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Sí, el tiempo. El tiempo y el tiempo y el tiempo y de nuevo el tiempo. En la inmensidad del silencio. En el clamor de la estrella que desaparece del firmamento. En la última huella que la brisa borra de las dunas de la arena de la vida. Pero, ¿qué es el tiempo? O no, más bien, ¿por qué es tan importante el tiempo? Valga decir que se dice en algunos textos y paratextos de filosofía, que fue con el pensamiento de Kant y Hegel que tanto la temporalidad como la historicidad se elevaron como dimensión esencial frente a la concepción espacial propia de Descartes y Spinoza. El tiempo, por tanto, es hoy tácitamente considerado como elemento clave de la subjetividad. El tiempo es subjetividad. Pero en esos instantes de vértigo infinitamente horizontalizado, en esos instantes de abigarrados susurros de muerte, mientras aquella mujer con una implacable expresión esfíngica en su rostro y una mirada y un cabello de fuego capaces de incendiar todos los infiernos habidos y por haber dentro y fuera de la existencia, le apuntaba a Melanie Oldman, el tiempo parecía estar diseñado únicamente para una confrontación eterna y absoluta. "No hagas que te mate, querida. Hoy no es un día en el que me sienta animada a pensar las cosas dos veces", dijo la mujer del jeep. Una mujer que no dejaba de irradiar un aura fría, sádica y despiadada. Un veneno ponzoñoso parecía estar invadiendo aquel ambiente apocalíptico en el cual un misterioso terror invadía las moléculas tanto de todos los seres vivos como de aquellos que alguna vez estuvieron vivos. En el cielo, una luna roja e infernal parecía presagiar lo peor. Parecía estarle cantando a la muerte.

Pero aun con dicha escenografía macabra, Melanie Odlman sonrió. Un esbozo de sonrisa apenas que de una u otra forma provocó cierto ápice de extrañeza en la mujer de la mirada y el cabello de fuego. Sin embargo, antes de que aquella peligrosa y desconocida mujer se decidiera a hacer cualquier cosa, Melanie dibujó en su mirada un mensaje de vida o muerte que decía: "atrás de ti". Y efectivamente la mujer del jeep no lo pensó dos veces. Ella giró y al hacerlo pudo darse cuenta de que por lo menos una docena de maniquís se disponían a atacarla. En el mismo instante en el cual ella se giró, incluso, algunos de aquellos siniestros maniquís rompieron varios vidrios de su auto. Algo tenía que conocer aquella mística pelirroja sobre el aura maldita que reside en toda esencia asesina, porque, sin pensarlo mucho, comenzó a dispararles directamente a la cabeza. Melanie, entretanto, aprovechó para dar reversa y huir lo más rápido que pudo de allí.

Mientras tanto, algunas oscuras y tenebrosas nubes que se veían en el cielo y que no se atrevían a invadir la mirada de la sangrienta luna roja que lo coronaba, rompieron el sugestivo silencio de sus mares internos y comenzaron a derramar gotas sobre el mundo. Sí, comenzó a llover, a llover fuertemente, a llover a raudales mientras la hermosa Melanie conducía a toda prisa el auto que acababa de robar. Cuando por fin logró ella salir de la ciudad, se percató de que la carretera por la cual iba se hacía un tanto angosta y se enfilaba zigzagueante sobre un precipicio de por lo menos unos veinte metros de altura. De un momento a otro observó por el retrovisor y se dio cuenta de que la pelirroja de mirada fría e implacable se dirigía a toda marcha hacia ella. Ya le estaba pisando los talones, como usualmente se suele decir. Aquella mujer con la mirada y el cabello de fuego sonreía con una sonrisa algo sádica. Era como si aquella situación la divirtiera de alguna muy extraña forma. Ella se acercaba y mientras se acercaba disparaba. Melanie se agachaba y de cuando en cuando también asomaba uno de sus revólveres color vinotinto y disparaba. Cuando el jeep que conducía de la decidida pelirroja ya se encontraba lo suficientemente cerca, la letal mujer del parche en el ojo izquierdo comenzó a golpearlo con el auto que conducía a muy alta velocidad.

Caía, entretanto, una lluvia de padre y señor nuestro. Enormes y densas gotas que parecían aguanieve y que golpeaban con gran fuerza cuanta cosa se cruzase en su camino. Los autos, por su parte, seguían chocando con gran fuerza, pues a la mujer de la mirada y el cabello de fuego la situación, diría cualquiera que la viera, la divertía cada vez más y más. Finalmente, en una curva, la mujer del jeep golpeó con tan fuerza el auto en el cual iba Melanie, que dicho auto derrapó por la carretera y, acto seguido, cayó por el precipicio. A medio camino entre la carretera y el final del precipicio, aquel auto chocó con un árbol y quedó incrustado en aquel, sin embargo, Melanie Oldman salió despedida por la ventanilla principal entre un mar de vidrios, luego de lo cual cayó y cayó hasta dar con todo su ser en una gran cantidad de denso lodo en el cual poco a poco ella comenzó a hundirse.

Y de repente, aun ante la oscuridad inabarcable de la vida, de esta vida y de todas las vidas habidas y por haber, se hizo presente una de esas ideas sin forma que agudizan los anhelos pasionales. Se hizo presente el arrebato mismo de la lujuria. Se hizo presente de nuevo ante la hermosa Melanie y ante todas y cada una de sus esencias interiores, el sortilegio indefinible de una intensa y sorprendente fragancia de espejismos. Una fragancia que contenía dentro de sí una sinuosa caligrafía de pálpitos de amor y deseo. Se hizo presente, para ser más exactos, aquella visión en la cual Melanie Oldman se hallaba con todo y su cuerpo nacarado ofreciéndose al universo natural, con una pasión rampante serpenteando entre sus generosos senos desnudos y con sus ojos dilatados por el deseo, en medio de un verde y misterioso bosque. Un bosque sumamente espeso de la existencia, de esta existencia y de todas las existencias habidas y por haber, desde luego. Su aura, el aura de aquella hermosa mujer, lo cubría todo. Su aura, allí, de hecho, en medio de aquella natural condición prístina y entre un sol cuyos rayos vivos y rutilantes se dispersaban entre las plantas y la hierba provocando múltiples cascadas de luz, permanecía en una ligera y erótica mansedumbre, permanecía anhelante, como colgando de algún suspiro, permanecía como poseída por un ansia de olvido de sí misma por medio de algún placer absoluto, un placer eléctrico y palpitante. El viento zumbaba y el corazón mismo de la vida se hallaba sediento, justo cuando la figura de un hombre se hizo presente en aquel bosque, en aquella visión, en aquel lúcido entramado de sentires que tenían lugar entre un musgo revitalizado, entre las grietas de las rocas y los troncos vivos. Se hizo presente un hombre que comenzó a darle forma al cuerpo de Melanie y a su lívida y cálida arcilla interior. Un hombre que se disponía a amarla a ella con todo su ser. Sin embargo, de un momento a otro la visión se difuminó. Desapareció como por arte de magia.

Luego volvió la oscuridad. Volvió la desoladora e insoportable frialdad de haber conocido el terror de la muerte demasiadas veces. Siempre demasiado cerca.

La motivación interna de la que hablamos líneas atrás se convirtió en una dolorosa lágrima de obsesión.

El choque en el denso fango, el torrencial aguacero que no daba tregua, la ligera fragancia tóxica del aire y el cansancio interno, entre otras cosas, entre otras vicisitudes, debilitaron anímicamente a la mujer del parche en el ojo izquierdo. A tal grado, que ella no se sentía con fuerzas para luchar contra aquel fango en el que poco a poco se hundía, para luchar contra aquel destino gris y desafiante que la envolvía. Y así, de un instante a otro, Melanie, por alguna razón que ni ella misma logró identificar a ciencia cierta, recordó cierta ocasión en la cual viajó hacia una de las más espesas y densas selvas colombianas con la intención de dar con un sorprendente e inimiginable tesoro. Ya habían pasado algunos años de aquello, pero ella aún recordaba que entre las místicas brisas de aquellas tierras no solo hizo grandes e inolvidables amigos, sino que su espíritu pudo fascinarse igualmente con la siempre maravillosa explosión de vida natural de la selva. Una selva en la cual su espíritu fue embrujado una y otra vez, de forma infinita y sucesiva, por los colores y las músicas diversas que ondulaban, cual vorágine de vida, en una caligrafía existencial en cuyas laberínticas escenografías de cuando en cuando se podían apreciar papagayos, tigres, caimanes, halcones u osos, entre otros animales.

Melanie pudo recordar todo aquello mientras permanecía en aquel fango en el cual se hundía poco a poco sin poder oponer resistencia alguna.

El cielo lluvioso no concedía perdón, aun cuando el gris aliento de todas las almas maltrechas del mundo lo clamaban a gritos.

Melanie Oldman se sentía sin fuerzas para seguir luchando.

La implacable y misteriosa mujer de los ojos y el cabello de fuego, se bajó del jeep y con todo y su imponente y desafiante presencia, y sin importarle en lo más mínimo aquella fuerte lluvia con visos de diluvio que caía sin piedad alguna, se dirigió hacia el borde del precipicio. Ella se asomó hacia abajo y lo único que pudo ver, al hacer aquello, fue una mano inerte que sobresalía del lodo. "Es una lástima, era una mujer muy guapa. Tendré que pedir que vengan mañana a levantar el cadáver", se dijo a sí misma aquella misteriosa pelirroja. Acto seguido, se volvió a subir en el jeep en el cual había llegado hasta aquel lugar. Pensó que para ser la alcaldesa de una ciudad, y la comandante en jefe de su fuerza policial, ya se había alejado demasiado de la misma. De repente, una gran cantidad de maniquís de color azul aguamarina se hizo presente ante ella. La pelirroja sonrió, encendió su auto y comenzó a arrollarlos a todos. Les pasaba por encima con cierto deleite retorcido.

Pero, volvamos a nuestras disquisiciones sobre el tiempo, para hacernos una pregunta. ¿Qué tiene que ver el tiempo con la vida humana considerada no como mera conservación de sí misma sino como acción última y fundamental? Puede que la respuesta más simple tenga que ver con el hecho de que, obviamente, toda acción se desarrolla en el tiempo. Pero nosotros queremos ilustrar dicha cuestión de la siguiente manera: una mujer con un parche en su ojo izquierdo se encuentra dentro de un denso fango. No siente dentro de sí misma fuerzas para seguir, aun cuando en otro tiempo se enfrentó a numerosas fuerzas militares, a carteles de droga y, sobre todo, a unos despiadados espíritus de la muerte cuya inconspicua mirada era capaz de arrebatar y anular la voluntad, unos espíritus cuyo néctar malsano contenía dentro de sí las lóbregas esquirlas de la dispersión de toda vida. Unos espíritus cuyos rumbos eran siempre los rumbos inefables de la perdición. No obstante, así, estando aquella mujer en aquel estado, una voz llega a ella. La voz de un hombre que ella nunca ha borrado de su corazón. La voz de su padre, aquel hombre que mataron frente a sus ojos cuando era una niña de apenas ocho años de edad. Dicha voz, de forma algo gutural, pero con gran profundidad, dijo lo siguiente:

Melanie, no debes olvidar que cada pálpito del guerrero es un eco, una intensidad de vida, un grito infinito, una chispa de imperecedera esperanza. Una voz que jamás apagará la ignominia, el infortunio o el dolor. Recuerda siempre, mi querida, que quien renace de la nada y el silencio, maneja aquel lenguaje de la vida que es capaz de llenarlo todo. Recuerda que siempre estaré contigo.

El tiempo es una esencia muy extraña, en un momento dado, entre una brisa fuerte y estrepitosa y un fuerte aguacero, se puede llegar a apreciar una mano inerte que sobresale de una gran cantidad de fango, pero, acto seguido, se puede apreciar, así, entre el agua de lluvia, un puño cerrado con gran fuerza y decisión.

Alguna vez la brisa dijo, en alguna parte de este mundo, que no se puede romper un alma que ya está rota.

La misteriosa e implacable mujer con los ojos y el cabello de fuego, mientras conducía su jeep, recordaba la mirada de la mujer que había visto caer por un precipicio. La mirada penetrante y decidida de su ojo derecho. Aquella mirada volcánica tan fuera de lo común. Aquella mirada perteneciente a un alma guerrera. "No, esa mujer no está muerta. Una mujer como ella jamás se dejaría arrancar la vida por algo así", pensó aquella pelirroja del jeep justo antes de frenar su auto de un momento a otro.

Aquella misteriosa mujer sonrió. Pensó que no podía dejar pasar esa oportunidad. No todos los días se encuentra a una digna rival. Dio marcha atrás rápidamente con su jeep y se devolvió por donde había estad conduciendo. En ello volvió arrollar a alguno que otro maniquí de color azul aguamarina. Llegó al lugar en el cual el auto que Melanie había hurtado derrapó y cayó por un precipicio. Se bajó del jeep. Empuñó su pistola, pues algo le decía que la necesitaría. Se asomó nuevamente por el precipicio, pero no vio nada. La mujer del parche en el ojo izquierdo había desaparecido. La pelirroja sonrió, sabía que pronto empezaría la lucha. Sabía que una fuerza muy intensa le daba energías a la mujer del parche en el ojo izquierdo.

Y es precisamente dicha fuerza lo que deseamos ligar con los intrincados tejemanejes del tiempo. De acuerdo con Heidegger, el ser humano no es sino aquella entidad arrojada de lleno a la existencia. Pues bien, en parte ello significa que para el ser humano la vida no se agota en el hecho mismo de querer conservarla, en dicha animalidad básica, sino que esta trasciende en virtud del poder omnímodo de la significación. De esa forma, el tiempo bien puede ser considerado como la relación que existe entre la vida y la significación en sí misma. Baste decir, para ilustrar aquello, que tal y como pudimos comprobar con la mujer que se hundía en el fango, con significaciones lo suficientemente fuertes como para trasgredir la realidad, bien pueden haber temporalidades lo suficientemente intensas como para trasgredir toda existencia posible. Como para trasgredir el mismo armazón de todo destino. Como para romper el cielo con la fuerza de un relámpago cuyo eco es capaz de calar el alma de las cosas.

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