Decisiones
Reina aun no terminaba de vestirse cuando escucharon la puerta, por lo que tendría que atender Diego, y esa, era una situación muy incómoda. Habían pasado ya cuatro días sin verse ni hablarse desde el incidente del beso, y aunque Amalia había olvidado lo ocurrido con su amigo por el enojo del momento, encontrarse con Diego le recordó la audacia de aquella acción. En el momento exacto en que él joven abrió la puerta y sus ojos se encontraron, toda la valentía que necesitó para besarlo se esfumó. Congelada frente a la puerta, avergonzada pero jamás arrepentida. Sus tiernos y suaves labios se lo merecían.
—¿Dónde está Reina? —preguntó cabizbaja para evadir la mirada igualmente nerviosa de su amigo.
Diego no quería perderla. No deseaba, en ningún caso, separase de ella. Su compañía llenaba su corazón, aunque sabía que esa amistad dañaría muy pronto a uno de los dos. Finalmente, ¿quién, en su sano juicio, se relacionaría con una persona como él? Ignorar lo sucedido parecía ser la mejor opción.
—Pasa, está preparando su mejor personaje —bromeó.
Cuando la pequeña figura de su amiga paso por delante de él, tomó uno de sus cabellos sueltos y lo enroscó entre sus dedos. Amalia se volteó confundida, y veinte centímetros sobre ella, los ojos alegres de Diego le pedían que olvidara lo sucedido. Ella le sonrío aceptando su tácita disculpa, y antes de que alcanzara a entrar en la habitación de Reina, ella salió perfectamente arreglada. Como mujer era hermosa, pues lo poco que quedaba de Aníbal era perfectamente disimulado entre sus finos rasgos y un sobrio maquillaje. Amalia no la había visto nunca en su papel de hombre, y estaba sorprendida.
—Tú no eres Reina —bufoneó Amalia, atónita.
Diego era un joven guapo, pero no de esos hombres que van por ahí provocando suspiros en todas las féminas. Reina era, más bien, Aníbal, un hombre perfecto. Vestía ropa de Diego, su pelo teñido estaba amarrado en una diminuta cola, no había rastros de maquillaje pero su piel seguía siendo perfecta. Sus ojos eran oscuros, su figura erguida y esbelta.
—¿Así de guapo me veo? ¿qué piensas? ¿estoy listo? —dijo con timidez, intentando disimular su masculina pero delicada voz.
—No lo sé Reina, me siento confundida. De pronto, creo que quiero que te cases conmigo —respondió Amalia entre risas, mientras abrazaba a su única y mejor amiga.
—Sigue siendo un marica, no lo olvides —bromeó Diego, dejando entrever un mínimo de celos.
—¿Por qué estás vestida así? —quiso saber Amalia.
—Tengo que conocer a tus padres, ¿quieres que vaya en minifalda?
La seriedad con que Reina hablaba descolocó a Amalia. Jamás había pensado en ella como un hombre, ¿por qué habría de hacerlo ahora?
—Reina, ellos quieren conocer a mi amiga. Chicos, ustedes han cambiado mi vida, no quiero mentir sobre ustedes. Así están bien, así estamos bien. Así me gustan. Aunque Reina, tal vez me gustes más con esa ropa.
Los chicos se miraron. Ese no era el momento para decir que todo en ellos era una mentira. Reina se acercó a su amiga y Diego no pudo hacer más que quedarse sentado, en esa pobre mesa plástica, observando la escena. La culpa iba creciendo en él. El minuto de alejarse estaba próximo a llegar.
—Amiga, agradezco tus palabras, pero no puedo ir de Reina. Sé muy bien que tus padres deben ser amables, si han educado a una persona como tú. Pero es distinto con ellos. Todos los padres del mundo desean que a sus hijos los rodee buena gente, y nosotros no lo somos. En particular yo, Amalia. Sé muy bien lo que provoco en las personas, y no quiero provocarlo en tu familia.
—¿Ustedes qué? ¿saben cómo era mi vida antes de ustedes? ¿lo sabes? Claro que debes saberlo, pues te lo he contado miles de veces. Tú también lo sabes Diego —dijo dirigiéndose a él para sacarlo de esa oscura aura que lo envolvía—. No quiero mentir sobre ustedes, estoy orgullosa de tenerlos a mi lado —sentenció.
Y entonces fue Reina quien no supo cómo reaccionar. Sus bellos ojos se llenaron de lágrimas, abrazó a su amiga y lloró por un instante. Amalia acarició su cabeza intentando consolarla, pero ella ya no estaba triste. Estaba tan feliz de escuchar a alguien decir eso, que estuvo dispuesta a dejarlo todo con tal de convertirse en aquella que fuera realmente un orgullo para sus seres queridos. Todo habría sido diferente para ella si ellos la hubiesen aceptado como su amiga lo hacía.
—Bien, me cambio y nos vamos —comentó, apartándose de ella con una sonrisa enorme en su rostro.
Diego y Amalia volvieron a quedar solos.
—¿Quieres venir? —ofreció ella tratando de romper el silencio que había dejado la anterior escena.
—Ni obligado —respondió entre risas.
—Diego —murmuró Amalia, para encontrarse con sus ojos que la observaban con atención—. En serio estoy agradecida de tenerlos a mi lado.
Solo pudo responder con una sonrisa. Si esto seguía así, iba a ser imposible dejarla. Al cabo de unos minutos, Reina salió perfecta como siempre, vistiendo un colorido vestido y con su cabello libre. Se despidieron de Diego, la puerta se cerró, y el joven, conmocionado aún por la honestidad de Amalia y el incontrolable sentimiento que crecía en su interior, comenzó a evaluar una posible decisión que lo apartase de ella.
Si me voy con esa familia... tal vez podría empezar de cero...
En casa de Amalia, aún sentados a la mesa, Elena y Ernesto no paraban de discutir sobre su hija. La angustia de ese padre era tal, que había olvidado que la joven se comportaría solo cómo él la había educado. Ella era una chica respetuosa y seria, y difícilmente tendría amistades con principios diferentes a los suyos.
—¿No has dudado ni por un instante? —indagó Elena.
Aunque su hija aún no la aceptaba por completo, su relación familiar había mejorado en forma considerable. Ella confiaba plenamente en la madurez que tendría a la hora de escoger a sus amigos y en lo transparente que Amalia era con ellos. Para Elena, esa exasperada llamada desde el colegio, no era más que una terrible equivocación.
—No se trata de eso. Es la primera vez que la veo tan feliz, desde que perdió a su madre y a Lía. No ha sido fácil. Para ninguno de los dos. Pero ella es tan... ella es tan frágil, Elena. Tan frágil, que temo que sus ojos sean incapaces de mirar la realidad con objetividad.
—Lo único que puedes hacer es confiar en ella. Y además, amor, está la posibilidad de que Amalia ya no sea tan frágil e inmadura como piensas.
Ernesto abrazó a su esposa. Su corazón era una prueba concreta de que es posible sanar. Aún amaba a la madre de Amalia, pero había tenido que aprender a encontrarla en sus recuerdos. Elena lo había sacado del vacío en el que estaba tras perder a parte de su adorada familia, pero él no había logrado hacer lo mismo por su hija. Habían sido otros. Otros que ni siquiera conocía.
—¿Les ha bajado el amor? —preguntó Amalia con tono burlesco entrando al comedor—. Hay alguien que quiero que conozcan —agregó.
Reina avanzó hasta estar a su lado. Estaba acostumbrada a recibir miradas de desprecio, a que murmuraran tras ella, a que la apuntaran con el dedo analizando su cuerpo por completo, intentando descubrir si era realmente una mujer o no. Sabía qué le esperaría al entrar a esa sala. Sabía que ese lugar, no sería diferente.
—Ella es Reina, mi mejor amiga.
—Un gusto —dijo enseñando su bella sonrisa mientras esperaba la reacción de esos padres preocupados.
Pero no hubo nada. En un segundo, sintió los brazos de Elena rodearla y un cariñoso beso en la mejilla agradeciendo la amistad con su hija.
—Estábamos a punto de pedir una pizza, llegas en un buen momento, Reina —saludó Ernesto, cortés como siempre.
Nadie en aquella casa la miró de forma extraña. Nadie la juzgó por su apariencia. Al menos no abiertamente. ¿Por qué su familia no podía ser un poco, solo un poco, cómo la de su amiga? Observó con asombro la actitud del padre de Amalia, quien se dedicó a pedir la pizza y preparar la mesa para la cena. En su casa, su padre solo trabajaba. Nada en casa era tarea de él, por lo que toda responsabilidad caía en su madre. Reina jamás vio a un hombre valerse por sí mismo, hasta que conoció a Diego. Elena tal vez intuyó en la mirada desconcertada de su invitada el anhelo de un poco de aquella suerte, por lo que la envolvió nuevamente en un abrazo y con la delicadeza que la caracterizaba la invitó a sentarse.
—Uy, sí que eres alta, linda, ¿cuándo mides? —Elena hablaba con tono gracioso y familiar.
Reina tenía el tamaño promedio de un hombre en su adolescencia, 1 metro 75 centímetros. Una gran diferencia, considerando el metro sesenta que median Amalia y Elena.
—Estábamos ansiosos por conocerte —dijo Ernesto al sentarse frente a ella—. ¿Cómo van las clases? —preguntó sin delicadeza.
Maldición. Mejor me preguntaba directamente si era puta. Pensó Reina. Una incómoda pregunta, pero estaba decidida a salir airosa.
—No estoy estudiando por ahora...
Iba a seguir hablando, pero Elena vislumbró hacia donde iba dirigida esa pregunta y la interrumpió con preguntas acerca del tinte para el cabello o la manera en que Reina se mantenía en forma. Evitaron por cerca de dos horas las capciosas preguntas de Ernesto, pero como era de esperarse, llegó un momento en que no pudieron continuar. Reina contó su historia con una posición erguida, llena de orgullo, tal vez porque lo sentía, o tal vez, para que no se le preguntara más.
—Mi padre soñaba con un varón al que llevar al fútbol, a beber cervezas o con quién silbar a las mujeres que se le cruzaban por la calle. No pudo aceptar que su primogénito prefiriera ir de porrista al estadio o quedarse en casa jugando con las muñecas que en secreto robaba a sus primas. Mamá no supo cómo reaccionar. Opté por salir de ahí a seguir complicando su vida. No ha sido fácil, para nada. Me fui a los 16 años e intenté vivir por mi cuenta, pero nadie contrata a un joven de esa edad, menos a uno que en secreto usa labial —rio—. He sobrevivido en gran medida gracias al amigo con quien vivo y su familia —mintió.
No podía ir por ahí diciendo que Diego vivía sólo y mucho menos con alguien como él.
—Entonces ¿naciste sintiéndote una mujer? —preguntó Elena.
—Sí, extraño, ¿cierto? Nunca me sentí igual a los demás chicos, pero cuando tenía 9 años, ya no podía mentirme de esa manera. En clases de educación física mis ojos se desviaban inconscientemente en los vestuarios —bromeó con con gracia, aunque en sus ojos era evidente la tristeza—. Me escondí lo más que pude, pero el clóset definitivamente no era para mí. Ya todos comenzaban a sospechar, y hoy, la verdad es que las miradas no me importan mucho, casi me agradan. Claro, a los 10 años no era así. Siempre fui objeto de burlas y bromas. Los chicos no se relacionan conmigo y las chicas tampoco, Amalia es la primera amiga que tengo. Pero bueno, esta soy yo, esta es mi vida, y quiero vivirla.
—Que valiente has sido, linda —dijo Elena mirándola con orgullo.
Pero Reina no quiso aceptar ese cumplido. En el fondo de su corazón, sabía que terminaría mintiéndoles y defraudándolos, a todos ellos, tal como a sus propios padres.
El ambiente se estaba volviendo serio, y Elena quiso animarlo pero fue Ernesto quien no lo permitió, atacando con sus preguntas de forma que ya no pudiera evadirlas.
—¿Y qué haces, Reina? —preguntó finalmente.
La temible pregunta que todos habían estado esperando. Amalia le dio una mirada fulminante a su padre, pero el solo la ignoró.
—Soy garzona en un café —dijo segura, cruzando sus manos sobre la mesa.
—¿En cuál?
—En el San Andrés, junto al café Delusion, cerca del puerto —aseguró.
Pero Reina había mentido otra vez. Solo rogó al cielo que ninguno de ellos fuera cliente habitual de ese café, porque tendría que correr a buscar trabajo allí para no ser descubierta. Él la miró, como si entendiera que ella no quería hablar más del tema.
—Sería bueno que retomaras tus estudios. Es la mejor forma de demostrar a tu familia tu capacidad de salir adelante, con o sin ellos. Aunque sería grandioso que lo hicieras con ellos —sugirió Ernesto, para así terminar de hablar.
Continuaron la conversación por cerca de una hora, Amalia estaba feliz de tenerla en su casa y de haber hecho a su familia parte de esa cariñosa amistad. Pero Reina debía volver y ella debía esperar las disculpas de sus padres por creer esa horrible mentira de la escuela.
—¿Quieres que te vayamos a dejar? —propuso Elena, pero las chicas se negaron. Aún quedaban cosas que conversar entre ellas.
Reina se despidió cariñosamente de los padres de su amiga, y ambas, caminaron muy cerca una de la otra hasta la parada del autobús.
Reina sonrió frente a ella. Se abrazaron y agradecieron su amistad, pero Reina tenía algo más que entregar.
—Ellos son un encanto —murmuró. Amalia notó de inmediato que algo serio le sería revelado. —Quiero darte algo... —agregó. Amalia la miró sorprendida mientras ella ponía sobre sus manos una llave—. Estas son para ti. Debes cuidarla, es para usar solo en caso de emergencia.
La confusión era evidente en Amalia. ¿Qué pretendía Reina con esto? ¿Por qué la seriedad se había apoderado de ella?
—Son las llaves de mi casa, bruta —bufoneó—. Quiero que las tengas. He estado recibiendo llamadas de mi madre y estoy pensando en darle... En darnos una oportunidad. Diego no puede quedarse solo, tienes que acompañarlo. Y si se te escapa, con esta llave lo podrás encontrar, esa casa es su refugio, siempre estará ahí. No le cuentes que te la di, y úsala, en serio, solo si es una emergencia. Él es demasiado huraño. Me odiará si se entera de esto.
Los brazos de Amalia la tomaron por sorpresa. Colgada de su cuello hecha un mar de lágrimas, le agradecía su confianza y su amistad.
—¡Te extrañaré tanto Reina! ¡No te olvides de mí! ¡No quiero extrañarte, pero me alegra tanto que vuelvas con tus padres! —Reina la abrazó emocionada.
—Sólo probaré que tal me va, y la capital tampoco está tan lejos, podemos visitarnos seguido.
Amalia entre sollozos asentía con la cabeza. Se prometieron ser las mejores amigas que podían existir, jurándose lealtad eterna. Se despidieron con un beso y volvieron a sus respectivos hogares.
Reina la observó alejarse con tristeza, pero decidida a cambiar su vida.
Quería sentirse orgullosa de sí misma.
Ya no quería volver a mentir.
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