3. Retazos de sueños y la enigmática Mujer X.
Abordo del transbordador interplanetario Magallanes-HS001A, en algún sitio remoto del universo.
En medio de las sacudidas que cimbraban la nave, mis ojos se perdían entre las estrellas a través del fuselaje translúcido, buscando desesperadamente que alguna de ellas me revelara una razón, pero el zumbante silencio del universo me había vuelto sordo, dejándome sin motivos aparentes. Sentía como si estuviera presenciando el inicio de un final que no se desarrollaba según mis expectativas ni imaginación. Todo me parecía diferente, de una manera tan abrumadora, tan distinta.
La nave, sin rumbo definido, derivaba arrastrada por la inercia natural, empujada hacia el horizonte de eventos alrededor del agujero negro que nos había atrapado repentinamente. El movimiento brusco y errático había dejado inconsciente a toda la tripulación, pero por alguno extraño motivo, yo permanecía atado a mi asiento, experimentando los efectos del aceleramiento. Sentía que en cualquier instante sería aplastado por la fuerza gravitacional, convertido en una partícula fundida con la luz, transformado en mera radiación o polvo cósmico.
En ese trance, envidiaba la inerte condición de mis compañeros expedicionarios. Los imaginaba reviviendo sus aventuras arqueoastronómicas, explorando misteriosas ruinas como las que esperábamos encontrar en el planeta CA001, aunque ahora parecían estar fuera de nuestro alcance. Después de todo, estábamos siendo arrastrados hacia el oscuro centro de una realidad ominosa, hacia el corazón de un torbellino desconcertante. Si consideramos las suposiciones teóricas, lo que ocurre con la materia y la energía en cualquiera de sus formas al ser engullidas por un agujero negro debería ser peor que la muerte misma. Nadie lo sabe con certeza, al menos eso creía, ya que nunca había conocido a alguien que hubiera regresado del más allá para compartir más que simples palabras sobre su experiencia.
Me sentía culpable, irresponsable, negligente. Había hecho promesas que no había cumplido. Me había dejado llevar por una confusa depresión y un bloqueo creativo. Si de alguna manera sobrevivía a esta emergencia, tal vez tendría una nueva oportunidad para enfrentar mis miedos, enmendar mis errores y encontrar una mayor claridad en mi búsqueda de motivos sobre los cuales escribir. Aunque ninguna lágrima asomara en mis ojos, en lo profundo de mi corazón seco lloraba, arrepentido de haber sido tan cobarde para vivir mi propia vida.
Para mi sorpresa, en el instante en que la nave se adentró en la singularidad y cruzó el horizonte de sucesos, una calma inédita se apoderó de todo. ¿Acaso era esperanzadora? Pensé: «Esto es todo, ha terminado». La larga angustia de la duda, la agonía sin fin de saberme cerca de lo inevitable, dio paso, al menos desde mi perspectiva, a una nueva forma de certeza escatológica. Quizás esta experiencia extraordinaria revelaba algo que la ciencia nunca había aceptado debido a su falta de humildad cognitiva, y tanto la muerte como la vida no eran como siempre habíamos imaginado o supuesto. «Quizás así sea dejar de existir», concluí, preparado para afrontar lo que viniere a continuación.
* * *
Haus des Blicks en Sonnenblumendorf, atardecer.
Un vientecillo frío y el timbre del teléfono celular despertaron a Homero quien, adormilado, con pereza, miró el número desconocido; seguro una de esas llamadas promocionales, la ignoró. En su mente solo había espacio por ahora para atender los remanentes del más reciente sueño.
No cabe duda que, aún siendo indiscutiblemente ominosa, la realidad siempre depende en su valía de la lectura que de ella hacen los ojos contemplativos, los capaces de ver en ella un irremisible infierno o casi el paraíso. Si hablamos de números o sueños como signos que encierran y codifican los mensajes de la naturaleza, del subconsciente o de otra cosa más, sucede algo similar, independientemente de que estos sueños, visiones, premoniciones o alucinaciones puedan presentarse con más o menos regular congruencia u orden.
Es sabido que el proceso de dormir implica varias etapas de sueño, pero solo en algunas de ellas ocurren las visiones oníricas, las que varían según la etapa y el proceso fisiológico involucrado en el restablecimiento del organismo. Estas visiones, en ocasiones recurrentes, no siempre son recordadas por diferentes factores al despertar y, aun despierto, el soñador no siempre recuerda con precisión lo soñado, lo que puede permanecer en su conciencia como una película de secuencias fragmentadas o como proposiciones sueltas y surrealistas. Es verdad también que los sueños ocurren en la vigilia, aunque en este caso son más confundidos por la conciencia con los pensamientos o las imágenes derivadas de los deseos. La frase manida por los coaches motivacionales que invitan a las personas a perseguir sus sueños se enfoca más en este último tipo, visto como probable motor capaz de impulsar el desarrollo individual con miras a obtener la excelencia. También están los sueños enraizados en la fe, tan irracionales como todos los demás, tan fáciles de ser tergiversados en su significación profética como aquellos, pero cuya fuerza proyectiva y mirífica es capaz de provocar la transformación de la personalidad y sus efectos sobre las cosas del mundo tangible, hasta el punto de la enajenación. A veces, Homero se preguntaba a cual clase pertenecían sus sueños; no el pragmático de querer consolidarse en un oficio específico como el de escritor, sino los que tienen su origen en la inconsciencia, la noche o el ensimismamiento, algunos de los cuales le resultaban premonitorios.
Sobó sus brazos para darse calor, se levantó y entró en la casa para abrigarse. Dejó como siempre la puerta abierta para permitir que sus siete gatos, ya para esas horas muy activos como buenos animales crepusculares, pudieran estar entrando y saliendo desde el jardín o la azotea, a la que llegaban trepando, cuando no por la escalera de caracol en el patio de servicio, entonces mediante el enrejado que separaba su Haus des Blicks de la Casa Santera, como denominó a la vecina localizada a la izquierda, por estar ocupada por santeros, y por contraste con la Casa del Ángel, a la derecha, ocupada durante muchos años por una abogada, pintora y angelóloga.
Tiempo atrás, esa Casa Santera había sido parte de su hogar y fue como una especie de premio de consolación para su padre quien en realidad había querido comprar el terreno de la Casa del Ángel, por hacer esquina con el Paseo Primavera, la avenida principal del caserío, con su fantástica arboleda de pirús debajo de uno de los cuales fuera atacado por abejas el trabajador de limpia municipal. Pero cuando no pudo ofertar oportunamente entonces, se decidió por el predio siguiente, más grande, a la izquierda de la casa familiar, colindante atrás con la también bautizada por Homero como Casa Española, ocupada por unas hermanas migrantes españolas y cuya fachada daba justo a Paseo Primavera.
En ese nuevo terreno, su padre edificó una cochera debajo de la cual acondicionó una bodega de herramientas, donde Homero niño guardaba su bicicleta y otros juegos que fue juntando con los años: una mesa de billar, pelotas y un largo etcétera, incluidos los instrumentos con que aprendió el arte del revelado fotográfico que tanto lo acercó a su padre en uno de sus gustos compartidos. También ahí su padre planeó el espacio como un enorme jardín para fiestas, con un kiosko que abarcaba todo el centro, flanqueado por árboles fresnos, un trueno, un jacarandá, un hule, un laurel de la india, y al fondo un asador y servicios. El terreno conectaba con el jardín original trasero mediante una reja lateral, con la casa mediante una ventana en la sala y en el segundo piso otra, donde alguna vez se formó un panal de avispas; y conectaba con la cochera principal por medio de una puerta simple. Esta remembranza llevó a Homero también atrás en el tiempo a una discusión familiar en su infancia sobre si se incluiría o no una piscina también, lo que al final no ocurrió.
Sus padres, sobre todo su madre, católica, jamás imaginaron que ese terreno terminaría enajenado y siendo habitado por santeros sobre los que con razón o sin ella han pesado siempre muchos prejuicios. Pero, la necesidad de su padre, ya para el año dos mil cinco complicado sosteniendo además una casa chica con una amasia, obligó a vender el terreno a otra familia de creencias, aunque muy respetables, distintas. Tras la venta y con afán de preservar unas pocas memorias materiales de los momentos vividos, Homero redujo a la mitad el kiosko emblemático y lo reconstruyó en el jardín trasero restante, a la sombra de las buganvillas, y la familia lo reestrenó con un día de campo, justo el día que uno de sus sobrinos anunció su plan de irse a Barcelona con la idea de estudiar en una escuela para escritores, y siguiendo en parte la buena o mala influencia de la abuela Tere, el tío Homero y otros ancestros dedicados a las artes plásticas y la literatura.
Volviendo al momento actual, Homero, comunicólogo y escritor de profesión y vocación, con conocimientos en ingeniería, otras ciencias, artes y habilidades, llevaba días sin poder hilvanar palabras. No encontraba el comienzo y, cuando creía haber logrado desatar una simple frase o un primer párrafo, una sola palabra, un espacio o un signo ortográfico lo hacían dudar de la idea en su totalidad. Tachaba todo, arrancaba la hoja de la libreta y se recostaba frustrado en el respaldo de la silla. Sin excepción, después de unos segundos se levantaba y caminaba indeciso por la habitación. Con una sensación de vacío, se paraba frente a la ventana o se sentaba en la terraza, mirando hacia el horizonte o lo poco que se adivinaba detrás de los edificios que, con su avanzada edad, habían invadido las cimas de las cordilleras, ocultando el paisaje campestre que disfrutaba en su infancia. En aquellos tiempos, se atrevía a escalar hasta la cima de la casa, subirse a los tinacos como si fueran un violinista en el tejado y desde allí deleitarse con el panorama. De vez en cuando, detenía la mirada en alguna lejana ventana e intentaba imaginar qué podría estar sucediendo tras las cortinas de sus vecinos. A veces, las voces ajenas o los gritos lo atraían, pero todo lo que se le ocurría parecía ser más de lo mismo, y por ser tan cotidiano, insuficiente como motivo para escribir al respecto. Desgastado, igual de desgastado que su propia economía cada vez más empobrecida, tanto que la reja desvencijada mostraba signos de decadencia en los sellos de embargo y restricción de servicio de agua que el gobierno municipal solía colocar para intimidar a los morosos, en un intento de forzar el cumplimiento de las obligaciones, aunque fuera injusto. Para entonces, los gastos superaban los ingresos de cualquiera en la población, especialmente después de los efectos de la pandemia y la recesión mundial.
Ya aún desde antes de este nuevo intento para escribir, cuando salía a la calle le parecía que la gente lo miraba expectante, con una pregunta en el ceño: ¿cuándo leeré tu próxima novela, Homero Núñez "Cuentero"? O criticándolo: ¿cuándo tendrás un trabajo que te saque de pobre y te permita remosar tu casa? Por eso en sus caminatas o en sus diligencias al mercado o en la búsqueda de oportunidades para mejorar sus ingresos, andaba con la cabeza gacha, evadiendo lo que él interpretaba como el gesto de reclamo de los lectores asiduos o potenciales. Y también trataba de convencerse de que su fama, a veces fastidiosa, quizá mal ganada, tampoco era tanta como para ser reconocible entre los millones de rostros.
De regreso a casa, la sola visión del escritorio, de la pluma sobre la libreta aguardando a ser empuñada, la vieja computadora también en espera de sufrir las toscas caricias mecanográficas para capturar lo redactado, le causaban escalofrío. No entendía qué ocasionaba su bloqueo creativo. Si todo alrededor, fuera de lo relatado por las noticias siempre escandalosas; si todo era tan hermoso como si casi viviera en un idílico paraíso, no entendía por qué nada lo llenaba como para trazar al menos la primera frase decente con la cual empezar a escribir la novela prometida, ¡años atrás!, a su editor Orestes Crisomallón.
Había días cuando cambiaba el balcón y la vista del jardín por alguna de las bancas en el parque del atrio circular de la cercana Parroquia del Señor del Campo Florido, donde el piar de las aves a veces se confundía con el rebotar de los balones de los chicos jugando en las canchas detrás, o era acallado por los ruidosos motores de los camiones de transporte público jugando carreras en la avenida principal, a unos metros más arriba. Pero cuando los fresnos, saúcos, eucaliptos, cipreses y jacarandás, en ese atrio y los alrededores, mostraron los signos de la enfermedad que amenazó con deforestar a la villa y buena parte de las zonas boscosas del centro del país, Homero prefirió encerrarse agobiado con la idea errónea de que la plaga combinada de heno motita y muérdago no era otra cosa sino la manifestación parásita y extensiva de su melancolía diseminándose y enraizando en la enramada, para sumar su nostalgia a la sombra de los árboles muertos de pie alrededor de ese templo e incomprendida obra de arte modernista de la autoría del arquitecto Félix Candela Uteriño, y la cual, vista desde el cielo, destacaba en medio de la urbanización por su forma de crisantemo.
Por las noches, Homero se miraba al espejo recriminándose y se preguntaba si era infeliz. Tampoco sabía qué responder. Parecía estar no nada más pobre de palabras, sino carente de ideas, de soluciones. Justificaba todo con un "tal vez" cuya vaguedad empataba con aquel mediocre "¡Eh!, ya Dios dirá" característico del viejo Tío Alfonso, de su lado materno, y que acaso solo contrastaba con la ominosa concreción de su soledad.
Ese estado actual era en extremo raro, porque incluso no conseguía recordar sus sueños como acostumbraba. Al despertar solo recordaba fragmentos borrosos, indefinidos. Piezas que, según él, ni siquiera embonaban en algún rompecabezas, despreciables por lo tanto como veneros desde los cuales abrevar algún concepto útil para construir algo medianamente inteligible, atractivo para cualquier lector, empezando por él mismo. ¿Atrás habían quedado aquellos apuntes que hiciera de sus sueños como un catálogo de retazos de historias por contar? A algunos les dio forma de poema que meses antes se había impuesto compendiar en un blog en la Internet, otros solo eran descripciones o narraciones vagas. Esa libreta con colección de ocurrencias era ya un volumen más entre los libros a medio catalogar de su biblioteca; y su contenido, la primera capa de polvo bajo el polvo de sueños sobre sueños sobre sueños, algunos relatados en primera persona, otros como encuentros sucedidos en alguna otra dimensión. Como aquel en que se describía caminando un poco apresurado por uno de los pasillos de cierta plaza comercial cuando...
* * *
... cuando de pronto topé con una mujer muy ajustada a mi gusto, la mujer de mis sueños: atlética, delgada, un poco alta, espigada, sencilla empero elegante, cintura breve, busto regular, cadera ancha, glúteos redondeados, firmes, levantados, músculos esculpidos en el gimnasio, rostro ovalado, piel blanca acanelada o apiñonada (la luz en torno impedía definir el tono exacto), ojos verdes con manchas marrones, cabello de largo un poco abajo de los hombros, ondulado, castaño oscuro con brillantes vetas caoba. Iba ataviada con una falda breve y vaporosa, una blusa entallada ombliguera con escote mediano bajo la que los pezones resaltaban atrevidos, y zapatillas color pastel, creo que verde pistache. Verde, conmigo siempre el verde; todo verde.
Ambos detuvimos nuestro andar y se suscitó el siguiente diálogo tras disculparme:
—¡Ups! Casi la atropello. Pero usted me salió al paso repentinamente sin fijarse.
—¿Está usted seguro que no me fijé? —cuestionó con una sonrisa y un raro brillo en la mirada. Sonreí a mi vez comprendiendo su flirteo. Tonto no soy. Acaricié mi barba entrecana, con recorte delineado y sin marañas, un gesto que ella siguió con los ojos.
—Entonces continúe su camino. Me disculpo otra vez —dije señalando con un ademán.
—¿Será que vamos por distintos caminos?
En todo momento ella se mantuvo plantada en posición tres cuartos de perfil delante de mí y yo de frente. Luego de mi ademán, ella adelantó un paso y me quedó al lado izquierdo, muy pegada, tanto que lo siguiente lo hablamos en voz más bien baja, como hacen los cómplices.
—La verdad no sabría qué decirle. ¿Usted que opina? —pregunté clavando mi mirada en la de ella.
—Mejor cásese —dijo ella con tono irónico. Le calculé treinta años de edad, más o menos como dicta un proverbio árabe: la mujer ideal para el hombre ha de ser la mitad de la edad de él más siete; o sea, exacta para mí, aunque los moralinos se escandalizarían por considerar la diferencia de edad como si pudiera ser mi hija.
—¡Ja! Si fuera tan simple... —repliqué con una mueca.
—De usted depende— afirmó ella sonriendo y mordiendo seductora su labio inferior, inclinando levemente la cabeza de modo que su cabellera envolvió como inquietante cascada su desnudo hombro izquierdo. Ambos tuvimos un lapso de silencio en el que mis palpitaciones se aceleraron. Miré su boca turgente, carnosa y le robé un beso que ella saboreó enseguida.
—¿Podríamos ir por el mismo camino? —pregunté girando mi cuerpo para tener la misma orientación que ella y rodeando su cintura tersa con mi mano.
—¿Ya dio el primer paso? —cuestionó retadora a sabiendas de que responder a una pregunta con otra no es en sí misma una respuesta, a menos que el metalenguaje que la acompañe sea asaz clarificador del propósito subyacente.
La estreché con mi brazo y caminamos juntos como si nos conociéramos de toda la vida, charlando de tanto y de nada, no sé de cierto sobre qué. Sin embargo pensaba en lo que me dijeran tiempo atrás, de manera coincidente y cuando me adivinaron el futuro, en tiempos distintos, don Vicencio, el cartomanciano, y una gitana: «Hay tres mujeres en tu vida, una te dejará honda huella que determinará tu gusto y afán por todas, al punto que esperarás por su réplica; la segunda, siguiendo ese primer patrón, llamada Alejandra, también te marcará, pero te hará un gran daño, no por ser la causa, sino el catalizador; y una tercera, última y definitiva. La reconocerás por apegarse al patrón descrito, cuando te salga al paso; y ella se impondrá sobre tu ánimo, lo quieras o no, porque ambos son para el otro el punto de cruce de caminos. Sólo prométeme algo —agregó don Vicencio en su momento—. Cuando eso suceda la traerás a mí para presentármela antes que a nadie».
Entonces la mujer de mis sueños, mi Señora Equis y yo nos confundimos entre la gente.
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