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Alex | Somos magníficos


Eran casi las diez de la noche cuando Emilia lo dejó en la puerta de la casa. Alex sonreía en la entrada, aún con su mano en alto despidiéndose de la mujer que estaba a punto de hacerle perder la cabeza. Observó el auto avanzar despacio hasta perderse en la oscuridad absoluta, típica de las noches de invierno en el sur, mientras repasaba en su mente el largo abrazo que una vez más se arriesgó a darle y del que Emilia no intentaba huir. Ella le correspondía, y recibía su beso en la mejilla con una sonrisa que él solo sería capaz de interrumpir con un beso. O con dos.

Antes de entrar, contempló el riachuelo de agua turbia que la incesante lluvia formaba a ambos lados de la calle. Pensó en ella una vez más, y en la forma en que sus ojos brillaron al decir que era feliz y en lo espectacular que habría sido que agregara un junto a ti. Suspiró, contó hasta diez y se volteó para entrar a su hogar.

Abrió la puerta despacio, rogando porque Moisés estuviera dormido en el sofá y que Susan se encontrara dormida, aunque su instinto de hijo le decía que la realidad distaba mucho de sus expectativas. Entró sin apenas hacer ruido, cuidando que la puerta no sonara y que el piso no delatara su andar nervioso a través de la sala. El silencio reinaba en su casa y la penumbra de aquel espacio era iluminada por leves destellos irregulares que de seguro provenían del televisor. No quiso desviar la vista, pero escuchó a su padre aclarar su voz, deseoso porque su hijo lo notara. Ahora sí, estaba seguro: sus padres estaban despiertos y no lograría escapar de su interrogatorio.

—Bienvenido a casa, pequeño —dijo Moisés, imitando la forma en que le hablaba cuando era una niña.

Alex se giró fingiendo estar molesto, Susan soltó una carcajada y el ambiente se relajó de inmediato. No podía mentir, y menos aún ocultar su rostro, que irradiaba felicidad por cada uno de sus poros.

—Oh, vamos —agregó su madre, corriendo hasta él.

Susan lo besó en forma exagerada y lo tomó por uno de sus brazos para guiarlo hasta el sofá en donde le esperaba una amena conversación. Moisés le extendió una lata de cerveza y lo invitó a ubicarse junto a él.

—¿Y ella es? —preguntó, alargando el "es" con tono molesto.

Alex suspiró una vez más e intentó parecer confundido ante la consulta; pero su padre palmeó una de sus piernas y lo invitó a sincerarse con una noble sonrisa. Él tenía ganas de hablar, de decirles lo mucho que le gustaba Emilia, lo grandiosa que era y lo bien que olía su cabello. ¿Qué tan raro sonaría asumir que le gustaba la esencia a frutas que desprendían sus hebras pelirrojas? ¿Era eso más loco que ser un hombre con tetas y vagina? De seguro no.

Observó a su padre, tomó un sorbo de su cerveza y dejó la lata sobre la mesita de centro. Susan quiso hablar, pero Moisés le hizo una seña para que esperara y le diera el tiempo suficiente de contestar a su hijo. Alex se reclinó en el sofá, llevó sus manos al rostro, avergonzado. Todavía estaba nervioso por el día que acababa de pasar, por lo que necesitó tomar una gran bocanada de aire antes de responder.

—Es grandiosa —afirmó.

Susan se llevó las manos al rostro emocionada, y Moisés rió con orgullo. Su hijo se había enamorado, y estaban tan felices como aterrados.

—¿Cómo se lo ha tomado? —preguntaron al unísono. Y no necesitaron oír la respuesta—. Entonces no lo sabe. ¿Por eso querías aumentar la dosis hormonal?

—No soy un hombre para ella. Me trata y me mira como si fuera su mejor amiga. No sé si lo sabe, tal vez ya escuchó algún comentario ya que vive en el mismo barrio que uno de los tipos de la escuela. O quizás solo soy demasiado femenino para sus ojos. No quiero decírselo hasta que me vea como lo que realmente soy.

—¿Y cómo crees que te ve?

—Sé cómo me veo. Me miro al espejo cada mañana, y sé lo que hay en él.

—No sé qué ves, hijo. Porque definitivamente no luces como una señorita.

Alex sonrió a las palabras de su madre, pero no contestó. Claro que no lucía como una niña, pero eso no bastaba. Necesitaba que los meses corrieran rápido, que sus abdominales se marcaran más, que sus brazos fueran aún más fuertes y que su barba no pareciera una falla hormonal en el rostro de un infante. Necesitaba todo eso para plantarse frente a su casa y decirle que la quería. No iba a pedirle nada más. Solo que lo escuchara recitar de memoria todo lo que le fascinaba de ella, lo mucho que anhelaba verla cada mañana y como contaba los días para estar a su lado los fines de semana. Tal vez agregaría lo espectacular que luce vestida para trabajar y lo sensual que es el sudor de su frente y sus mejillas teñidas de rosa después de correr. Después de escupir esa declaración de amor, saldría corriendo y desaparecería para siempre.

—Se lo diré pronto —agregó.

Terminó su cerveza y continuó observando la TV, sentado en medio de sus padres, quienes no dejaron jamás de sonreír.

***

La mañana del domingo, Emilia envió un mensaje excusándose, puesto que el resfrío de Simone estaba un poco más avanzado, prefería quedarse junto a ella y suspender su cita habitual. Alex no tardó en contestar que no había problema alguno y agregó un tímido Las visitaría, pero no deseo conocer a Max aún al final del texto. Su respuesta fue un Mañana nos vemos con demasiados emoticones para una mujer arquitecta y madre de treinta años.

Lo extraño, fue que el día lunes ella tampoco apareció. Y a pesar de que su mayor deseo era verla, Max temió que Simone se hubiese complicado. Primero, porque era una niña encantadora; y segundo, porque sabía que Emilia no tenía a nadie más aquí, y que a menos que Max se hubiese quedado, estaría sola junto a su hija. Y no, no pensó en ir a coquetearle o hacerse el buen tipo. Solo pensó en verla y preguntarle si necesitaba algo que alivianara su trabajo, y no sabía si eso era bien visto o no, pero poco le importó. Pasado el mediodía, se presentó en su hogar con una bolsa llena de caramelos y fruta para Simone, y el café y los chocolates de Emilia.

Tocó el timbre bajo una leve llovizna, y no supo lo nervioso que estaba, hasta que la puerta se abrió frente a él y el rostro cansado de esa madre que no había sido capaz de dormir lo saludó, sorprendida. Él quiso sonreír de vuelta, pero sus timidez estaba a segundos de traicionarlo.

—No debiste hacerlo —dijo Emilia, invitándolo a pasar. Tomó las cosas que Alex le traía y su rostro se iluminó con una sonrisa—. Eres un encanto, Alex. Pero realmente deberías dejar de traerle dulces a Simone —agregó, riendo.

La pequeña estaba recostada en la cama que compartía con su madre, tapada con una manta y con el mismo rostro ojeroso de Emilia, el cual iluminó de igual manera al recibir el jugo de naranja que él llevaba de regalo. Se veía débil, aún tenía algo de fiebre y una congestión que no tenía intención de pasar.

—¿Cómo está? —preguntó Alex, al salir junto a Emilia de la habitación.

—Terrible. Pasamos la noche entre vómitos, llantos y paños fríos. No hemos dormido nada, y faltar al trabajo ha sido un lío. Esta fue la primera noche que me pregunto qué demonios hago aquí. No puedo hacerlo sola, Alex. No puedo cuidarla, trabajar y pretender tener una vida en este lugar.

El joven la observó sin saber muy bien qué decir para hacerla sentir mejor. Sabía que tenía razón, y que era difícil. Pero sobre todo, sabía que no tenía moral alguna para decirle que continuara esforzándose.

—¿Cómo lo hacías antes?

—Antes solo vivía para ella. No había grandes resfríos porque no iba a la guardería, y si enfermaba, estaba a tiempo completo con ella. Si era muy grave, estaba la familia de Max para apoyarnos. Aquí no tengo a nadie, y en ningún trabajo me aceptarán faltar. Anita, mi colega, tuvo que interceder por mí, pero debo estar en el trabajo mañana, sin falta. Y no puedo, Alex. No puedo ir. No puedo enviarla a la escuela con ese resfrío. Tendré que renunciar, y volver a la capital, vivir de lo que Max aporta para Simone, y listo. Así será hasta que ella este mayor.

Alex palideció al oírla. Hace solo dos días, Emilia reía a su lado feliz de lo que había alcanzado, y hoy la tenía frente a frente, con sus ojos nublados por la frustración y la pena. No quería verla así, pero además, no quería oírla decir que no tenía a nadie. Él no era nadie, y debía ser capaz de hacérselo saber.

Guardó silencio, ambos esquivaron sus miradas, y Alex tuvo una genial idea.

—Mi madre cuidó niños por muhco tiempo. Dejó de hacerlo hace unos años porque a mi padre le dieron más horas de trabajo en la escuela. ¡Ella puede ayudarte!

Emilia lo observó con ternura. Sí, Alex sabía lo que estaba pensando. Ninguna madre deja a sus hijos con un desconocido.

—La llamaré. Y no tengas miedo, ¡tiene muy buenas recomendaciones! Creo que incluso podrías preguntar en la guardería de Simone, porque se encargó en más de una ocasión de los niños de las educadoras.

Ella volvió a sonreír, iba a decirle que desistiera, que no era capaz de hacerlo, pero recordó la risa honesta de Susan y la forma cariñosa en que toda esa familia se trataba, y aceptó. Con muchas dudas, pero lo hizo.

Alex telefoneó con rapidez, y en menos de una hora, su madre le avisó que ya estaba en el lugar.

Emilia la abrazó al verla y se deshizo en disculpas por molestarla, repitiendo en forma inconsciente que no era capaz de llevar esa nueva vida sola, y que temía estar cometiendo un grave error. Susan le dio un beso a cada lado del rostro, y con sus ojos fijos en los de ella, sonrió.

—El truco es rodearte de personas dispuestas a permitirte hacerlo. Permíteme conocer a Simone y ayudarte. Eres amiga de Alex y lo haré con mucho gusto.

Alex y Emilia contemplaron con alegría la forma en que Susan se acercó a la pequeña, conquistándola poco a poco gracias a su experticia en dibujos animados y cuentos infantiles. Ella sonrió. Estaba emocionada, y la ilusión volvía una vez más a sus ojos.

—Eres magnífico —susurró.

Sus palabras fueron suaves, pero audibles por completo. Alex la observó, y deseó contarle que aquella era la primera vez que oía esas palabras salir con honestidad de la boca de una persona distinta a la de sus padres. Que incluso terminó por odiarlas cuando intentó participar del grupo de adolescentes transexuales en la capital, en el que se las repitieron a cada instante hasta perder total validez para él. Hasta ese minuto, en que dos miserables palabras lo hicieron sentirse más hombre que nunca.

Sí, es cierto que lo era, que siempre lo había sido y que no necesitaba estar reafirmándoselo una y otra vez. Pero ella lo estaba reconociendo, lo estaba elogiando, le estaba diciendo que era genial, incluso con ese cuerpo flacucho y sus facciones delicadas. Con todo, ella creía que era magnífico.

—Ambos lo somos —contestó.

Y rieron juntos.

Esa tarde, Alex decidió dejar de ocultarse. Todavía no era capaz de pararse frente a ella y decirle lo que había entre sus piernas, pero mientras no fuera necesario, estaba bien. Él ya no mentiría más, y si Emilia preguntaba, él respondería.

Aunque con sus respuestas se arriesgara a perderla.

O para ser sincero, a jamás tenerla.

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