Extrañas relaciones
El autobús que llevaría a los chicos a su trabajo de fin de semana tardaba más de lo habitual en aparecer. Se resguardaron de la lluvia y el viento bajo la parada desgastada, Reina acomodó su chaqueta para protegerse mejor del frío y Diego cubrió su nariz con la espesa bufanda que su madre le había tejido años atrás y respiró profundo. Apoyó su espalda sobre una de las paredes de frío metal, cruzó sus brazos para conservar un poco de calor, a punto de comenzar a temblar mientras miraba sin hablar la caída de la lluvia y los charcos que se acumulaban por toda la calle. Reina no le quitaba los ojos de encima, ella sabía muy bien el origen de su preocupación.
—¿Y ahora? —preguntó.
En un intento por sacarlo de la angustia que nublaba sus pensamientos.
—¿Ahora qué? —replicó él, entendiendo hacia donde quería llevar su amiga la conversación.
—¿Qué harás con Amalia? ¿Realmente no tiene posibilidades?
Reina no estaba jugando. Su pregunta era formulada con total seriedad, mientras chapoteaba un pequeño charco con su tacón de color rojo.
—Sabes que no puedo —respondió Diego, con la misma solemnidad de Reina.
—No, no lo sé. Eres tú quien se priva de los demás. Nada ni nadie te lo impide.
—Aníbal, ya tengo a Amparo. Con ella me basta... —contestó con enfado. Diego era particularmente respetuoso con el deseo de Aníbal de ser llamado por su nombre de mujer y de ser tratado como una.; por lo que hablarle a lo que quedaba de su ser masculino solo evidenciaba el grado de su enojo. En aquel momento, debía estar realmente enfadado.
—Soy Reina. Y ella no...
—No quiero ensuciarla, ¿entiendes? —interrumpió Diego, sin dar espacio a que la conversación pudiera continuar—. Su pureza no va a conmigo. Amparo es la única que puede convertirme en un buen hombre. Solo la necesito a ella.
—Eres un buen hombre Diego... —añadió Reina, con la intención de suavizar la rudeza de las palabras de su amigo.
—Sí, seguro. Tan bueno como tú —agregó con sarcasmo.
Se miraron con triste complicidad, compartiendo el peso que ambos llevaban sobre sus hombros y, rieron. Ya estaban metidos en ello, sólo les quedaba llevarlo con menos culpa.
Reina llevaba ya un tiempo viviendo en casa de Diego. Tenía 18 años y había sido expulsada de su hogar a sus cortos 16, el mismo día que su padre la encontró vestida de chica junto a otro hombre. El corazón y el alma de Reina estaban doloridos. Y aunque ella no hablaba de opción sexual pues había entendido, a la edad de 9 años, que el Dios en que tanto creía, había cometido un grave error: su alma de mujer había sido abandonada en el cuerpo de un hombre.
Cuando escuchó los horribles y humillantes gritos de su padre y el desesperado llanto de su madre, aquellas personas que debían amarla en forma incondicional, sin preguntas o cuestionamientos de ningún tipo, comprendió que el mundo no estaba preparado para aceptarla. Salió de esa casa sin mirar atrás. Escapó de la capital en la que vivía y se mudó a una nueva ciudad, en la que no tenía a nadie.
Por suerte, parecía que su Dios trataba por todos los medios de reparar el daño que había causado, cruzando por su camino, una y otra vez, a personas que extenderían gustosas sus manos para ayudarla. Fue así que conoció a Diego, quién parecía vagar por la tierra en busca de un destino que le viniera bien. Aunque lo habría preferido de novio, rápidamente entendió que él no estaría dispuesto a entrar en ese juego. De a poco, sus heridas comenzaron a sanar, se adoptaron como hermanos y sus más oscuros secretos se sentían a salvo entre los dos.
Reina no tenía más amigos que Diego, y por supuesto, nunca había tenido una amiga, y vaya que deseaba tenerla. Tal vez por eso sintió esa conexión instantánea con Amalia, quién tampoco había tenido el privilegio de conocer la amistad.
Por otro lado y lejos de aquél café en el que los chicos trabajaban, rendida en su cómoda habitación, Amalia repasaba ese extraño día. Se sentía culpable de estar en aquella casa tibia y acogedora, con padres que darían todo por ella, mientras sus amigos se esforzaban en una fría y lluviosa noche.
No podía sacar de su cabeza la sensación de vacío que le dejó esa casa, a pesar del alegre intento de Reina de convertirla en un cálido hogar, podía aun respirar la soledad en la que vivía Diego. Pero ¿por qué un joven viviría solo? ¿qué pasaba con ellos? Tal vez jamás lo sabría y no tendría más opción que aceptar a sus nuevos amigos con su oculto pasado y su reservado presente.
Entre la culpa y la preocupación, unas risitas incontrolables se escapaban de sus labios. Tendida sobre su cama, observaba su teléfono celular, en el que aparecía por primera vez un número que no era de alguien de su familia. Reina figuraba en el directorio, junto a unos coloridos corazones, una chistosa melodía y una bella fotografía.
Intentó dormir, pero su mente repasaba una y otra vez el cuerpo de Diego, su mirada avergonzada al sentirse observado y su leve sonrojo. Sin librarse de la extraña sensación que le dejaba el haber entrado en un rinconcito de su vida, Amalia no pudo parar de sonreír. Se mantuvo así hasta el día lunes, cuando lo vio entrar por la puerta del salón.
Ella sabía que su impresión sobre Diego cambiaría, pero no imaginó que él tendría una reacción tan adorable al ver la forma en que su compañera lo observaba.
Al entrar, sus ojos se cruzaron. Él se detuvo un segundo junto a la puerta, sus mejillas se volvieron de color rojizo y para disimularlo, levantó su bufanda de lana sobre su nariz. Retomó su camino sin levantar la vista del suelo. Se sentó y saludo sin mirar. Amalia inclinó su cabeza y la apoyó sobre la mesa.
—¿Qué hay de nuevo, bombón? —bromeó, para intentar relajar a su amigo. Y los ojos de todo el salón se voltearon sorprendidos al escuchar sus risas.
Esa alegría que no los caracterizaba, también los sorprendía a ellos.
Tal vez era tiempo de sonreír un poco.
Tal vez lo malo podía ser dejado atrás por un momento.
Diego intentó relajarse, pero el rostro alegre de Amalia solo le causó dolor.
Él no podía permanecer a su lado.
Y la sonrisa se borró de su rostro.
Amalia no intentaba profundizar en los cambios de ánimo de su amigo, él aún no le permitía ese nivel de confianza y ella lo respetaría sin dudarlo. El día avanzó, y la tensión entre ellos comenzó a bajar. Para la clase final, Diego ya era el mismo de antes, y encontrarlo así, fue un alivio para ella.
Amalia entró al salón vistiendo su equipo de Educación Física y Diego la esperaba en su lugar, observándola detenidamente mientras se acercaba. En una situación normal, ella habría estado temblando al pasar con las pequeñas lycras frente al joven que robaba sus sueños, pero con él la situación era diferente. Diego, formal y respetuoso, no desvió jamás la mirada y se concentró en el vaivén de su frondoso cabello negro. Supuso que sería una estrategia masculina para no dar una mala impresión, pero la verdad es que aquello bastaba para Diego. Al llegar a su lado, Amalia se desplomó sobre la mesa.
—Odio esta clase —se quejó.
—Sáltatelas —sugirió entre risitas Diego.
Él jamás realizaba la clase, y hasta el momento, no había visto que debiera elaborar informes o labores al respecto. Intentó averiguar con tono acusador, pero Diego no respondió. Sólo la miró a los ojos. El rostro de Amalia empezó a cambiar.
—¿Estás enfermo? —dijo sintiéndose enloquecer. Diego la miro sorprendido.
—Dios mío, era eso... ¿Tienes una enfermedad terminal? Dios mío ¿Por qué no me lo dijiste? —a esa altura, Amalia ya tenía sus ojos llenos de lágrimas. Diego no pudo aguantar y soltó una ruidosa carcajada.
—Deja de leer esos comics tan sufridos Amalia, ¿eres una masoquista?
Diego no paraba de reír y Amalia se sentía avergonzada. Nada tan grave, claro, puesto que la risa de su amigo no tardó en hacerla feliz. Era la primera vez que lo veía reír así. Y le habría encantado mantener esa imagen para siempre.
Entraron sonriendo al gimnasio, Amalia se unió a la clase y Diego se alejó a las graderías. Él no participaba de la clase. Y sólo porque no le gustaba. Tal vez como ningún profesor mostraba interés por él, su presencia daba igual. Amalia deseaba estar con él, pero ella no tenía opción.
Esa tarde era el turno del fútbol, y Amalia era pésima en él. Por supuesto, todos lo notaron. Diego disimulaba su risa desde las gradas y jamás perdió de vista a Amalia. Por eso fue capaz de ver lo que estaba a punto de ocurrir. Sus compañeras quisieron sacarla del juego, y mientras un pelotazo con toda la fuerza de la más alta del equipo rodaba a toda velocidad hacia Amalia, Diego corría hacia ella. La pelota la golpeó en la frente, tumbándola instantáneamente.
Diego se acercó para levantarla y Amalia abrió sus ojos. Pero Diego solo se acercó, quedándose frente a ella y mirándola sin hacer nada. El profesor a cargo tomó a Amalia en sus brazos y la llevó a la Enfermería. Amalia logró escuchar los insultos que Diego le gritaba a su compañera, pero nada más.
Diego no fue a la enfermería, Amalia fue retirada un poco antes del colegio, y ese día no se volvieron a ver.
Por la noche, Reina le escribió un mensaje para saber cómo estaba y disculparse por la actitud de Diego. Ella no comprendió muy bien porque tomaba Reina cierta responsabilidad en el acto y se dispuso a preguntar. No alcanzó a marcarle cuando la llamada de su nueva amiga entraba a su teléfono.
—¿Amalia?
Ella escuchó con atención. Esa no era la voz de Reina.
—Lo siento —dijo Diego muy bajito.
Y aunque Amalia escuchó claramente, quiso cerciorarse.
—¿Cómo?
—Lo siento Amalia —repitió Diego fuerte y claro, agregó un fugaz "mañana nos vemos" y colgó.
Amalia no estaba enojada, sólo no entendía por qué había preferido discutir con su compañera antes que ayudarla a levantarse. Aun así, después de esa llamada, a pesar del desconcierto, estaba un poquito feliz.
Tal vez no solo un poquito.
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