el escritor no requiere estar solamente sentado ante el papel rasgando con la pluma o mecanografiando para justificar su oficio y labor. De hecho, la mayor parte del tiempo, el escritor trabaja más bien dentro de su mente armando el rompecabezas de las ideas. Quizás eso cambiaría pronto con el advenimiento de la inteligencia artificial.

Por otra parte, Homero hubiera querido dedicar todavía más tiempo al mantenimiento y limpieza de la casona, pero la falta de dinero, la cantidad de mascotas, el paso de los años y el deterioro consiguiente, tanto en su persona como en el inmueble, hacían de la tarea una tediosa y que requería, de nuevo y como aconsejaba el abuelo, guiarse como dictan los refranes pues, con paciencia y calma, el burro llega a la palma; y está visto que puente de cal y canto no dura tanto.

La Navidad no era una fecha que le importara demasiado a Cuentero, por lo menos en lo relativo a su valor religioso. Educado bajo la ideología católica, en realidad Cuentero nunca fue practicante como tampoco lo fueron sus padres, e incluso desde su adolescencia optó por el agnosticismo, al cual llegó por un proceso reflexivo muy personal basado en la racional duda, el método científico, las lecturas filosóficas y de varia índole, la observación sistemática, un especial afán sincrético, ecuménico y el ejemplo de rebeldía de su padre, en contraste con la peculiar forma de devoción de su madre. Pero también, en su búsqueda de motivos para creer o descreer ante al dogmatismo de cualquier denominación, para explicarse la razón de la fe Homero tenía en su haber otros fundamentos más íntimos, y no nada más filosóficos o metafísicos, que apenas en los días cercanos a sus sesenta años de vida medio estaba empezando a comprender.

La Navidad, pues, solo tenía dos significados para Homero: la dicha del regalo y la convivencia, y la conexión con sus ancestros y parentela, cuya genealogía había venido investigando con pasión intermitente desde hacía casi cuarenta años, si no es que antes, desde que lo atrajera al tema haber leído los orígenes del linaje paterno, en su rama Acuña, inscritos en un escudo heráldico que exhibía la tía Carmen Barrenechea de Acuña en la sala de la casa de los parientes en Veracruz. Pero también las fascinantes anécdotas contadas por abuelos y padres, en especial por su madre sobre la rama Pallares, acicatearon el interés tanto como la imaginación literaria de Cuentero ya en su infancia; y tanto que, por esa razón, en algún momento de su vida se inscribió en una de las más prestigiosas facultades de Antropología Social, ¡la primera en Latinoamérica, ni más ni menos!, iniciada en la Universidad Iberoamericana por el eximio antropólogo catalán Ángel Palerm, al poco tiempo de haber llegado este a México con otros importantes, determinantes intelectuales del exilio español, allá por los años cuarenta del siglo veinte. Esa facultad serviría de base muy poco después para la respectiva en la UNAM y la Escuela Nacional de Antropología e Historia ligada al Instituto Nacional de Antropología e Historia. Ahí, la influencia del etnólogo especializado en estudios sobre la familia, David Robicheaux, pesó de manera especial en el ánimo del escritor. Entonces, colocar al Niño Dios en el pesebre del belén en esas noches y felicitar a la vez por su cumpleaños a su tío Víctor, el hermano de su padre, eran una y la misma cosa.

Víctor, dos años menor que Toño y de la misma edad que Tere, y tan bromista y ocurrente como los dos, compartía con Homero, Toño y su madre algunos gustos entre los que se contaban la música clásica, la Literatura y la Historia. Si Homero se encaminó a contar relatos, fue en parte por el prurito de descubrir, como coincidencia, las anécdotas de cuando Víctor daba rienda suelta a su imaginación escribiendo cartas que nunca tendrían respuesta, por estar dirigidas a los grandes artistas y pensadores de la antigüedad, motivo por el cual Víctor se hacía blanco de injusto escarnio por parte de su esposa, Delia, de temperamento más bien zafio. Homero estaba seguro de que si el ser humano tuviera la habilidad para viajar en el tiempo, su tío Víctor sería un aventurero de la Historia en la práctica y no nada más de forma imaginaria. Sus cartas entonces serían resultado de diálogos reales con las celebridades antiguas, descripciones y narraciones de los lugares y encuentros conseguidos a su paso entre las eras. De hecho, si no el primer libro, sí la primera novela que leyó Cuentero, La ciudad del rey leproso, se la regaló Víctor cuando el joven Homero cumplió quince años, y ya entonces fue equivalente a una travesía entre mundos.

* * *

Seguramente tu perspicacia de lector se habrá empezado a dar cuenta de una incongruencia relativa a los apellidos de Homero y sus familiares. Hay una explicación para todo, pero por ahora hemos de concentrarnos en que las exóticas aventuras producto de la inventiva de Emilio Salgari habían sembrado la imaginación del escritor adolescente. En ella fructificaron, enriquecidos además por las lecturas de cuentos fantásticos y cómics sobre héroes, mundos, personajes, ambientes, situaciones, universos paralelos, distópicos que ya ahora, en la senectud de Homero, clamaban por cobrar vida más allá de las simples ideas que pudieran haber asomado en su infancia. Y su clamor era tal que por eso el escritor se sentía agobiado, confundido, culpable tanto con Orestes Crisomallón, su agente y editor, como con su gana más profunda. A veces imaginaba que esos personajes saltaban de entre las páginas guardadas entre las sombras de cajones, carpetas y repisas, para recriminarle su dejadez indolente, la que él justificaba con la idea de que había tenido que dar prioridad a las metas de sobrevivencia diaria.

—¡A tí solo te importa perseguir la chuleta, conseguir el bolillo! A nosotros que nos parta un rayo. ¡Ingrato! Sueñas con nosotros, nos pespuntas en tus notas como líneas aisladas. ¡Míranos! Parecemos más un conjunto de retazos mal cosidos al patrón del entendimiento. ¡Míranos! A este le falta una pierna, a esotro media cara. Aquel de allá apenas si puede andar de puntas con los rasgos de su nombre. Difícilmente nos podemos llamar a alguna clase de género; y no me refiero solo al sexo que hoy, ¡ya ves!, el mundo se quiere inventar más de los dos que la naturaleza puso como cimientos; o tres, si tomamos en cuenta a los hermafroditas; o cuatro, si concedemos espacio a los asexuados. ¡Míranos! Agolpados en libretas y papeles sueltos, viviendo una existencia promiscua, inverecunda, pródiga en desmanes. Ya quisiéramos al menos un proís donde atar la nave de nuestros ahíncos, en cambio nos has dejado a la deriva, náufragos en medio de la Mar del Olvido, cuando no simplemente abandonados en el astillero, a duras penas escorados para evitar que nos venza el peso de nuestros afanes, aguardando la hora cuando te dignes darnos no nada más forma sino finalidad.

—¿Y tú quién eres?— preguntaba en su imaginación Homero al personaje que osaba reclamarle de tal manera y con semejante lenguaje.

—Quién soy poco importa. Al menos mientras tú mismo no me acabes de definir. Bástete saber mi nombre, Liû Mó. ¡Grábatelo en la cabeza! Lo relevante es que te vengo a advertir que o tomas cartas en el asunto, o deberás enfrentar un enorme desafío. La rebelión está en marcha.

Homero sonreía cada vez que a su mente llegaban diálogos como el anterior. Si no fuera por su temperamento de artista, hasta habría creído que ya era víctima de una aguda esquizofrenia. Pero en su todavía ingenuo ánimo creativo prefería creer que, en realidad, desde otra dimensión se estaría gestando una rebelión en los campos de su casa vista como "El castillo del ogro de Haus des Blicks".

* * *

La Navidad de ese año dos mil veintidós, Homero la pasó de nuevo y como ya era costumbre desde el fallecimiento de Tere, su madre, solo. Muy atrás habían quedado las reuniones y cenas familiares opulentas y opíparas, divertidas, pletóricas de cuentos, chistes, debates y emociones encontradas. Ya debía conformarse con cualquier vianda accesible a su exigua economía, y en todo caso departir con sus seis gatos escanciando el silencio en derredor, atendiendo las ruidosas gracejadas y ocurrencias de los muros de la Casa de la Mirada, en cuyas superficies cubiertas por el rugoso y polvoriento tirol planchado asomaban caprichosas formas, rostros de duendes, espectros, monstruos, bestias fantásticas o demonios que, sin hablar, hablaban con sus gestos y muecas petrificadas por el tiempo. Por supuesto, la racionalidad de Cuentero le hacía comprender que todos esos no eran sino efectos gestálticos, subliminales, de la percepción, en el afán por llenar un cúmulo de vacíos existenciales y de dar sentido a sus elucubraciones ociosas de ogro refugiado en su lúgubre castillo Haus des Blicks, como a veces gustaba llamar a su Casa de la Mirada, a su hogar desde niño. ¿O no? Cuando pensaba sobre estos pormenores, no podía sino sentirse como la tercera versión de aquel personaje encarnado por aquellos actores de la época de oro del cine mexicano, miembros de la dinastía Soler, primero Fernando y luego su hermano Andrés, en la película La casa del ogro, suerte de Greench o Scrooge extraído de una olla hirviente como la descrita por el crítico naturalismo literario de Emile Zolá.

Así pues, si la Navidad se limitaba para Homero a un par de motivos, el último día del año, en cambio, para el escritor estaba cargado de significados y más desde que, un año antes de cumplir Homero quince años, Tere ventilara en una junta familiar la infidelidad de Toño, motivo por el cual este cambiaría la rutina para asistir desde entonces y para el resto de la vida de Cuentero, en Navidad, nada más al intercambio de regalos, y en Año Nuevo, presidir la cena familiar, lo que significaría para el adolescente —y no nada más para él, sino para toda la familia— un gigantesco, cismático, determinante desafío adaptativo y existencial cifrado por la simulación.

* * *

Planeta Klimhá, Schloss Steppenwolfsee, un par de noches después.

Parecía que todas las ideas se habían puesto de acuerdo para agolparse en la mente de una Ana Gramma con dificultad para conciliar el sueño.

Comprobar la celeridad con que avanzaba en la escritura de su proyecto literario la entusiasmaba, pero este fervor se mezclaba con la preocupación de notar que algunas cosas se le estaban saliendo de control. Tenía la sensación de que los personajes y sus situaciones, por más que lo planeaba, querían gobernarse solos o estaban obedeciendo a reglas no previstas por ella como autora. Incluso la ansiedad asociada a esa sensación le provocaba desde hacía días que sus piernas brincaran involuntariamente impidiéndole dormir y descansar. Consultó al médico, quien la diagnosticó con el síndrome de las piernas inquietas debido, quizás, a una circulación sanguínea alterada por los neurotransmisores desatados por el estrés. Por prevención, sospechando que pudiera tener además alguna afección de insuficiencia renal complicando el caso, el facultativo le ordenó hacerse estudios angiológicos y nefrológicos.

Inquieta, con semejantes desafíos delante, Ana se levantó de la cama y se puso una bata de seda blanca. Sus felinos pies descalzos pisaron la fría madera del suelo mientras se dirigía hacia la puerta de la habitación. Con cuidado, abrió la puerta y la cerró detrás de sí, tratando de no hacer ruido para no despertar a nadie. ¡A nadie! A menos que por ahí anduviera su tutor Alfred Steppenwolf, en realidad solo podría alertar a los fantasmas de la mansión. Se detuvo un momento para escuchar, pero solo se oyó el murmullo del viento nocturno y el lejano ulular de un fukuró. Con linterna en la mano, salió a la noche. El jardín, silencioso y oscuro, apenas iluminado por las tres lunas de Klimhá, adoptaba bajo la luz proyectada por la linterna un aspecto entre mágico y siniestro.

Ana se sentó en la banqueta cercana a los arbustos floridos que bordeaban la entrada y los observó con detenimiento. Estaban podados, pero no como las buganvillas de ese imaginario planeta Tierra de su novela y replicadas en su sueño, sino con una precisión quirúrgica. Las tawabico se erguían hacia arriba, sus ramas extendiéndose en todas direcciones. Entre luces y sombras contrastantes, las huellas de las rastreras polzavi eran apenas visibles por los tenues destellos lunares de su baboso trazo al andar cargadas con su pesado caparazón sobre las rugosas ramas. Esporádicamente el dulce aroma de las zuhur albatunya se esparcía por el jardín para atraer a las graciosas alathaléliyu que terminaban desorientadas enfilando su vuelo hacia las flamas de los arbotantes.

Todo parecía estar en orden, sin embargo, a la luz de las dudas, Ana experimentó una extraña sensación en su interior, un repentino cosquilleo en sus manos, y el pálpito de haber sido transportada a otro lugar durante sus más recientes sueños alusivos a las escenas ya escritas en su novela.

Trajo a su memoria ése donde describía a Homero trabajando en su huerto cuando, de repente, el escritor, con una apariencia infantil, se convertía en un testigo, narrador invisible de la escena.

Con mínimo esfuerzo, Ana recreó el momento en su propio jardín proyectando imaginariamente la escena, del modo como hace el cinematógrafo; mientras, de manera paralela, su mente cuestionaba si podría hacerse eso mismo con alguna máquina capaz de proyectar en el sitio más bien imágenes vívidas, en tres dimensiones, de apariencia corporea, no solo lumínica, y proporciones realistas. ¿Cómo se llamaría esa máquina? Hológrafo fue el nombre que se le ocurrió. Algún día futuro alguien la inventaría.

Entonces imaginó a ese extraño personaje observado por Homero en el sueño, o por ese personaje misterioso, Edgar Alan Poe, que se inventó ella para encarnar una versión adulterada del Homero infantil.

Lo vio como una especie de combinación entre guerrero y sacerdote. Inventó la palabra "druida" para sintetizar la idea.

El druida de su fantasía, un ser alto, espigado, de torso ancho y fuerte, luenga barba entrecana, ojos verdes de mirada penetrante sujetaba en su mano izquierda un báculo con tres grandes espinas en su extremo, semejantes a garras de dragón que, formando una especie de capullo, encapsulaban entre ellas un zafiro estrella de gran tamaño. La mano derecha se apoyaba en la empuñadura con motivos draconianos de la espada ceñida a su cintura.

Modificando la visión, Ana cambiaría el jardín por unas ruinas en medio de una yerma colina, desde cuya cima, el druida miraría hacia una villa rodeada por un bosque petrificado, semi cubierto por una tormenta de arena. El nombre Su'ur resonaría en la mente de Ana, y su imaginación volvería a tornar la escena pintando un planeta llamado de ese modo. Un planeta de ambiente más o menos árido, cielo de tonos rojizos anaranjados y nubes ocres, fosforescentes, tras las que asomarían tres lunas de diferentes tamaños y atmósferas, muy semejantes y a la vez muy distintas a las lunas de Klimhá.

* * *

Casa de la Mirada, últimos días de 2022.

Podar las buganvillas había sido una labor ardua que tomó a Homero tres semanas. Al finalizar, el jardín parecía haber sido víctima de una inmisericorde vorágine, como si el escritor hubiera desatado su furia contra las plantas, una furia que solo podía explicarse por la impotencia de no avanzar al ritmo y modo como él había hecho usualmente antes de experimentar el actual bloqueo creativo. Sí, avanzaba en la redacción de su novela, pero a cada paso, con cada palabra y cuartilla se sentía inseguro, asomaban las dudas. Incluso en su desesperada confusión, azorado y envidioso de la celeridad con que algunos escritores publicaban sus libros, fuera de manera independiente o con el impulso de alguna editorial reconocida, Homero revisó algunos cursos para aprender a escribir. Está muy bien mantenerse actualizado, refrescar los conocimientos, pero a Homero más bien lo movía un soterrado sentimiento negativo de que su experiencia y conocimiento del oficio eran insuficientes.

Cierto día, como si alguien le hubiera leído la mente, en su correo electrónico recibió un mensaje invitándolo a suscribirse a un curso denominado Best Seller. Aprende a escribir tu libro en cuatro semanas y conseguir tu libertad financiera. Un título tentador, sí, pero no teniendo la economía más que suficiente para la sobrevivencia cotidiana, Homero tuvo que conformarse con mirar los videos introductorios, si bien con ellos le bastó para dos cosas: confirmar que no era un idiota y sabía cómo hacer las cosas; y dos, que era refractario a esas propuestas para saturar el mercado con libros "a la medida", los que al cabo de un tiempo acaban revelados como la mierda pasajera y falaz que los sustenta desde su planificación, y que además los vuelve una razón más, por tratarse de una trampa de autores mercachifles, para explicar el creciente desinterés de la gente por esa noble y edificante tarea de leer.

Era cierto que él necesitaba y soñaba con vivir de su literatura, pero no a costa de su dignidad como autor. Podía quizás ser reconfortante percibir ingresos a partir de los incautos, ofreciendo obras de mala calidad, escritas al vapor con tal de propiciar ventas rápidas y voluminosas. Pero su forma de ver las cosas lo movía a rebelarse frente a las tentaciones mercadológicas, aun cuando algunas pudieran parecer sensatas. Quizás su romanticismo explicaba su pobreza tanto como su soledad. ¿Debería de modificar su perspectiva? Recorría en un instante su vida y, cuestionando decisiones pasadas, se preguntaba si valía la pena o había alguna justificación de peso para hacerlo.

Pensaba sobre eso mientras seguía laborando en su jardín, removiendo con ayuda de una pala prestada y un rastrillo los restos de su furia. Las ramas de todas dimensiones y grosores, unas ya limpias de espinas y otras conservando sus gavilanes, transformaron el panorama en uno más desértico y agreste que florido y amable. Los pronósticos del clima auguraban, en ese invierno, que el año entrante sería de una severa sequía mundial, y por lo tanto un gran desafío para la naturaleza. Consciente de ello, Homero quería tomar sus providencias para que su huerto de veras fructificare sin padecer del mismo modo que sus personajes y los lugares pergeñados en su cabeza y su literatura.

Lo que Homero ignoraba era que, así como en el interior de la Casa de la Mirada, en el exterior también había objetos y sitios, más allá de los burdos hallazgos mágicos desenterrados por él tiempo atrás, que ocultaban portales a otras dimensiones paranormales, extraordinarias, universos paralelos.

En el jardín, entre los muros de la Casa Española y de la Casa de la Mirada, justo detrás del punto en medio de las buganvillas, y donde trasplantó una pequeña, endeble pero noble higuera arraigada desde un esqueje tomado tres años atrás de la base del árbol al frente de la vecina Casa del Ángel, existía uno de esos portales. Este conducía a una dimensión habitada por duendes, gnomos, elfos, hadas, ogros, troles, y otras criaturas fantásticas que, a despecho de su realidad —no por alternativa menos válida— parecían simples productos de la imaginación.

El crujido de ramas y hojas secas bajo los zapatos hacían del espacio uno regañón, gemebundo, que recordaría al escritor cuando, aficionado a las etimologías, indagó el misterioso origen del nombre de las buganvillas.

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