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CUANDO DOS MUNDOS CHOCARON



Las hojas de los árboles se agitaron y el viento arrastró consigo el aroma de las flores. Al percibirlo, Brisa cerró los ojos, inspiró con fuerza y esbozó una sonrisa. Oyó el canto de las aves, el murmullo del río y el zumbido de los insectos como si se tratara de la melodía más preciosa del mundo.

Y lo era, en realidad. Las señales de que la vida prevalecía eran un regalo de la naturaleza que nunca daría por sentado. No después de haber visto la otra posibilidad. Un paraje de penumbras, muerte y miseria que los dioses le habían mostrado en sueños, una visión otorgada desde su alumbramiento para que advirtiera a su gente sobre lo que el mundo podría ser y les recordara por qué debían estar agradecidos.

Las sensaciones fueron tan vívidas, la angustia tan profunda, que Brisa no albergaba duda de que aquella pesadilla era obra de los grandes creadores.

Dejó la cesta con los frutos a un lado y se recostó en el césped, disfrutando del cosquilleo que este despertó con su contacto. Apreció el sol en su piel desnuda con un suspiro de placer. Su vida entera se había basado en gozar de cada estímulo y sensación. La comida tenía un sabor más dulce, los aromas eran más intensos y los días, más brillantes.

Amaba la vida, porque conocía una alternativa peor.

Dormitaba en aquel rincón del bosque donde escaseaban los depredadores, cuando una sensación de inminente peligro le hormigueó la espalda y la obligó a incorporarse. No podía indicar qué fue exactamente lo que la puso en alerta: si el sonido de una rama o aquella percepción divina que los dioses le habían obsequiado, sin embargo, al voltear vio una aparición inusual.

Una figura humana atiborrada de ornamentos relucientes se abrió paso entre la frondosidad. En lugar de pieles, utilizaba telas finas que le cubrían las piernas y los brazos, y otras más gruesas que le rodeaban los pies; su cabeza y torso estaban envueltos en metales sobre los que el reflejo del sol se deslizó conforme el hombre avanzaba. Sostenía con ambas manos un tubo extenso que apuntaba directo a la cabeza de Brisa. Ella contempló el orificio situado al final del extraño instrumento con un temor profundo que no pudo identificar, pues ignoraba lo que aquello podía hacer y aun así reconoció el peligro que representaba.

Dirigió la vista hacia el rostro del hombre y el miedo quedó descartado a favor de la sorpresa.

Tenía el cabello marrón corto, la barba prolija y su piel ya no estaba curtida, aun así, cuando los ojos oscuros se apartaron de la mira del instrumento para observarla con una incredulidad semejante a la suya, Brisa reconoció el rostro que la visión de los dioses nunca le permitió olvidar.

Su primer instinto fue adjudicarlo a otra revelación divina, pero cuando él bajó el tubo y exhaló sonidos inentendibles pertenecientes a un dialecto que Brisa desconocía, supo que él también la recordaba. No hacía falta entenderlo para comprender lo que había dicho.

«Eres tú».

¿Qué pretendían decirle los dioses con eso? A no ser que la visión que había marcado su corta vida no se tratara de una revelación ni de un mensaje proveniente de seres superiores.

Su realidad se hizo añicos en ese preciso instante.

Otra figura se abrió paso entre las plantas: un hombre más corpulento con el cabello de un color, que hasta entonces, Brisa pensó que solo poseían las rosas. El recién llegado se detuvo al verla y se relajó cuando se dio cuenta que estaba sola. Los ojos desconocidos estudiaron su rostro, luego descendieron hasta sus pechos desnudos, recorrieron su abdomen plano y bajaron hasta los muslos que asomaban bajo la piel de jaguar que cubría su punto femenino. Brisa permaneció inmóvil, alternando la mirada entre ambos hombres sin saber qué hacer. Temía que un movimiento brusco los motivara a perseguirla; además, estaba anclada al lugar por la visión de aquel primer extraño tan familiar.

Discutieron en un idioma incomprensible. De pronto, el último en llegar estiró la mano para asir a Brisa, que intentó alejarse demasiado tarde: el hombre le apretó el brazo y la arrastró por el suelo cuando opuso resistencia. El miedo apretó su garganta, de la cual surgieron gritos guturales; imploró en vano al hombre de su sueño, que caminaba detrás de ellos con los ojos aún bien abiertos, gesto pasmado y pasos tensos.

La llevaron hasta un campamento donde esperaba un tercer hombre. Este inquirió con la inflexión universal de la duda en el tono. Sin soltarla, el corpulento la señaló y parloteó con fervor. Repetía tanto algunas palabras que Brisa comenzó a distinguirlas, como «salvaje» y «oro», aunque ignoraba su significado y no le importaba entender lo que decían. Golpeó la mano que la retenía hasta que el hombre por fin la soltó, arrojándola al suelo. Permaneció un momento agazapada, con los músculos tensos, alternando la mirada entre los dos extraños que discutían, lista para escapar en cuanto tuviera la oportunidad.

De pronto, se produjo una pausa en el intercambio de opiniones.

Con tono grave, su principal agresor murmuró algo que transformó por completo la expresión de los demás. El hombre del sueño por fin reaccionó, volviéndose hacia el otro con incredulidad. La conversación que tuvieron fue agresiva y Brisa comprendió el porqué cuando el hombre corpulento se abalanzó sobre ella para tomarla de las piernas mientras se desataba la correa que sostenía la parte inferior de su atuendo.

Brisa se agitó, le pateó y le arañó la cara, pero el hombre reprimió sus ataques con facilidad, protegido por su reluciente carcasa de metal. La desesperación y el miedo se apoderaron de su mente. Buscó entonces los ojos marrones del hombre de su sueño y le rogó que la ayudara en un idioma que él no podía entender, pero que no necesitaba traducción.

Tras vacilar, la incertidumbre dio paso a la determinación en el rostro ajeno. Levantó el tubo de metal y madera y lo apuntó a la cabeza del agresor, emitiendo un sonido de advertencia. El efecto fue inmediato: el agresor enseñó ambas manos en alto y se quedó inmóvil, momento que Brisa aprovechó para apartarse de él. No obstante, en cuanto se movió, el hombre la retuvo por el tobillo para evitar que se alejara, como si fuera la presa que acabaría con su hambre. El impacto inicial que la amenaza de su compañero suscitó fue reemplazado por la furia. Se gritaron con una cólera que reverberó a lo largo del bosque, hasta que el hombre corpulento aferró la punta del tubo y trató de levantarse.

Un ruido atronador asustó a Brisa, que se cubrió los oídos por instinto. Buscó las señales del rayo que podrían explicar el origen del estallido, pero el día continuaba tan soleado y pacífico como lo fue desde el alba.

Entonces, el corpulento se desplomó con un golpe seco ante ella. Su cara ya no existía, solo había girones sangrientos que chorreaban sin cesar. El hombre del sueño se volvió hacia el tercero y le apuntó también con lo que Brisa ahora comprendía que era un arma. Este echó a correr con pánico sin siquiera mirar atrás. En cuanto se perdió de vista, el otro bajó el arma con una exhalación; hundió los hombros como si el peso de sus acciones le cayera encima.

Observó a Brisa, que se arrastró lo más lejos posible con temor. De inmediato, él enseñó las manos en alto, tal como había hecho su compañero, sosteniendo el tubo con un puño endeble, y se acuclilló para depositar el arma en el suelo. Aquello no tranquilizó a Brisa, pero sí la ayudó a relajarse.

Él habló. Guardó silencio y volvió a hablar. Brisa meneó la cabeza con confusión, pues los sonidos que salían de la boca contraria no tenían sentido para ella.

Frustrado, el hombre agachó la cabeza y se pasó ambas manos por el cabello; luego, se irguió con una expresión esclarecedora, como si hubiera tenido una gran idea. Por su parte, Brisa decidió que era hora de escapar. Empezó a levantarse, pero el hombre extendió las manos con urgencia, asustándola. Con la misma prisa, realizó movimientos complejos y veloces: un puño y palma al pecho, un semicírculo aéreo seguido de cuatro dedos en alto, el índice a la sien derecha...

Brisa siguió los gestos con atención, pasmada. En su memoria, tenían un significado claro.

«¿Entiendes esto?»

Con lentitud, ella asintió con un gesto propio. «Sí».

Una gran sonrisa perlada se abrió paso entre la barba del hombre. Los ojos le centellearon de felicidad, un sentimiento que Brisa no pudo compartir porque los remanentes del miedo aún le oprimían el pecho.

«Esto es increíble. Eres tú. ¿Cómo es posible?», preguntó él.

Ante la pausa, entendió que en verdad esperaba una respuesta.

«No lo sé. Entonces, ¿recuerdas todo?», él asintió, pero Brisa necesitaba una confirmación más sustancial. «¿Recuerdas el frío? ¿Recuerdas al dios?»

«Eso no era un dios», gesticuló él de inmediato con rostro serio, «Solo hay un Dios. Aquello era...», dudó un momento, luego hizo la seña que significaba «terror» y «malo», y añadió con voz grave:

—Un demonio.

Brisa no entendió el significado de eso, aunque le daba igual. El entusiasmo por ese increíble suceso comenzaba a disipar el miedo y ahora era la curiosidad la que cabalgaba por sus venas. Se enderezó, arrodillándose para poder mirar al otro directo a los ojos.

«¿Cómo es posible?», repitió la misma pregunta que él había hecho. «¿Habrá otras personas que lo recuerden?»

«No lo sé. Pero me alegra no estar solo».

Aunque se comunicaban a través del lenguaje corporal, la dicha se transmitió con claridad en su cuerpo y su expresión. Por fin, Brisa le devolvió una sonrisa, aunque más bien tímida. La emoción que se apreciaba en los ojos contrarios era tanta que tuvo que apartar la mirada para escapar del cosquilleo que aquel gesto le causó. Su mirada fue a parar al cuerpo inerte que seguía chorreando sangre a escasos metros de ellos. Esa imagen fue suficiente para destruir su sonrisa.

«Mataste a tu amigo para salvarme».

El hombre negó con la cabeza.

«No lo conozco. Nos asignaron como exploradores, pero hasta que no bajamos del...», vaciló.

Tras pensarlo, realizó el movimiento para «balsa» con una mueca insatisfecha que delataba que esa no era la palabra que quería usar.

«Nunca lo vi antes de eso. Y te salvé porque no soy un salvaje y porque te lo debía». Brisa ladeó la cabeza en confusión. Él se pasó una mano por la nuca, avergonzado. «En el agua. Me hubiera ahogado si no me hubieras ayudado a salir».

«Era lo correcto».

Él volvió a sonreírle, esta vez con aprecio, y Brisa sintió de nuevo ese cosquilleo que le aceleraba el pulso. No podría ser de otro modo, considerando que estaban unidos por algo superior e inexplicable, que tenía ante ella a la única persona que recordaba una lengua de señas que ya no existía y que, por fin, había alguien con quien podría hablar de cosas que su tribu no comprendía.

Fue él quien bajó la vista entonces, solo para elevarla al cielo con rapidez mientras las orejas se le pusieron rojas; se aclaró la garganta y volvió a frotarse la nuca.

«Acompáñame», indicó antes de ponerse en pie y dirigirse a una de las tiendas de campaña.

Brisa lanzó una mirada atrás, considerando escapar, pero el pensamiento fue pasajero y desestimado en un santiamén, pues aquel encuentro era mucho más importante que cualquier cosa en el mundo, incluida su familia. La segunda que había tenido, ahora que sabía que sus pesadillas de páramos congelados eran reales. Una familia con la que no logró establecer ningún vínculo a causa de esos recuerdos perennes.

Siguió al hombre hacia la tienda con intriga precavida. Era distinta a las carpas que su gente levantaba en las épocas de sedentarismo; para empezar, no estaban hechas con pieles, sino con telas delicadas, y también eran mucho más extensas. En su interior había un sencillo lecho, un baúl y una pequeña mesa. Sin duda, esas personas adoraban los metales, porque había objetos de todos los tamaños y formas fabricados con ese material a lo largo de la tienda.

El hombre buscó en el baúl, luego se volvió hacia Brisa para tenderle una prenda holgada que asemejaba a un torso con brazos. Lo aceptó confundida y lo puso bajo su axila para gesticular.

«¿Es una costumbre de tu gente?»

«No, es para que te cubras».

Brisa frunció el entrecejo. Los ojos del hombre descendieron hacia sus pechos y se apartaron con rapidez; el rubor que había comenzado a desvanecerse volvió a pronunciarse en sus orejas. Ella también se miró, sin encontrar un motivo que justificara tal reacción. Exceptuando el invierno y las ceremonias, no existía motivo para cubrir nada más que la zona destinada para la reproducción.

«¿Por qué?»

«¡Es indecente!», gesticuló con vehemencia, visiblemente perturbado por la falta de decoro que encontraba en las costumbres ajenas. «La mujer no debe enseñar su cuerpo. Mucho menos sus... partes», gesticuló tras una pausa que lo ruborizó aún más.

—Mitã'i —dijo Brisa con una risa burlona.

Fue el turno del hombre de fruncir el entrecejo en confusión.

«Bebé», tradujo con una seña. «Eres como un bebé que ansía el pecho de la madre».

El rostro contrario sufrió una serie de cambios, saltando de la incredulidad al espanto, antes de asentarse en el desagrado. Comenzó a farfullar palabras en su idioma natal que Brisa no comprendió, pero que de todos modos le arrebataron una risa suave. Le daba igual si la estaba insultando o no, porque aquella expresión quedaría guardada en su memoria para siempre.

Otro sueño para otra vida.

Ese pensamiento la serenó. Cuando llegara su sueño eterno, ¿volvería a despertar? ¿O sería esa la única vez que los dioses la bendecirían de esa manera? Levantó las manos para formular la pregunta: ¿qué pasaría ahora? ¿Volverían a verse, en esa vida o en otra? Ella ni siquiera conocía su nombre. No alcanzó a expresar sus dudas, pues unos ruidos del exterior la interrumpieron.

Se oyeron múltiples pisadas fuertes, seguidas por exclamaciones de sorpresa y gritos de furia cuando los recién llegados se toparon con el cadáver. De pronto, una figura grande y hostil apartó la tela que cubría la entrada de la tienda y se detuvo en seco al verlos. Los ojos del recién llegado alternaron entre Brisa y su acompañante con creciente desdén. Antes de que ninguno de los dos pudiera reaccionar, el hombre hostil dio una orden. De inmediato, los soldados que le acompañaban dieron dos pasos al frente y apuntaron con sus armas.

El hombre de su sueño soltó un sonido cargado de pánico antes de que los disparos le arrebataran la vida con unos estruendos consecutivos tan repentinos como breves.

Durante las horas siguientes, Brisa deseó que su muerte hubiera sido igual de rápida.


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