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Emilia | Una familia que perdió una niña

Esa fue la primera vez en su vida que salía tan nerviosa de casa. Fueron siete veces las que entró a la habitación que compartía con su hija para constatar que la pequeña se quedaba feliz y sin miedo. Y siete veces las que ella respondió sonriendo que estaba bien, porque Susan la cuidaría y juntas prepararían galletas y jugarían ajedrez —un peculiar ajedrez, en donde las piezas se movían como Simone decía y en el que solo era posible que ganara ella—.

Emilia la besó por última vez, y le repitió la forma en que debía marcar a su teléfono en caso de emergencia. Susan la acompañó a la puerta y le estampó dos cariñosos besos, uno a cada lado del rostro, y la alentó a salir, asegurándole que todo estaría bien.

—Confía en mí —le murmuró.

Y sí, tenía que confiar. Tomó un gran respiro y volvió a repasar el aspecto de la madre de Alex, que lucía adorable con su cabello tan bien anudado y sus lentes redondos por donde brillaban sus verdes ojos. Tenía el aspecto de una abuela de cuentos infantiles, de mejillas rosadas y redondas, aunque mucho más joven.

—Me llamas, Susan, te lo ruego. Para lo que sea —suplicó.

Su teléfono comenzó a timbrar y se despidió. Casi a saltos bajó los escalones que la separaban de la puerta y avanzó a toda prisa por la vereda empapada con la lluvia de la madrugada. Observó el cielo despejado y se alegró. Qué suerte la suya, llegar seca a la oficina y en una mañana tan clara. No es que no le gustara la lluvia, es más, le fascinaba ver llover; pero desde su ventana, y es que por desgracia, Emilia aún no dominaba la técnica del paraguas con esos fuertes vientos del sur. Tal vez debía plantearse con seriedad la idea de comprar un auto pequeño. Después de ese gran resfrío, ya no se atrevía a sacar a Simone con tanta liviandad. Volteó la esquina y miró la hora para comprobar feliz que el autobús se acercaba a tiempo a la parada. Dio el primer paso para abordarlo y su teléfono volvió a timbrar. Qué idiota, lo había olvidado. Su móvil ya había sonado antes. Subió con rapidez y antes de sentarse, contestó.

—Espero que lleves tu paraguas, porque en cualquier momento comenzará a llover.

Emilia miró el cielo celeste y brillante, y sonrió. Alex estaba equivocado, era imposible que lloviera.

—Creo que hoy no pasaré por el café —dijo, aún con la expresión de felicidad en el rostro.

—No hay problema. Te lo llevaré más tarde. No sé si mi mamá te lo dijo pero pasaré por ella —su voz titubeó y Emilia se enterneció con el nerviosismo que evidenciaba—. No le gusta andar sola cuando se hace tarde.

—Alex, llego a casa antes de las cinco, no seas mentiroso —bromeó. Alex comenzó a reír del otro lado y se le unió. Le encantaba comenzar el día así, feliz. Eso no podía ser más que un buen augurio—. Si quieres verme, solo tienes que decirlo. A Simone y a mí nos gusta mucho que nos visites.

La risa del otro lado se detuvo, y el cielo se oscureció en un instante, llevándose con él la luminosidad de los colores que tenían las casas cercanas al centro histórico y sus antiguas fachadas.

—Y a mí me gusta mucho visitarlas.

Emilia volvió a sentir el acelerado bombeo de su corazón, y en el reflejo de su rostro en la ventana, notó como sus mejillas se teñían de rojo. Sonrió. Quiso controlar su cabeza alborotada, repetirse una vez más que Alex no era nada más que un gran amigo. Aunque tenía que ser honesta: Si Alex hubiese sido heterosexual, sería una pareja perfecta para cualquier mujer. Para ella tal vez.

Dos gotitas cayeron sobre el vidrio y miró hacia el cielo. Comenzaba a llover, y ella ya debía bajar del autobús.

—Tenías razón, Alex. Está lloviendo y no traje paraguas.

***

Dos reuniones con el equipo de arquitectos a cargo de diseñar el segundo tramo de la costanera que recorría el borde del río, y una revisión de maquetas para el nuevo centro comercial, eran suficiente actividad como para mantenerla ocupada. Tan ocupada, que de las llamadas que pretendía hacer cada una hora a Simone, solo logró realizar dos. Se habría sentido más culpable, si su pequeña no se escuchara tan animada. Estaba feliz con Susan, y eso la hacía feliz a ella.

A las cuatro y media de la tarde, firmó el libro de salida en la oficina y bajó a la primera planta. No había nadie en el salón, tan pulcro y elegante que aburría. A través del gran ventanal, del que tan orgulloso se sentía su jefe como si se tratara del acierto del siglo, contempló la fuerte lluvia. Genial. Y ella sin paraguas. Por eso para todos seguía siendo la nortina, incapaz de adecuarse al clima que la recibía.

Abrió la puerta y se dispuso a dar un paso fuera del edificio, pero ninguna gota cayó sobre su rostro.

—Dijiste que no traías paraguas.

A su lado, con la misma chaqueta de invierno y un gorro de lana un tanto exagerado, Alex sonreía.

Ay Alex, ¿por qué tenías que ser gay?

—Medité un largo rato sobre qué tan sicópata me vería viniendo a buscarte, pero en realidad, nada es peor que meter a mi mamá en tu casa.

Emilia estalló en una carcajada y se aferró a su brazo. Alex parecía contento, aunque su voz no salía con la confianza de siempre. Aun así, y para felicidad de ambos, repitió el gesto cada día de la semana, haciendo que Emilia solo siguiera lamentándose el hecho de que seguro, él encontraría más atractivo a Max que a ella.

Pero las alegrías y las sorpresas no parecían tener final a su lado. La tarde del viernes, cuando caminaba junto a él hacia el autobús que la llevaría de regreso a casa, Alex la sorprendió con una dulce invitación.

—Hoy estoy de cumpleaños —dijo, casi en murmullo.

—¡¿Qué?! ¡¿Pero Alex, cómo no me avisas antes?! ¡¿Por qué Susan no me lo dijo?!

Él chico se carcajeó ante la reacción exagerada de Emilia y reposó su espalda en una de las paredes de metal oxidado de la parada. La lluvia bajó de intensidad, y comenzó a transformarse en una leve llovizna que les permitía hablar sin tener que levantar la voz más de lo normal. El aire grisáceo del invierno hacía que el cabello rojo de Emilia contrastara con el paisaje, revoloteando y enredándose sobre su abrigo negro que definitivamente no estaba hecho para la lluvia. Ella suspiró, queriendo parecer molesta, y Alex le quitó un mechón húmedo de la frente, cómo si aquel gesto fuera algo común entre ellos.

—Tienes que venir junto a Simone. Un par de amigas estarán ahí y traen a su sobrino, que debe tener la misma edad que ella. Será temprano, un poco antes de la cena y puedo acompañarlas a su casa cuando deseen.

Emilia volvió a observarlo fingiendo enfado, hasta que sonrió para aceptar. Alex la dejó en su casa como cada tarde y Susan se despidió con un abrazo, recordándole su cita para la cena y sumando un guiño de ojo a sus característicos besos en la mejilla.

***

Simone y Emilia salieron casi dos horas después de casa, en dirección al centro comercial en busca de un presente, para luego seguir hasta el hogar de Alex. Susan abrió la puerta radiante y las estrechó con un cariñoso abrazo a cada una y las invitó a entrar. Era una casa pequeña, en dónde todo parecía estar dispuesto de manera estratégica para hacerla parecer más grande. Avanzaron por un pequeño pasillo que llevaba a la sala, en dónde era evidente que el living había sido reubicado, acercándolo a las paredes para permitirle a un pequeño niño, unos centímetros más alto que Simone, armar una enorme pista de autos con Moisés. Ambos estaban ubicados en el suelo, pero al verlas aparecer en la sala se apresuraron a saludar. Moisés repitió el saludo cariñoso de su esposa, pero de forma menos efusiva, y el pequeño, de nombre Elías, besó de puntillas la mejilla de Emilia. A Simone no quiso saludarla, pero la invitó de inmediato a unirse al juego, por lo que la pequeña no se interesó siquiera en saludar a las demás personas, incluido el festejado.

—Nos encanta que estés aquí —agregó Moisés, mientras volvía al juego junto a ambos niños—, siéntete como en casa.

Alex estaba sentado junto a la mesa, y también se puso de pie en cosa de segundos al verla entrar. La abrazó con suavidad y recibió su regalo como un niño, entusiasmado. Puso una mano sobre su espalda y la acercó a la mesa, en dónde le presentó a dos chicas, Diana y Florencia, que sonreían con extraña complicidad.

Alex la invitó a acomodarse y se acercó a saludar a Simone, que lo obligó a permanecer junto a ella unos minutos. Emilia sonrió al ver la cercanía con que ambos se trataban y el cariño que su hija había establecido con su amigo y su madre. Se sentía afortunada de haberlos conocido, no solo por la ayuda que le daban respecto del cuidado de su hija, sino por la agradable sensación de compañía que significaban en la vida que construía desde cero en aquella ciudad.

De pronto, notó que se encontraba demasiado ensimismada en el juego que se desarrollaba en la alfombra de la sala y se obligó a prestar atención a las chicas que sonreían en la mesa. Emilia imitó el gesto de ambas y se ubicó frente a ellas, curioseando la decoración sin mucho disimulo. Le gustaba el color de las murallas, de un blanco que contrastaba con las paredes azules de la sala. A su espalda, un enorme mueble albergaba adornos y recuerdos, entre las que logró observar las fotografías familiares que de seguro habían sido dispuestas ahí para resguardarlas del paso destructivo de los pequeños invitados al cumpleaños. Se detuvo en las imágenes, deseosa por conocer algo más sobre Alex, y las observó con atención, una por una: Susan y Moisés en el día de su matrimonio, Alex en su graduación y en otra imagen con su traje de karate; a un costado, ambos padres con un hermoso bebé en brazos, y en la esquina contraria, ambos con una niña muy risueña vestida de abeja. A su lado, la misma niña años más tarde, ya no tan risueña, con su uniforme de escuela. Emilia recorrió los ojos de la niña y los de Alex, una y otra vez, hasta volver a la escena que sucedía en el suelo, a pasos de ella.

Una niña, tan parecida a Alex, y el cariño con que todos ellos trataban a Simone.

Un nudo se formó en su garganta y levantó la vista. Susan, Diana y Florencia la observaban en silencio, esperando alguna reacción de su parte, pero ella no podía decirles nada. Creía entender lo que ocurría, y su corazón de madre sufría al imaginarlo.

Esa familia había tenido alguna vez una niña entre ellos, y esa niña ya no estaba más. No existía. Emilia quiso ignorar sus miradas y concentrarse en cualquier otra cosa, pero el dolor que le provocaba esa empatía que solo una madre puede tener con otra, no la dejaba respirar con normalidad. Ella ni siquiera podía imaginar su vida sin Simone, y un solo resfriado la hacía sufrir como si se tratara de la más cruel enfermedad, ¿qué podía decir si Susan había perdido una niña?

Contuvo la respiración, y escuchó la risa alegre de su pequeña. Alex y Moisés también la observaban, aunque intentaban ser más disimulados que las mujeres presentes en la habitación. Simone se colgó del cuello de Alex y comenzó a hacerle cosquillas para intentar arrojarlo al suelo y atacarlo junto a Elías. Emilia les sonrío, y se incorporó para abrazar a Susan con los ojos humedecidos por la emoción.

—No sabes lo mucho que agradezco el haberlos conocido —afirmó—. Déjame ayudarte con la cena.

Ambas desaparecieron en dirección a la cocina, con los ojos de los presentes siguiéndolas en todo momento. Una vez ahí, Emilia creyó necesario hablar.

—No sabía que habías tenido una nena.

Susan se detuvo, como si una ráfaga de aire frío la hubiese congelado. Despacio, se volteó y la observó nerviosa. Sonrió, y bajó la vista de inmediato.

—Ya no la tengo —susurró—. Ahora tengo a Alex.

Emilia comprendió que la conversación había acabado. Cogió algunas de las galletas y se aprestó a salir de ahí, pero antes, volvió a abrasarse a ella con afecto.

—En serio, Susan. No sabes lo mucho que agradezco haberlos conocido.

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