CUANDO ARDÍAN LAS BRUJAS
El atardecer teñía de arrebol las paredes de las casas blancas, un efecto diario que embellecía el pueblo durante media hora en esas fechas de otoño.
La imagen era apreciada por los habitantes, aunque la mayoría admiraba la escena desde el resguardo de sus hogares, ocultando alguna tos o procurando guardar distancia del resto de la gente por temor a contagiarse o, peor aún, a ser objeto de alguna maldición. George era una de las pocas excepciones: salió a la galería de su pequeña casa y admiró la belleza del cielo mientras fumaba de su pipa con tranquilidad. Poco a poco, la luz se desvaneció tras el horizonte, y su ausencia agravó la fealdad de la noche.
Tiró el tabaco al pasto amarillo y escupió encima. El enojo que guardaba en su interior se retorcía en un intento por desatarse, contenido por la voluntad de George, que luchaba contra el deseo de dar rienda suelta a la violencia.
Regresó al interior y avanzó directo hacia la lámpara de mano. La llenó de aceite y la encendió con la cerilla.
—¿Vas a salir? —preguntó su esposa desde la mecedora, acunando al bebé en brazos—. Por favor, no lo hagas. Si la maldición cae sobre ti también, no sé qué será de mí...
—Calla, mujer.
George avanzó hacia la puerta sin siquiera mirarla. No le importaba la opinión de su esposa, porque no veía en ella a una compañera. Era la persona con quien debía garantizar una descendencia, porque era lo que Dios mandaba, el deber de todo hombre que no había podido cumplir en su vida pasada. Y la idea de ver a su hijo con las mejillas sonrosadas mientras respiraba con dificultad a causa de la maldición era demasiado dolorosa.
Salió de su casa sin temor, pues la cruz de Cristo colgaba de su cuello y la devoción colmaba su corazón. Su gracia lo protegería de cualquier mal. Así que se alejó del pueblo, una luz solitaria en el campo llano; cuando regresara y el párroco le preguntara por sus actividades nocturnas, George le confesaría la verdad. Qué verdad sería esa, aún debía descubrirlo.
Avanzó por el bosque circundante con facilidad, recorriendo senderos que conocía de memoria desde la infancia. Terrenos distintos a los de Castilla, pero que ahora formaban parte de su niñez. Su tercera niñez. Sin embargo, nunca pudo olvidar la belleza de su hogar pasado, pese a que sabía que guardarlo en la memoria era aceptar una parte del diablo en su interior. El fantasma de una mano le hormigueaba la mejilla cada vez que sus pensamientos lo devolvían a España, pues su madre lo había abofeteado con fuerza la primera vez que lo oyó hablar en castellano.
—¡Tienes al demonio dentro! —espetó, roja de furia—. ¡Más te vale que tu padre no te oiga o te entregará a la Iglesia!
No comprendía qué tenía de malo eso, ya que sus padres alababan el trabajo de los curas en el pueblo, hasta que aprendió los métodos a los que se debía recurrir para acabar con el mal. Ocultó los conocimientos con los que había nacido y rogó perdón cada vez que las palabras en español ocupaban su mente en los momentos de descuido.
Pero no estaba solo, y eso era un alivio que no existiría en otras circunstancias.
Distinguió las luces al final del sendero, puntos luminosos en la oscuridad de la noche. George siguió adelante, ignorando las amenazas vacías de la naturaleza a su alrededor; habían exterminado a los lobos de la zona y el resto de los animales que habitaban el lugar temían a los humanos. Pronto alcanzó la pequeña cabaña aislada del pueblo, una vivienda que el anterior alcalde había mandado a construir, aunque nadie sabía con qué fin. La casa quedó deshabitada durante años, hasta que una viajera inesperada llegó al pueblo y la ocupó cuatro días atrás.
George se detuvo ante la puerta de madera gastada. Levantó el puño para golpear, pero la incertidumbre lo detuvo. Quizá estaba a punto de cometer un error. Quizá era mejor olvidar, ignorar la voz del diablo que le llamaba y le guiaba hasta esa mujer.
—¿Quién es? —inquirió ella desde el interior. El recelo se reflejaba en su tono.
Dio un respingo, sorprendido al verse descubierto. Una reacción ridícula, pues no se había molestado en ocultar el sonido de sus pisadas.
—¿Qué quieres? —insistió la mujer.
—Solo quiero hablar —respondió con un ligero balbuceo.
Hubo una pausa, un momento extraño en el que sintió que algo incorpóreo entre ellos se reencontraba, incluso con la madera de por medio.
—¿Te conozco?
—Es difícil responder a esa pregunta... Nos hemos visto antes, pero no en esta vida, aunque eso no tenga sentido.
Oyó un golpe seco seguido de pisadas apresuradas y la puerta se abrió. Allí estaba, la cazadora solitaria, la salvaje desnuda. El aire se le quedó atrapado en la garganta al toparse con esos ojos celestes que le persiguieron durante toda la adolescencia. Verla de cerca fue una experiencia más impactante que la que tuvo días atrás, cuando la vio asomar por la puerta de la iglesia.
La gente que escuchaba el sermón del domingo al fondo de la iglesia comenzó a susurrar, y los murmullos sobre la desconocida no tardaron en alcanzar los oídos de George, sentado al frente con su esposa. Volteó a mirar, al igual que el resto de los presentes, atraído por el origen de los cotilleos. Verla de pie bajo el marco de la puerta fue como ver un fantasma, una aparición que otorgaba sentido a un delirio. El impacto fue tal que George se puso en pie de un salto, arrebatando exclamaciones a su alrededor.
Ella le devolvió la mirada de inmediato y sonrió. Los pies de George ardían con la intención de moverse, aunque ignoraba con qué fin. ¿Qué haría si se acercaba a ella? ¿Cómo podría acercársele bajo la mirada de todos sus conocidos? Así que permaneció inmóvil, observándola boquiabierto. Su esposa se puso en pie con la misma rapidez.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó ansiosa.
—Silencio —ordenó.
La recién llegada retrocedió y se marchó. Los murmullos volvieron a elevarse, hasta que el párroco pidió recato y serenidad a los congregados.
George mantuvo el oído atento y la mirada aguzada en busca de algún rastro o pista de la mujer hasta que, por fin, oyó el rumor.
—Es una bruja —aseguraban sus vecinos con rencor—, es la culpable de que todos estén enfermando. Dicen que ocupa la cabaña de los Thomas, lejos del pueblo, para hacer sus brujerías. Está sola, sin marido ni hijos. Vino a alimentarse de las almas de las mujeres y los corazones de los hombres.
Con todo lo que había vivido, el recelo se sumó a las emociones que arremolinaban en su pecho al pensar en su hijo, que una semana atrás había caído enfermo. ¿Debía suponer que era una coincidencia? Pero él también llevaba el toque del diablo en su interior y, si no era el único, entonces podía afirmar que no era su culpa, que no era malo.
De modo que ahí estaba, de pie ante la casa de los Thomas, frente a esos grandes ojos que lo apresaban con su intensidad. Aquel rostro ovalado, enmarcado por el cabello enmarañado que decoraba con hojas y flores secas, opuesto a las trenzas que le había visto en la otra vida, le devolvía una expresión de felicidad que George correspondió de inmediato. Por un instante, creyó que lo abrazaría, e irreflexivamente preparó los brazos para recibirla, pero ella le dio la espalda y regresó al interior de la casa, dejando la puerta abierta a modo de invitación.
Al percatarse de la decepción que invadió su pecho, comprendió que fue lo correcto que no lo abrazara. No podían tocarse con esas libertades, además, estaba seguro de que le habría costado soltarla y aquello sería el doble de escandaloso.
La mujer lo miró de nuevo, esta vez para examinarle de arriba abajo. Una sonrisa amplia le cargó las facciones de diversión.
—Qué sombrero tan raro llevas —señaló.
George dejó la lámpara a un lado con prisa, se quitó la prenda de cuero de la cabeza y la sostuvo contra su pecho con ambas manos. Sintió vergüenza por su acción precipitada, así que se aclaró la garganta para disimularlo. Su acompañante soltó una carcajada aguda pero encantadora. Se veía radiante, tal y como la recordaba la última vez que se vieron, antes de que las pisadas de los soldados interrumpieran su primer reencuentro. Lucía incluso mejor, pues a pesar de sus prendas extravagantes inapropiadas para una mujer, ahora al menos estaba vestida y decente.
Recordar que la había visto desnuda le calentó las mejillas, así que bajó la vista y se frotó la nuca, como si de esa manera pudiera apartar la imagen de su memoria. Al hacerlo, descubrió que a los pies desnudos de la mujer había numerosos pergaminos y libros abiertos, plumas manchadas de tinta y papeles arrugados.
Recordó por qué estaba ahí, cosa que lo serenó.
—¿Cómo te llamas?
—Inés.
El corazón le dio un vuelco inesperado al oír su nombre. Agnes, cordero de Dios, y se lo decía en español, lo que podía revelar mucho sobre su crianza o sobre lo que ella conocía de él. No le dio importancia, pues en ese instante solo era consciente de que, por primera vez en esos tres encuentros, sabía cómo llamarla, cómo pensarla. Ahora era alguien, un ser humano real y no un simple fragmento anónimo de su memoria.
—¿Y tú?
—Me llamo George. En esta vida, al menos —agregó, porque necesitaba convertirlo en un hecho tangible y añoraba la confirmación de ese delirio.
Lo obtuvo, en la forma de un asentimiento conciso. Soltó el aliento que no se percató que retenía. No estaba loco, y no estaba solo. De no ser por ella, por Inés, habría perdido la cabeza al comienzo de su tercera infancia. La noción de que esa mujer existía, de que alguien más compartía esa espantosa maldición, le sirvió de bálsamo para seguir adelante con la nueva familia, los nuevos amigos y las nuevas tierras. Ella y, en especial, Dios, se apresuró a añadir, como hacía cada vez que temía ofender al Creador.
—¿Qué haces aquí? —inquirió, esforzándose por mantener la voz firme y seria. No quería que Inés notara lo afectado que estaba.
—Te estaba buscando —admitió sin pudor.
El corazón le dio otro salto y las manos se le tensaron sobre el cuero del sombrero. Presionó la planta de los pies contra el suelo en un intento por reafirmar el peso de su cuerpo para evitar dar el paso que tanto ansiaba. Debía permanecer afuera de la casa, sin moverse, pues Inés era una mujer que estaba sola y él era un hombre unido en sagrado matrimonio. Con esas confesiones de por medio..., pues era bueno recordar sus votos.
—Estoy casado.
Inés le contempló extrañada antes de asentir con lentitud.
—Lo noté. Felicidades, es muy linda.
—Es fea como un culo.
Su esposa tenía un cabello fino que se caía con facilidad en presagio de una calvicie pronta, le faltaban dos dientes como a muchos en el pueblo, y sus rasgos se asemejaban más a los de un cerdo de corral que a los de una dama de la sociedad. Pero era una buena chica y George no era tan cruel como para ignorar que otros la encontraban encantadora. De no ser porque el párroco los había señalado como una pareja adecuada, él jamás la habría desposado. Por desgracia, las cosas habían sucedido así, y cuando ella tenía veintidós años y él veinticinco, se casaron en una ceremonia sencilla y desamorada.
—No deberías hablar así de tu compañera de vida —reprochó, aunque la comisura de sus labios se elevaba en una sonrisa sutil.
—Difícilmente la catalogaría como tal. A este paso, tendré otras en el futuro. Lo mismo puedo decir de mi madre, mi padre, mis hermanos... Incluso de mis futuros hijos.
La mención de su hijo le trajo a la mente la imagen del pequeño que padecía dolores que el médico no sabía explicar, atribuidos a los siervos de la oscuridad. El fuego que el reencuentro con Inés había atizado en su interior disminuyó en consecuencia.
—Entiendo. —Inés asintió—. Admito que te consideraba un hombre más sentimental, pero mentiría si dijera que no comprendo lo que sientes. No puedo decir que haya amado a mis tres familias, aunque el cariño que sentí por cada una nunca fue el mismo. La primera tuvo un contexto de miseria y muerte, donde no había lugar para las experiencias compartidas; la segunda no me entendía, y en esta vida las normas sociales son tan... —Pausó en busca de la palabra adecuada—, diferentes, que no pude esperar a dejarlos —dijo mientras contemplaba la pulsera que adornaba su muñeca, un accesorio ancho de piedras coloridas.
Mientras ella hablaba, los ojos de George recorrieron la pequeña casa para captar los cambios que la nueva habitante había realizado en tan pocos días. Las velas eran lo que más llamaba la atención, pues el lugar estaba repleto de ellas en un intento por iluminar tanto como fuera posible; no llevaban candelero, de modo que la cera chorreaba por las maderas de los muebles abandonados, dibujando senderos macabros a su paso. Había plantas en macetas y otras secas dentro de jarros y sobre la mesa, ordenadas para ser utilizadas con algún fin particular. Y los libros. Eran más de los que una mujer necesitaba. La única lectura que debían tener era la Biblia, cualquier otro contenido las llevaría por el camino de la oscuridad.
Magia negra. Artes oscuras. Brujería. El mal. El diablo.
Inés levantó la mirada de la pulsera. Su rostro resplandecía bajo la luz de las velas. Lucía como un ángel entre todos esos elementos macabros. La habían llamado el cordero de Dios en esa vida, y debía de significar algo. Tal vez significaba que George tenía que salvarla de ese camino, o tal vez era una señal de que debía escucharla. Quería escucharla, así que tragó con fuerza, se enderezó y reafirmó su posición en el umbral de la puerta.
—¿Qué es todo esto? —señaló los papeles en el suelo, las telas que colgaban del techo, las ramas secas junto al cuchillo de cocina.
Inés soltó un sonido de sorpresa, como si ella misma lo hubiera olvidado.
—Este el motivo por el que te buscaba. —Se arrodilló en el suelo para recoger algunos papeles—. Mi familia actual tiene costumbres distintas a las de mis tribus anteriores, pero comparte la predisposición hacia lo espiritual y la búsqueda de respuestas. Son nómadas con los que viajé por tierras lejanas y con los que encontré gente con conocimientos útiles.
George tensó la mandíbula y apretó los puños.
—Herejes —espetó.
Gitanos, salvajes, brujos y quién sabe qué otras cosas más.
Inés miró la cruz que George llevaba en el collar y luego lo contempló con prudencia.
—Las creencias actuales así lo dirían, pero nosotros sabemos que existen cosas que superan cualquier creencia humana —comentó con suavidad, mostrando un recelo incierto, como si no supiera qué pensar de George—. Hablé con líderes espirituales de todo tipo; no, en realidad, mi padre tuvo que hablar por mí —corrigió con un ceño.
George mantuvo el gesto tan inexpresivo como le fue posible.
—¿Por qué me dices esto?
—Porque estuve buscando una explicación para lo que nos sucede.
—Ya sé la respuesta.
—¿En serio?
—El demonio nos maldijo —sentenció con gravedad—. Caímos en el camino del mal y este se aferró a nosotros.
Inés frunció los labios, incómoda con la respuesta.
—No creo que haya sido así. Es más complejo que eso.
Recogió uno de los papeles, cuyo centro estaba ocupado por el garabato de una criatura familiar en la que George prefería no pensar, pues la misma protagonizaba sus peores pesadillas. En los bordes se distinguían trazos que daban forma a un par de aves.
—Tal vez tu tribu no sabía de ellos, pero mi gente les llamaba «dioses de la tierra». Según los indígenas del norte, eran espíritus anclados a nuestro mundo a través de almas gemelas. —Deslizó un dedo sobre el torpe diseño de las aves—. No se trataba de un concepto romántico, sino de una pareja de criaturas vivas que unían el mundo espiritual y el terrenal. Por eso, cuando mataste a una de las aves, también rompiste el vínculo de ese espíritu con la tierra. Así que se aferró a la pareja más cercana en ese mundo desolado: tú y yo. Pero los dioses de la tierra se extinguieron, o se fueron, y ahora no sé cómo...
La rabia que poco antes se retorcía en su interior escapó del confinamiento y ascendió como una llamarada por el cuerpo de George, bloqueando el resto de las palabras de la mujer con un pitido agudo en los tímpanos. ¿Cómo se atrevía a culparlo? ¿¡Cómo podía asegurar con tanta calma que fue él quien los maldijo!? Le tembló el cuerpo por la furia contenida. Si Inés fuera su esposa, le daría una bofetada por esa injuria, pero no lo era y él no se atrevía a entrar en la casa. Estaba seguro de que la puerta se cerraría tras de él y su alma quedaría atrapada eternamente.
—¡Mentira! —bramó—. ¡Deja de decir tales calumnias! Vine aquí porque quiero que despejes la maldición que lanzaste contra mi hijo.
—¿Qué?
George se rehusó a creer en la inocencia que expresaba el rostro contrario, una farsa fabricada para confundirlo. Recogió la lámpara y alumbró el rostro de Inés, esperando revelar a la criatura horrenda que se escondía bajo la piel tersa, pero solo consiguió que ella entornara los ojos bajo la luz.
—¡Bruja! —gritó—. ¡Pagarás por tus pecados!
Se alejó de la casa, recorriendo el sendero con paso apresurado y bufando de ira. Las palabras soeces de Inés retumbaban en su mente y alimentaban su cólera. ¿Cómo se atrevía a culparlo? ¿Con qué derecho lo culpaba? Agnes, ¡qué chiste! Era un cordero del diablo, una súbdita del mal.
Así se lo hizo saber al párroco ni bien regresó al pueblo. Aún no era tan tarde, así que no se sintió culpable por molestar al hombre. Por eso mismo, el párroco no demoró en avisar a las autoridades y la comunidad se agrupó con una velocidad organizada que solo el odio podía movilizar. George no se sumó al grupo que viajó a la casa de los Thomas para atrapar a la bruja, pero sí los vio partir desde la ventana de su casa, sombrío.
Tampoco asistió al juicio al día después ni ayudó a preparar la hoguera. Por desgracia, no pudo escapar de presenciar el desenlace.
—Fue tu cacería, tienes que hacer los honores —le dijo el párroco cuando fue a buscarlo.
George le siguió hasta la plaza, donde el pueblo entero se reunía en torno a la hoguera. Sus vecinos se apartaban del camino para dejarlos pasar, con rostros cargados de crueldad, desprecio y júbilo. Las últimas personas se corrieron para que pudiera situarse en primera fila. Los remanentes de la furia se enfriaron cuando vio a Inés atada al tronco principal. Le sangraba la frente y tenía un hematoma en la mejilla derecha que resaltaba contra su piel olivácea.
Mantenía la cabeza gacha y su largo cabello negro le cubría parte del rostro, pero las heridas eran evidentes. Verla en ese estado le provocó un retorcijón en el abdomen. Las autoridades dieron un discurso, el párroco rezó, el pueblo exigió venganza. Entonces le tendieron la antorcha encendida. George observó el fuego que purgaría el alma corrompida; al ver las llamas danzantes, sintió la garganta apretada y el corazón pesado.
Avanzó hasta la hoguera y, por fin, Inés levantó la mirada. Sus ojos celestes le devolvieron un odio que le traspasó la piel y se clavó en su interior.
—Ni en mil vidas te perdonaré por esto —juró.
La gente la insultó al oírla. George tuvo el impulso de echarse atrás y admitir que se había equivocado, que era un error. Pero era demasiado tarde. Le acusarían de estar embrujado y le quemarían junto a Inés. Así que inspiró profundo y prendió la hoguera.
Las llamas se alzaron con rapidez por los troncos y las ramas mientras se extendían hacia los pies descalzos de la mujer. Ella no rogó, no lloró. Mantuvo la mirada rencorosa fija en George hasta que el fuego la alcanzó; entonces gritó. Al oírla, la culpa le estranguló, dejándole sin aliento.
Ella estaba tan maldita como él, no eran diferentes, y en un arrebato de cólera la mandó a su prematura muerte. Solo podía gemir para sus adentros: «¿Qué he hecho?», una y otra vez. Era un monstruo, similar a los que había jurado combatir. Quizá no lo pensaría así si ese fuera el final de su historia, la única vida que tendría para confiar en sus convicciones ideológicas, pero sabía que existían cosas superiores a las brujas y la religión, y que, a diferencia de los demás, él tendría que enfrentar las consecuencias de sus acciones en la próxima vida.
Se encorvó y vomitó, mientras los chillidos de Inés se elevaban por encima del júbilo de la gente, hasta que por fin cesaron, reemplazados por la crepitación de los troncos que ardieron hasta el anochecer.
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