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CUANDO REINABA EL FRÍO

La penumbra predominaba en el horizonte. El manto blanco que cubría la superficie contrastaba con el gris del cielo; el frío calaba los huesos, mataba a la fauna, a la vegetación y a los más débiles de la tribu, congelaba las aguas, enfermaba a los cazadores...

El panorama era el mismo desde hacía dos años. Dos años desde la última vez que el sol fue un contacto cálido contra su piel, dos años desde la última vez que la primavera trajo flores, dos años desde la última vez en que había vivido en lugar de sobrevivir.

Mantuvo la mirada al frente sin detenerse. A su espalda, las cuevas no eran más que pequeños puntos interrumpidos por la incandescencia trémula de las llamas, cada vez más lejanos hasta que se desdibujaron en la distancia. Los pasos de Umba no vacilaron, ni siquiera cuando la soledad señaló con una mano helada el mundo olvidado que lo rodeaba. El silbido del viento, el crujido de la nieve bajo sus pies y el esfuerzo que se manifestaba en forma de bufidos vaporosos eran los únicos sonidos que lo acompañaban. Si se detenía u observaba en rededor, el deseo de regresar a la seguridad de la tribu lo derrotaría, por eso, avanzó con mayor insistencia sin fijarse en la nada absoluta en la que se aventuraba voluntariamente.

Era la última esperanza de su gente, porque los más fuertes habían perecido.

La escasez de alimentos los obligó a abarcar cada vez más territorio en la búsqueda de provisiones, hasta límites que nunca habían cruzado. Con cada expedición volvían menos hombres y nada de comida, hasta que eventualmente el último grupo nunca regresó. Los hombres adultos que quedaban en la tribu estaban enfermos y nadie albergaba la ilusión de que fueran a vivir mucho tiempo. Además del mundo, el frío también había consumido el optimismo. La primera tos era una sentencia de muerte y la gente se preparaba para despedir a un miembro de la familia desde antes de que la fiebre apareciese.

Umba aún no era un adulto, pero las circunstancias lo habían convertido en el último hombre sano de la tribu. Su cuerpo todavía era enclenque y su experiencia con la lanza era casi nula; sin embargo, la vida se extinguía de los corazones de los enfermos y era cuestión de tiempo para que él se convirtiera en el mayor entre niños y mujeres a quienes la muerte les acariciaba la espalda seductoramente.

La inminente responsabilidad que se cernía sobre él lo llevó a ponerse en pie con determinación la noche anterior, gesto que captó las miradas agotadas de sus familiares desnutridos dentro de la silenciosa caverna, donde las llamas del fuego eran débiles e ineficaces contra la inclemencia del frío.

En dos movimientos fluidos, se golpeó el pecho y barrió el aire con el brazo hasta señalar la salida envuelta en la oscuridad de la noche. Saldría a buscar comida. Se negaba a permanecer quieto, a esperar a la muerte. Morir buscando comida sería una forma honorable de dejar esa vida atrás.

La temperatura del día era más tolerable, aunque no por eso benevolente. El frío le cortaba las mejillas, la única parte expuesta de su piel. Acomodó las pieles que envolvían su pecho en un vano intento por conservar el calor. La tribu lo había cubierto con las pieles de los animales que los enfermos dejaron atrás: lobos, tigres, ciervos, cualquier animal con pelo. El hombre había aprendido a matar todo lo que se le cruzara, compitiendo contra el hielo, porque solo así garantizarían un día más de vida.

Ahora no tenían nada para matar.

Primero desapareció la vegetación; solo quedaban restos de troncos secos y negros sepultados bajo la nieve, cuyas ramas brotaban a la superficie como dedos desesperados por asirse a la vida. Los herbívoros que siguieran recorriendo la tierra, si es que los había, se alejaban cada vez más en busca de plantas perennes. Tras ellos iban los carnívoros. Y el hombre, ese animal desadaptado, les seguía los pasos inútilmente.

Umba cerró los ojos cuando estos le escocieron por causas que distaban con el viento frío que le quemaba las córneas. Sabía que se dirigía al olvido eterno, que jamás regresaría a su hogar. No lograría cumplir su objetivo, no cuando mirase a donde mirase solo la muerte le sonreía...

Un sonido tajó el silencio. Umba se detuvo y aguardó, temiendo que se tratara de un delirio. No pudo controlar su corazón, que dio varios tumbos esperanzados, un dolor placentero que hacía años que no sentía. Entonces, el sonido se repitió.

Se trataba de un chillido agudo, un graznido que nunca antes había oído. Levantó la vista y vio dos pequeños cuerpos con alas que sobrevolaban su cabeza. Sin titubear, llevó la lanza hacia atrás y la arrojó con todas sus fuerzas. El arma recorrió el aire en dirección a las aves, que la esquivaron con facilidad, y dibujó una curva hasta clavarse en el hielo a varios metros de distancia.

Corrió hacia ella con precipitación para no perder de vista a su presa, no obstante, cuando la alcanzó y la arrancó del hielo, los animales ya habían desaparecido. Con un bramido de cólera, Umba clavó la punta en el suelo reiteradas veces para liberar su enojo, su frustración y, sobre todo, su desconsuelo. Esa era la peor parte de la esperanza: cuando desaparecía, desgarraba el corazón. El filo de la lanza resquebrajó el hielo hasta dejar a su paso una grieta que revelaba el agua bajo sus pies. La imagen le delató un escenario terrible: estaba parado sobre una trampa mortal.

Cuando la precaución lo serenó, Umba no era más que un cuerpo jadeante y abatido por el desaliento.

Escudriñó el paisaje en busca de una pista que le guiara hacia las aves, y fue ahí cuando descubrió que ya no estaba solo. A varios metros del páramo gélido en el que se encontraba, distinguió una figura cubierta con pieles que le observaba con recelo: aferraba su propia lanza con ambas manos y mantenía el cuerpo de perfil, como si debatiera entre acercarse o escapar.

Otro cazador solitario.

Umba no terminó de considerar si aliarse con él o seguir su propio rumbo cuando el suelo bajo sus pies explotó. El hielo se hizo añicos mientras un cuerpo gigantesco se abría paso hacia la superficie, impulsando a Umba de tal manera que él también se elevó en el aire antes de caer junto con la masa monstruosa, cuyo peso quebró una extensa porción del océano congelado y arrastró a Umba al agua.

El frío le atravesó el cuerpo con su cualidad distintiva: el dolor que paralizaba. Emergió con una exclamación, experimentando el veloz arrebato del poco calor corporal que las condiciones climáticas le habían permitido conservar bajo el abrigo. Nadó con desesperación hasta el borde y utilizó la lanza para anclarse fuera del agua. El peso de las pieles lo hundía y su otra mano resbalaba sobre el hielo cuando intentaba levantarse; el temblor que invadió su cuerpo empeoró la tarea.

A pesar de que utilizó todas sus fuerzas, no fue sino hasta que unas manos jalaron de su torso que logró salir de la trampa líquida. Las piernas le fallaron y se desplomó contra el suelo, tiritando. Levantó la mirada con dificultad para observar a su salvador. En realidad, su salvadora. El rostro pálido de la muchacha le devolvía una mirada pasmada, con sus ojos celestes muy abiertos y una boca carnosa que dejaba escapar erráticas nubes de vaho a causa de la agitación. Había corrido para socorrerlo y, al igual que a Umba, su propia reacción la había sorprendido.

Un cazador de otra tribu significaba menos raciones de comida disponibles. Significaba que alguien robaba las presas y arrebataba el sustento a la familia contraria. Debió dejarlo morir, porque, aunque él no era el más fuerte de su tribu, sin duda era más fuerte que ella, cuya delgadez era notoria bajo las pieles. Además, las mujeres no cazaban. Su presencia significaba que la tribu de la chica estaba en peores condiciones que la suya. No necesitaría deshacerse de ella para rapiñar sus improbables capturas, porque la muchacha no podría defenderse. Al menos, así sería en circunstancias normales.

Ahora, tirado en el suelo mientras su cuerpo temblaba sin cesar, era la chica quien no tendría problema para deshacerse de él.

Antes de que uno de ellos pudiera decidir, la criatura volvió a emerger, sobresaltándolos a ambos. Era un monstruo marino, una criatura aterradora que nunca antes habían visto. Su cuerpo era una masa larga con dos aletas gigantes que surgió del agua, tomó aire y volvió a hundirse.

Era un monstruo, sí, pero también era comida.

Umba se puso en pie de inmediato, ignorando las protestas de su cuerpo. El frío podía matarlo después de cumplir la misión. Volvió a buscar los ojos de la muchacha, entonces se golpeó el pecho con un puño, lo movió hacia ella con dos dedos levantados y lo hizo girar.

«Juntos.»

La chica se calmó. La seriedad le otorgaba un aspecto feroz y cargaba su mirada de sagacidad. Asintió una vez, al mismo tiempo que levantaba la lanza.

Cuando el monstruo regresó a la superficie para respirar, ambos le clavaron las lanzas tantas veces como les fue posible antes de que reculara por el dolor. Se sumergió tan rápido como pudo y no volvió a salir durante largos minutos, pero ellos esperaron con paciencia porque sabían que tarde o temprano tendría que buscar oxígeno. En cuanto lo hizo, volvieron a atacar.

Fue un proceso lento, pero finalmente el monstruo se derrumbó hacia un lado en lugar de regresar al agua; dio su último aliento y la vida le abandonó. Umba y la muchacha intercambiaron sonrisas triunfales. Estaban salvados. Su gente estaba salvada. No sabían cómo harían para transportar la comida a sus respectivos hogares, pero esa era la menor de sus preocupaciones. Tras días de hambruna, tenían suficiente carne como para alimentar a tres tribus enteras. Umba salvaría a su familia, salvaría a su gente o, al menos, les daría unos días más de vida, en los que las oportunidades de conseguir alimento aumentarían y...

Las aves de antes regresaron para volar sobre el monstruo muerto, chillando sin cesar. El sonido estridente parecía un lamento interminable. Dibujaron varios círculos antes de descender detrás de Umba, que las ignoró. Tenía un premio mayor en manos.

La muchacha, en cambio, las siguió con la mirada. De pronto, soltó un grito y levantó el arma en pose defensiva, apuntando a algo a espaldas de Umba. Este volteó también, percatándose de que tenía las manos entumecidas y no podía soltar la lanza.

Él también gritó, soltando bufidos en un intento por intimidar a la criatura que los observaba en silencio.

Era un ser humanoide, esquelético y alto, de piel traslúcida que dejaba ver un entramado de venas y arterias. Sobre sus hombros se posaban las dos aves verdes con plumas traseras largas y picos anchos. Los ojos del ser eran amplios y completamente azules, tan fríos como el hielo que les rodeaba, y aun así lloraba. Estaban fijos en la criatura muerta, ignorando por completo a los humanos. Sus largos pies desnudos avanzaron, ajenos al frío del ambiente.

Umba emitió gruñidos amenazadores que no surtieron ningún efecto y que tampoco lograron disimular el miedo que le nublaba el juicio. Por su parte, la muchacha soltó el arma y se arrodilló con una reverencia. Los dos sabían qué era la criatura. Muchos de ellos vagaban por la tierra, mientras que los humanos hacían todo lo posible por evitarlos. Espíritus. Dioses. Eran los artífices de cada catástrofe que los azotaba. Umba reconocía al que tenía enfrente. El peor de todos: el espíritu de las heladas y el frío, cacique del océano, dios del invierno. El culpable de la muerte del mundo.

La criatura se acercó al cadáver del monstruo, apoyó una mano sobre él y cerró los ojos mientras las lágrimas le recorrían las mejillas demacradas. Su apariencia esquelética distaba del aspecto fuerte e inmenso que aquellos seres siempre habían ostentado; de ser posible, Umba pensaría que la criatura también sufría las consecuencias del frío. Que ella también estaba muriendo.

Tras una pausa, el espíritu descansó la frente contra el cuerpo inerte, como si se despidiera de un ser querido.

Impulsado por la necesidad de proteger su premio, Umba avanzó. Tenía el cuerpo adormecido y las pieles húmedas le ralentizaban, aun así, clavó la lanza en la criatura de extrañas proporciones. Las aves agitaron las alas con horribles parloteos cuando el filo atravesó la piel; de la herida brotaron finas líneas de sangre azul, pero la criatura no se inmutó, como si no lo hubiera sentido. Umba tiró de la lanza con dificultad y, cuando logró apartarla del cuerpo, observó con espanto la sangre azul que bañaba la punta. Desesperado, volvió a atacar, esta vez contra el ave más cercana que se agitaba sobre el hombro del espíritu. El animal no lo esquivó a tiempo. Cuando sus chillidos se quebraron en un sonido lastimero, la criatura reaccionó.

Aquellos enormes ojos azules se clavaron en Umba cual carámbanos en los que se reflejaba una cólera incontenible. Estiró uno de sus largos brazos, tomó la lanza y se la arrebató con facilidad.

Desarmado, Umba retrocedió hasta chocar con la muchacha, que permanecía encogida en una reverencia. Volteó con prisa para tomar la lanza que la chica había descartado, pero fue demasiado lento. La criatura le cortó el cuello y el azul se mezcló con el rojo mientras la vida de Umba se deslizaba por su garganta hasta manchar la nieve de carmín.

Cayó de espaldas, desde donde oyó el grito de la muchacha y vio cómo la criatura avanzaba para matarla, castigándola por el simple hecho de haber estado junto a Umba en el momento equivocado. Luego, solo existieron las nubes grises que se desvanecían de su vista, mientras el frío le susurraba al oído aquella melodía infinita de desolación que el viento había arrastrado por todo el mundo.




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