Alex
Alex llevaba la misma rutina desde hace más de cuatro años, cuando sentado frente a sus padres y entre las lágrimas de su madre, los escuchó llamarlo por su actual nombre. Y es que Alex no siempre había sido Alex, aunque sólo se dio cuenta de ello tras años de amistad con Diana y Florencia, ambas mayores que él por uno y dos años respectivamente. Lo cierto es que él siempre había sido diferente, tal vez solo de eso estaba seguro, pero de no haber visto aquel documental que Diana le enseñó a sus quince años, habría pasado el resto de su vida sin sentirse jamás completo y feliz.
Durante su adolescencia, Alex, en ese entonces Nicole, pensaba que solo era una chica lesbiana que gustaba lucir su hermosa androginia y confundir a las personas, hasta que una tarde y continuando con el que creía solo un juego, Diana la presentó con el nombre que él mismo escogería luego para el resto de su vida. Aquel fin de semana, el escandaloso trío que formaban pasaba un tiempo agradable en una aburrida fiesta familiar en casa de Florencia, a unas tres horas de su ciudad natal. Nadie lo conocía ahí, nadie lo juzgaría, y por sobre todo, nadie adivinaría que bajo su aspecto de niño lindo había en realidad una chica. Una chica que tarde o temprano tendría que desaparecer.
Poco a poco su juego se hizo permanente, su actitud se masculinizó conforme pasaban los días, y las miradas de extrañeza que los demás arrojaban a su paso se volvieron habituales. No es tan grave, pensó en ese minuto. Pero las miradas no se quedaron solo en eso. A medida que su seguridad aumentó, comenzaron las bromas, los abusos y los golpes.
Tenía diecisiete cuando sus padres sentados frente a él en la mesa de la cena, lo llamaron Alex. A su espalda, aún colgaba un retrato de su infancia risueña vestida de María en el pesebre de la escuela. Qué ironía del destino el que finalmente deseara parecerse más a José, y qué suerte la de Jesús, que no tuvo que decir jamás que prefería ser María Magdalena.
—Hemos hablado con Diana y Flor, Alex... —dijo su padre.
No fue necesario continuar esa conversación, al menos no ese día, en el que Nicole desaparecía para siempre en brazos de su madre, envuelta en lágrimas de confusión y culpa por no haberlo notado antes. Lo primero que hicieron el día siguiente al despertar, fue apuntarse, junto a Moisés, su padre, en clases de karate y en un gimnasio cercano al Jardín Botánico. Su familia pareció aceptarlo mucho mejor que él mismo, convirtiéndose en el principal apoyo a la hora de enfrentarse cara a cara con la realidad.
A semanas de cumplir los dieciocho, y gracias al apoyo de un grupo de madres de adolescentes transgénero que Susan, su madre, contactó por internet, tuvo su primera visita con un especialista en la capital del país, para enterarse de que antes de poder recibir su terapia hormonal debía vivir trescientos sesenta y cinco días como el hombre que sabía que era bajo su apariencia de mujer. Por suerte Alex ya había dominado el arte de la androginia, y se presentó confiado y orgulloso frente a sus compañeros de escuela con su cabello más corto de lo que acostumbraba usar, una ceñida venda en su pecho para ocultar el busto que la adolescencia se empecinaba en crear, y el uniforme masculino que su madre había comprado para él.
—Tengo un hijo muy guapo —sentenció, al verlo anudar por primera vez una corbata en su cuello.
No parecía ir tan mal, sin embargo, la escuela sería uno de los peores torbellinos a enfrentar, pues ninguno, de entre los treinta y dos estudiantes, volvió a dirigirle la palabra. Los abusos y golpes amenazaron con volver, pero Alex ya no les temía, y aunque obtuvo una semana de suspensión por romperle la nariz de un puñetazo a Jhonny, el matón del curso, podía asegurar que nunca se había sentido tan feliz y libre. Ya no debía mentir a nadie, y quien se quedara a su lado sería por aceptar quien era, y no por quien debía ser para no llamar la atención en ese pequeño pueblo en el que lo diferente siempre es malo. Por esa misma razón, Diana y Florencia habían decidido huir, a pesar de continuar con su amistad, su apoyo y su cariño, ambas habían comenzado sus estudios superiores en una ciudad al otro lado del país.
Así, con una genuina sonrisa y un enorme orgullo, Alex continuó su camino: retrasó un año su ingreso a la universidad para hacerlo con su nuevo nombre social, consiguió un trabajo de medio tiempo en un café frente al gimnasio en donde entrenaba y empezó sus estudios para convertirse en Profesor de Educación Física y Gimnasia. A meses de cumplir los diecinueve, recibió su primera dosis de terapia de reemplazo hormonal y para su cumpleaños ya no tenía su período. Alex siempre pensó que ese sería el día más feliz de su vida, pero sus alegrías iban en aumento; con todo el ejercicio que realizaba producto de su disciplina y su esfuerzo propio, logró comenzar a eliminar los rasgos femeninos de su cuerpo en conjunto con la terapia hormonal, su voz se masculinizó poco a poco y podría asegurar que incluso una manzana de adán apareció en su cuello. Tenía veintiuno cuando por fin necesitó afeitar su rostro días antes de un control rutinario en la capital, el mismo día en que una chica le coqueteó abiertamente por primera vez.
Para sus veintidós, sus compañeros de universidad ya casi no hacían bromas al verlo entrar al vestidor de hombres, aunque solo uno de ellos le hablaba. Las chicas de los cursos superiores de su facultad cuchicheaban a sus espaldas sobre lo guapo que se estaba tornando, pero sin intentar entablar conversación alguna con él. Es cierto que se sentía aislado, pero Alex tenía la paciencia necesaria para afrontarlo. Sólo estaba a tres años de salir de la universidad. Solo a tres años de su libertad plena. Solo a tres años de escapar de ese pueblo y vivir tranquilo. De seguro iría junto a Diana y Flor, en dónde nadie conociera su historia y en dónde nadie se angustiara por saber qué había entre sus piernas. ¿Chicas? No, él aún no pensaba en ellas, y quizá jamás podría hacerlo con seriedad. Tal vez si conociera a alguna chica transexual del grupo aquel que su madre frecuentaba podría tener un noviazgo como cualquier chico de su edad. Una chica trans comprendería su condición, lo aceptaría y no sentiría extraño besar a un hombre con pechos, o no se le haría horrible tener relaciones con un muchacho sin pene.
Pensarlo le daba escalofríos, y por eso lo evitaba.
Antes de especular sobre chicas, debía conseguir el dinero para sus operaciones y lograr, al menos, que sus pechos desaparecieran.
Los días de Alex comienzan siempre igual, alistándose para su rutina de ejercicios en el gimnasio que se ubicaba frente a su trabajo. Cada mañana realiza una hora y media de pesas, abdominales y resistencia física al límite, para luego tomar un baño y correr a atender mesas con el cabello todavía empapado. Esa mañana no sería distinta, al menos eso pensó al escuchar la ruidosa voz de su amiga darle la bienvenida.
—¡No sé cómo lo logras! —exclamó Amy, su compañera de funciones, observando tras la puerta de servicio como Alex trataba de secar algo su cabello con una toalla.
—Te juro que lo intento, pero apenas y puedo levantarme en la mañana. Y te digo, son diez kilos, ¡diez!, los que tengo que bajar. Así, ni creas, no llegaré a ninguna parte. Imagina que ya estamos terminando Abril, ¿sabes que va a pasar? ¿lo sabes? —Alex la observó divertido.
Amy jamás paraba de hablar y eso estaba lejos de molestarle. Por lo general tenía siempre el mismo problema: se enamoraba de algún chico al que con suerte conocía o deseaba bajar los kilos que año a año acumulaba. Alex la escuchaba y siempre ofrecía su tiempo para entrenarla, pero jamás se concretaba la puesta en marcha de su plan de acondicionamiento físico. Incluso llegó a pensar que Amy podría sentirse avergonzada de ser su amiga, pero estaba equivocado. La chica lo apreciaba muchísimo, al punto de confiarle todos sus fracasos, convirtiéndose en su única compañía en las afueras de las paredes de su casa.
—¿Lo sabes, no? —insistió ella—. Viene el invierno, Alex, ¡el invierno! Y me voy a echar otros cinco kilos encima...
Alex guardó la toalla y ambos se voltearon para coger sus delantales.
—Ven a trotar a la costanera conmigo —sugirió él. La chica lo observó con su rostro acongojado y él estalló en risas—. Vamos, no es tan terrible, ven conmigo...
Abrieron la puerta y salieron juntos a preparar el local para recibir a los primeros clientes. A ambos les gustaba trabajar ahí, sobre todo porque nunca estaban abarrotados de personas. Cuando el reloj dio la nueve, Amy volteó el letrero de cerrado a abierto, abasteció de galletitas la vitrina, y se ubicó en el sector de los pastelitos. Alex escribió la oferta del día en la pizarra y se posicionó tras el mostrador, listo para que su jefa pasara a observarlo todo antes de saludar y anunciar un nuevo día en el Café Lilith.
Alex era el encargado de tomar los pedidos porque siempre estaba sonriente, y esa mañana no sería la excepción, algo que Emilia agradeció de todo corazón al entrar haciendo sonar la campanilla que colgaba sobre la puerta principal.
—¡Buen día! ¿Qué deseas hoy? —saludó él.
Emilia sonrió ante su pregunta, formulada como si fuera una persona que cada mañana pasaba por ahí. Alex notó de inmediato que aquella mujer era nueva en el sector, sobre todo por la forma en que con timidez correspondió a su sonrisa.
—Un capuccino vainilla —contestó ella. Pagó el servicio y tomó asiento junto al enorme ventanal.
Alex comenzó a preparar en forma automática el café, pero escuchó claramente el suspiro de Emilia desde su asiento. Se volteó a observarla y su aspecto melancólico le hizo desear alegrarla, por lo que agregó algunos chocolates a su pedido. Caminó hasta ella, y sin querer sacarla en forma brusca de su abstracción, dejó los cubiertos sobre la mesa y ella volvió a sonreírle ampliamente.
—Gracias, Alex —agregó.
Para su sorpresa, sus miradas se cruzaron hasta que ella volvió la vista una vez más hacia el ventanal. Hace mucho que una chica no le devolvía una mirada de reproche si sus ojos, inconscientemente, se perdían en algo que le llamara la atención. Volvió a mirarla y una vez más sus ojos se cruzaron con los de ella para reír sin disimulo tras el mostrador.
—Vaya, vaya —murmuró Amy acercándose hasta él.
Pero Alex no estaba interpretando nada. Él jamás lo hacía. Solo había disfrutado de un pequeño intercambio de sonrisas con una mujer desconocida, nada más.
—Sabes que no —contestó. Y volvió a su trabajo hasta que escuchó la amable despedida de Emilia. Alex levantó su rostro y su alma dolió un poco.
—Gracias por los chocolates —dijo ella, y le pareció hermosa.
Era evidente que había salido corriendo de casa, pues no llevaba maquillaje ni el cabello colorín bien peinado. Su rostro pálido y sus mejillas rosadas le daban un aire infantil, aunque era obvio que no era una adolescente. Con ojos grandes y oscuros, ella esperaba su respuesta frente a él. Alex volvió al sonreír al notar lo absorto que estaba en su belleza y contestó:
—No fue nada. Regresa cuando gustes, siempre hay chocolates por aquí.
Emilia cerró la puerta y él la observó alejarse despacio.
No quería, realmente no quería, porque sabía que nada bueno le ocurriría si lo hacía. No quería, pero deseó volver a verla. Y lo deseó tanto, que además se encontró rogando porque ella no escuchara los comentarios de quienes pasaban por fuera del café, o que ningún rayado ofensivo apareciera esa mañana ante sus ojos y que ella lo descubriera, o que su polerón oscuro pudiera disimular bien lo que esa venda en su pecho ocultaba.
Alex no quería.
Pero la vida nunca le había preguntado su opinión antes de trazarle su destino.
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