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Emilia | Una felicidad inquebrantable

En el minuto en que Alex cogió con ternura la mano de Simone para ir en busca del popcorn, Emilia entendió lo que tanto alardeaban sus compañeras de universidad, junto a una profunda sensación de tranquilidad que crecía en su interior. Y cómo no, si lo que ellas decían era cierto: tener un amigo gay era magnífico.

Para su grata sorpresa, en él, un desconocido, había encontrado al único hombre que parecía comprenderla, de entre todos los que habían pasado por su vida. ¡Si hasta estaba dispuesto a lidiar con su hija si era necesario con tal de pasar una agradable tarde juntos! Aunque lo mejor de todo no era eso, sino el hecho de que todo nacía en él de forma desinteresada. Alex no era agradable porque deseara conquistarla, ni fingía su alegría a cambio de un revolcón en su cama, y según lo que podía observar, su pequeña hija de verdad le agradaba. De seguro al verla pensaba en lo difícil que podía ser para parejas del mismo sexo ser padres, con todos los prejuicios que ello implicaba. Si supieran, pensó Emilia, mientras recordaba la relación con su propia, correcta y tradicional familia, que solo la había orillado a tomar las peores decisiones de su vida.

Dante, su padre, siempre fue un hombre ocupado, exitoso, machista, que no le había exigido estudiar al igual que a su hermano, y que celebró cuando decidió abandonar su profesión por cuidar de su familia, algo tan común y dañino para todas las mujeres que conocía hasta ese día. Y Max, por desgracia, parecía dispuesto a repetir la historia con su hija. Incluso podría asegurar que Alex sería un mejor padre que él, quién antes del divorcio, con suerte podía hacer una escala en sus responsabilidades para leer un cuento a su hija. Ella, al menos intentaba no cometer los mismos errores.

Aún rememoraba su infancia cuando notó la admiración con que Simone observaba a su nuevo amigo y la dulzura que emanaba de Alex al hablarle.

Sí, tenerlo de amigo era magnífico.

Tuvieron  una tarde tan agradable, que a medida que las horas corrían, más ganas sentía de extenderlas. De pronto se encontró deseando pasar más tiempo a su lado, hablando y riendo, descubriendo sus gustos y la forma en que pasaba su tiempo libre. Por desgracia, Emilia había olvidado por un momento lo fácil que era para ella hablar de más, y solo advirtió que había cruzado la línea de lo que podía saber al observar la evidente incomodidad de su amigo, al preguntarle sobre su situación sentimental.

Lo cierto es que Emilia no deseaba ser impertinente. Tan solo no entendía que un joven amable, interesante y atractivo como él, no tuviera pareja. Aunque claro, tenía todo el derecho de querer estar soltero, al igual que ella. Aun así, tras formular la pregunta, el rostro de Alex palideció de inmediato. Su sonrisa se esfumó y su vista cayó al suelo, deseoso de escapar de aquella conversación. Emilia sintió que lo había arruinado todo. Y aunque deseó explicarle que lo entendía, que no debía avergonzarse por amar a quien él deseara, y que ella jamás lo juzgaría; solo pudo disculparse. Por desgracia, aún no había tanta confianza entre ellos y no fue capaz de hacer otra cosa. O eso pensaba, mientras recibía un cálido abrazo de su parte que la elevó por un momento de la tierra, seguido de un beso un tanto húmedo y suave en su mejilla.

Emilia regresó al café diario antes del trabajo y a la sonrisa amable de Alex de cada mañana. Sus conversaciones aceleradas se mantuvieron, pero la incomodidad del muchacho era cada vez más evidente. Y no estaba dispuesta a perder al único amigo que había hecho en ese pequeño pueblo. Así, decidida a hacer frente a los prejuicios que su propio amigo estaba teniendo con ella, se presentó la mañana del miércoles con una invitación para cenar en su casa y poder hablar con confianza de todo lo que ocurría.

Abrió la puerta, vibró la campanilla, y Amy la saludó con una sonrisa amable pero ajena. Emilia correspondió el gesto y trató de disimular su sorpresa, sin tener más opción que hacer su pedido de siempre, esperando a que Alex apareciera cuando menos lo esperaba.

Pero no apareció, ni ese día, ni el siguiente.

Y tenía que asumir que nunca imaginó lo mucho que podía extrañar sus chocolates, tal vez deseando esconder en ello el hecho de que también lo extrañaba a él. Pero esa sensación seguía pareciéndole difícil de concebir. Aunque tal vez era solo una amiga preocupada. Sí, solo podía ser eso.

Convencida de aquello, el día viernes decidió preguntar, a riesgo de que no estuviera permitido entregar información sobre un trabajador, qué ocurría con su amigo.

­­—Soy amiga de Alex —dijo acercándose a Amy, con un tomo amable que pudiera convencer a la empleada de brindarle la información que buscaba—, y como no ha venido a trabajar, pensé que podía estar enfermo. ¿Puedo saber si está bien?

La trabajadora extendió una sonrisa de forma exagerada al oírla, e intentó sonar seria al responder.

—Sé que viajó a la capital, pero desconozco los motivos. ¿Te doy su número de teléfono?

Emilia aceptó sin dudarlo, y de forma ágil tecleo su número en el móvil, solo para recordar la cantidad de años que habían pasado sin que se sintiera así de nerviosa por algo o, más bien por alguien.

Pasó todo el día con la indecisión en su cabeza, y no fue hasta que Simone se durmió, que se atrevió a teclear un conciso mensaje:

¿Todo bien? Tu compañera de trabajo me dio tu número. Soy Emilia.

Para su gozo, la respuesta no tardó en llegar.

Todo bien. ¿Mañana escapas de tu ex? ¿Nos vemos a las 4:00 en el mercado fluvial? ¡La lluvia no es excusa!

Alex estaba bien. No había que preocuparse por nada.

Fantástico. Genial, se repitió, mientras avanzaba hasta desplomarse en el sofá, lista para acabar con una de sus lecturas. Intentó concentrarse, pero su mente repetía en forma continua que debía estar tranquila, que los nervios que había sentido al teclear el mensaje no significaban nada, que Alex era homosexual, y por lo tanto, no podía siquiera rozar la idea de confundir sus sentimientos. Eso sería una falta de respeto horrible, y no incurriría en ello. Pero además era un chico, y ella una mujer madura, con una hija. ¿Qué demonios hacía con esa absurda duda?

Esa noche, finalmente, no fue capaz de leer.

*******

El invierno había llegado en todo su esplendor. La oscura mañana de mediados de Junio trajo a Max alegre y más dispuesto que nunca a aparentar ser un buen padre. Traía regalos para las dos, suficiente como para generar duda en Emilia, quien agradeció los chocolates que abandonó en el cajón de su escritorio. Desde ahí escuchó la alegría de Simone con sus juguetes nuevos y su posterior tristeza al sentir la furia de la lluvia caer.

—Mamá, ¿cierto que no estoy enferma y que puedo salir? —preguntó.

La niña apareció en su despacho con su nariz congestionada y los ojos vidriosos por el resfrío que llevaba días aquejándola. Max venía tras ella, sin saber qué hacer para explicar a su pequeña que ese fin de semana tendrían que quedarse en casa. Simone se enredó en los brazos de su madre llorando en forma desconsolada. Ese era su día padre—hija y no podría disfrutarlo.

—¿No sales hoy con tu amiguito? —inquirió Max, y al ver el rostro molesto de Emilia al oírlo, agregó—: Lo decía en serio. Podrías salir y pasar el rato, así tendríamos un día solo para nosotros. ¿Qué te parece?

Emilia abrió la cortina y observó las grisáceas tonalidades que el día le regalaba. ¿Cómo se suponía que entrenaría con un día así?

—Bien. De todas formas tengo mucho que hacer fuera de casa —contestó sin voltearse a observar a Max—. ¿Me dejas el auto?

Él aceptó, de todas formas, el auto lo había adquirido cuando aún eran un infeliz matrimonio. Emilia comenzó a arreglarse y pasado el mediodía, ya estaba lista para salir. Tal vez podía invitar a Alex a algún sitio, conocer los alrededores del pueblo, o lo que fuera que se pudiera hacer cuando llovía de esa forma. Y si no podía, pues no perdía nada. Hasta podía ir a encerrarse al cine con tal de no pasar la tarde junto a Max. Tomó su celular, y volvió a teclear un mensaje para él.

Tal vez me escape antes. Max hoy se quedará en casa. ¿Paseamos?

Pero esa vez, Alex la llamó para darle su respuesta, y Emilia tembló ligeramente al ver su número en el móvil. Se despidió con rapidez de su pequeña y de su exmarido, y contestó una vez que cerró la puerta a sus espaldas. No quería reconocerlo, pero le avergonzaba que la vieran nerviosa por hablar con un chiquillo.

Alex se oía bien, alegre y entusiasmado con adelantar su cita algunas horas, salvo por un pequeño detalle: se encontraba ayudando con las compras a su madre, lo que implicaba acompañarla en taxi hasta su hogar y recién ahí, ser libre para salir.

—Puedo ir a buscarlos y llevarlos a casa —ofreció Emilia.

Y tras decirlo, supuso que cometía un nuevo error, pues Alex guardó un silencio demasiado extenso antes de aceptar la oferta. De pronto, Emilia se encontró estacionando en el subterráneo del supermercado mayorista ubicado a dos cuadras de la plaza central. Allí esperaba Alex, vestido como un verdadero sureño, con su chaqueta impermeable y sus bototos para lluvia. Junto a él, su madre, que parecía dueña de la misma sonrisa de su hijo, y mucho más joven de lo que esperaba.

Emilia bajó del auto y abrazó con cariño a su amigo para luego recibir un suave beso en su mejilla. Ya le encantaba esa forma tan dulce que él tenía de saludar.

—Ella es mi madre, Susan —dijo Alex, señalándola—, y ella es Emilia —agregó, esta vez, cogiendo a Emilia levemente por su espalda.

Susan era agradable, demasiado para las madres que ella había conocido. Elena, su propia progenitora, era una mujer carente de toda vida, dedicada en exclusiva a su esposo y sus hijos, que solo se había atrevido a dar su opinión cuando Emilia insistió con querer entrar a la Facultad de Arquitectura. Por fortuna la apoyó, aunque hacerlo le costara una enorme pelea familiar que la llevó a lo más profundo de una depresión que arrastraba por años.

Una vez que Alex organizó las compras en el maletero del auto, Susan tomó asiento junto a ella y entablaron un divertido dialogo sobre su necesidad de escape. Se sentía bien hablar con ella y oír su risa despreocupada al burlarse de su hijo. Le habría encantado escuchar esa alegría en su madre, pero la muerte se la había llevado triste y solitaria, como siempre fue.

Emilia condujo hasta las afueras de la ciudad, a un humilde barrio de casas homogéneas que traban de diferenciarse unas con otras con el color de su barniz o el diseño de sus rejas. Era una casa modesta y pequeña, sin estacionamiento y con un pasillo protegido de la lluvia que unía la calle con la entrada principal. En él esperaba Moisés, un robusto hombre que antes de cualquier cosa, estampó un enorme besó en Susan. Se presentaron rápido, mientras intentaban huir de la lluvia y bajar los paquetes sin que se estropearan.

—¿Te quedas a almorzar? —invitó la dueña de casa.

Alex y Emilia se observaron, pero ella se negó. Habría sido algo incómodo quedarse cuando apenas se estaban conociendo. Se despidieron con gran amabilidad, y ambos, ya libres, subieron al auto.

—¿Dónde? —preguntó ella.

Alex soltó una risilla nerviosa y la observó. Se veía tan bello riendo feliz, que Emilia fue incapaz de sostenerle la mirada.

—Llueve mucho, pero tal vez podamos visitar Niebla y almorzar en algún restaurant frente a la playa.

Ya no había nada que hacer. Emilia se sentía feliz junto a Alex. Y fue aún más feliz al ver el mar del mismo tono que el cielo, enfurecido por el viento y la lluvia. Podría haber estado ahí por días enteros, solo con el placentero sonido de las olas reventando en la arena y las rocas cercanas.

—Soy feliz aquí —sentenció.

Alex volteó hacia ella, y contempló su sonrisa sin pudor. Emilia no quiso observarlo. No podía. Quería seguir sintiendo que era feliz porque se sentía libre, porque no dependía de nadie, porque podía hacer lo que se le diera la puta gana. Sabía que si volteaba a verlo, si correspondía su sonrisa, tal vez agregaría que era feliz por estar con él. Y no deseaba depender de una persona, menos de un hombre, para sentirse así de plena. No aún.

*******

Simone dormía cuando Emilia volvió a casa, pero Max no estaba listo para irse a su hotel. No quiso preguntar que ocurría, pues era obvio que tenía algo que decir. Se sentó en el sofá, y esperó. Max aclaró su garganta, y desvió la vista para hablar. Tenía vergüenza, y se notaba.

—Tengo una pareja nueva.

Su voz no pudo salir más fuerte que un susurro. Emilia entendió el motivo de los regalos, y solo por curiosidad, preguntó:

—¿Desde cuándo?

—Lo siento —contestó él.

Pero Emilia no estaba sorprendida.

Llevaban casi tres meses divorciados, y Max, ocho meses de novio con otra mujer.

Se sintió estúpida. Muy estúpida. Pero el sonido del mar aún ocupaba gran parte de sus pensamientos; y en el fondo, seguía sintiéndose feliz.

Cerró la puerta y pensó en Alex.

Sí, tener un amigo gay era magnífico.

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