13
No solo sigue el terror sino que también sigue la muerte, esas palabras las pronunció alguien con una voz hermética y como salida de alguna recóndita y oscura guarida del infierno. Scarlet observó a lado y lado, pero no había nadie. Lo único que había en aquel lugar además de ella y algunos implementos de lucha, era un grupo de unos treinta maniquís de color azul aguamarina. Ella pensó que el haberse enterado de la muerte de su amado Marcel la había desorientado, la había hecho perder el firme asidero de la razón. No hacía más de diez minutos que le habían dado la noticia y quizás el impacto en su interior fue tan fuerte que ella ya estaba imaginando cosas. De repente, le pareció que algunos maniquís se movieron, que habían cambiado de postura. Algo no estaba bien, algo se retorcía dentro de la lívida verticalidad de una mirada sombría, y Scarlet, por alguna razón que ella no lograba explicarse, lo intuía desde lo más profundo de su propio ser ella. Sabía que algo la acechaba. Algo que no pertenecía para nada a aquella realidad. El silencio era denso, tan denso como todo el horror que una mente consciente es capaz de presentir en un futuro oscuro e incierto. Aquella chica comenzó a temblar por dentro. Alguien la observaba pero ella no podía observar a quien fuera que la observara.
De un momento a otro ella se colocó en postura defensiva y desenvainó su poderosa espada, la misma espada de la que se ha valido para matar a una gran cantidad de personas. Un sudor frío, entretanto, comenzó a invadir su frente. Ella llegó a pensar que quizás las almas de las personas que había rebanado hasta la saciedad habían vuelto del más allá para atormentarla hasta la muerte. Almas que, en medio de sus tinieblas, de su andar en pena, andarían sedientas de su esencia humana y asesina. Los segundos pasaban y Scarlet Amalia Monsiváis no se movía. Ella sabía que en cualquier momento sucederá algo. En cualquier momento se desataría aquel mal lúgubre e infernal que deseaba empezar un infausto epílogo de expiación, la máxima edificación del sinsentido de lo irreal. Ella observaba los maniquís mientras presentía en ellos un ansia asesina y macabra, un ansia que ella conocía, desde luego, mucho mejor que cualquier otra cosa. Un ansia que en esos momentos se volvía en su contra y la atacaba desde sus estructuras psicológicas más firmes, las cuales poco a poco se iban desplomando sobre un manto raído y de espeluznantes dobleces entre la brisa. Scarlet, atenta a cualquier peligro, no pestañeaba, de ahí que no fuera nada raro que gran parte de su espíritu se derrumbara justo cuando vio que uno de los maniquís que tenía ante sí empezó a moverse y a dirigirse hacia ella poco a poco. Aquel maniquí quería matarla. Quería atormentar su alma manchada con mortales pecados de sangre y luego sí darle fin a su joven cuerpo femenino.
La oscuridad era densa. Tan densa y misteriosa como el alma renegada que llevaba por dentro. Tan densa como todo el horror que una mente consciente es capaz de presentir en un futuro oscuro e incierto. Él, es decir, aquel hombre, comenzó a recobrar poco a poco la consciencia, el sentido de la realidad. Poco a poco fue adivinando formas en la oscuridad. No sabía dónde estaba ni recordaba muy bien nada. Intentó hacer memoria y el recuerdo más reciente que se presentó al complejo tejemaneje de señales nerviosas de su mente, fue que su chófer le había entregado una carta que, al parecer, avisaba de una bomba. Luego de ello no recordaba absolutamente nada. En esos instantes todo se escureció de repente. Pero no había tiempo de pensar en ello, tenía que tratar de descubrir dónde se encontraba. Y así, entre las formas que él logró identificar con unos ojos que recién volvían a la realidad, y en medio de una oscuridad algo leve, observó una mesa sobre la cual había algunas tijeras, varios tipos de cuchillos, jeringas, unos alicates, algunas sierras, un machete y un libro. Luego optó por mirar al frente y observó la imagen de un tipo con un delantal de carnicero y una tétrica máscara de sadomasoquismo. El tipo le habló.
—Es un gusto enorme volver a tenerlo con nosotros, señor Marcel.
Marcel no tuvo que darle muchas vueltas en su cabeza a lo que pasaba para saber que estaba sentado en una silla a la cual, a su vez, permanecía amarrado, y con las manos esposadas al respaldo de la misma. No tuvo que darle muchas vueltas como para saber que no la pasaría nada bien en aquel lugar.
—Vayamos al grano —dijo él, el líder de la Estrella del borde azul—. Toda persona, sin importar quién sea, y más aún si se trata de alguien que cumple con un trabajo como el que veo que está usted realizando, tiene un precio. Solo dígame de cuánto es el suyo y se lo pagaré.
—El único precio que yo coloco es su muerte, señor Marcel. Y créame que lo pagará.
—No es una buena noticia. Por cierto, ¿cómo pude salvarme de la explosión?
—Usted nunca estuvo en la explosión, señor Marcel. De la misma forma en la cual nunca ha estado en el pasillo que se halla fuera de su salón de té inglés y que conduce al mismo. O de la misma forma en la cual nunca ha estado en ninguna de sus piscinas o en el penthouse donde se supone que su bella y mortífera enamorada asesinó a dos de sus amantes.
—¿Qué pretende?
—Voy a hacer un experimento. Si se fija le he quitado los zapatos porque pienso romperle cada uno de los huesos de los dedos de sus pies con un alicates. Pero antes de eso trataré de averiguar si usted es capaz de resistir mil golpes que yo le propinaré con mis propias manos y con toda la fuerza que sea capaz.
—Suena divertido.
—Y lo es, señor Marcel. Dentro de poco deseará haber estado en la explosión de su BMW en la cual murió su chófer.
La oscuridad leve y macilenta ansiaba desnudar los temores. Un rocío de malos presagios, entretanto, rompía las viejas muñecas de trapo con las que se encontraba jugando una luna triste y sufrida. El horror estaba destinado a hacerse cada vez más y más grande. De repente, Marcel sintió el primer puño en su cara, al cual le siguió otro y otro y otro y otro....
Cuando el maniquí estuvo lo suficientemente cerca de la hermosa Scarlet, con todo y sus ansias macabramente asesinas, ella lo partió en dos con su espada. Sin embargo, antes de que aquella chica pudiera de alguna forma reconciliarse con su sentido de la realidad, antes de que decidiera auscultar el lóbrego y adverso mal que la rodeaba, otro de los maniquís empezó a moverse y se lanzó a atacarla, ella se defendió, pero ella tenía una desventaja, una bastante grande, y el maniquí que la atacaba, en cambio, y por su parte, una gran ventaja. El maniquí en cuestión no sentía dolor ni miedo a perder alguna extremidad. Por tanto, el maniquí bien podía sacrificar un brazo mientras que con el otro podía intentar atacar a aquella hermosa y perpleja chica, cosa que hizo y por ello fue que Scarlet recibió un fuerte golpe en un momento determinado de aquel surrealista y siniestro combate. Ella cayó al suelo pero se levantó al instante para seguir peleando con aquel objeto, con aquel infernal engendro, y peleó con gran fiereza hasta que solo dejó de él múltiples pedazos desperdigados por el suelo. No obstante, antes de que pudiera tomar el primer respiro de alivio otro de los maniquís se lanzó a atacarla, y luego otro, y otro más, y uno más. De un momento a otro ella se encontraba peleando con unos diez maniquís mientras algunos cuantos más se hacían con algunos chacos, con espadas y con una gran variedad de armas de lucha que estaban en aquel lugar, es decir, el centro de entrenamiento que Giorgio Yammar utiliza para entrenar a los miembros de la Estrella del borde azul.
En cierto instante, Scarlet llegó la conclusión de que lo mejor que podía hacer era salir de aquel cuarto y buscar ayuda con el mismo Giorgio Yammar o con algún otro de los integrantes de la Estrella. Ella salió entonces a un largo pasillo el cual tenía alguna que otra ventana por la cual se podía observar el exterior de aquella casa en la que estaba. Allí, todos los desenfrenados matices de la tragedia y de lo sombrío exhalaban alguna que otra inquietud salida del súmmum mismo de la existencia. En dicho pasillo, cabe decir, se encontraban algunos de los integrantes de aquella organización de asesinos a la que aquella chica pertenecía, sin embargo, aquellos hombres lucían una palidez de muerte en sus rostros, un temor sumamente profundo. Scarlet observó por una de aquellas ventanas que tenía ante sí y se percató de que afuera de la casa de campo en la cual ella estaba, se encontraban más de una docena de vehículos y varios tipos con sendas ametralladoras y morteros en sus manos, así como un hombre en silla de ruedas detrás del cual también se encontraba una mujer de cabello oscuro a la altura de los hombros y con una chaqueta larguísima que le llegaba a los tobillos. Al lado y lado de aquel hombre de la silla de ruedas se encontraban dos sujetos de traje formal de color verde y guantes en las manos de color oscuro. Cada uno de dichos sujetos de verde llevaba consigo una katana. De repente, Scarlet se dio cuenta de que el hombre de la silla de ruedas había dado la orden de disparar. En cuestión de segundos, aquella chica y algún que otro de los integrantes de la Estrella de borde Azul que se encontraban en aquel lugar, lograron entrar a un cuarto en el cual se guarecieron de la feroz y hecatómbica tormenta que estaba a punto de desatarse.
Una marea de muerte se desató en medio de un vertiginoso y avasallante aluvión de disparos. Solo se escuchaba el sonido de las ametralladoras escupiendo fuego, el sonido de las heces de metralla cayendo al suelo, el sonido de los vidrios, del concreto y de múltiples otras cosas desquebrajándose en múltiples pedazos y el sonido de cuando en cuando exageradamente estridente de los morteros impactando contra la casa. La pequeña Iris, entretanto, permanecía en su cuarto, en una de las habitaciones al fondo de aquella casa de campo. Ella permanecía recostada en el suelo, sobre el dibujo en el mismo y a grandes proporciones de una estrella de cinco puntas en color rojo, y parecía estar muy concentrada además en una voz misteriosa que le hablaba. Una voz que le decía que el temor más profundo de todos los allí presentes se estaba haciendo realidad. Una voz que le decía que las distintas siluetas de una maldición habían comenzado a movilizarse hacía rato alrededor de ella. Una voz que le decía que muy pronto los muertos se contarían por cientos.
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