── chapter fourty-one 𑁤.ᐟ
chapter fourty-one .ᐟ
Día de partido... desastroso.
ELLIE KAVANAGH
El aire olía a hierba húmeda, adrenalina y nervios.
Las gradas estaban llenas de caras reconocidas. Los amigos de Tadgh que no estaban en el campo, Niamh a pocos metros de mi...
Pero yo no escuchaba a nadie.
Tenía los ojos clavados en Tadgh Lynch desde el primer minuto de partido.
El número 4, el capitán del equipo.
Llevaba las medias caídas, el flequillo revuelto y la camiseta empapada.
No parecía nervioso. Ni cansado. Solo... parecía él.
Concentrado, furioso. Vivo.
Cuando agarró el sliotar en el centro del campo, supe que iba a hacer algo.
Lo vi correr. Vi cómo esquivaba a uno, a otro. Cómo apretaba la mandíbula como si toda su rabia pasara por las piernas.
Y cuando marcó, no gritó, no levantó los brazos.
No hizo nada de lo que suelen hacer los demás.
Simplemente se giró y me señaló.
A mí.
Desde el campo, con la respiración agitada, el sol dándole en la cara y el mundo rugiendo detrás.
Me señaló. Y eso fue suficiente.
Sentí cómo se me cerraba el estómago. Cómo me temblaban los dedos.
Porque sabía lo que quería decir.
Porque, joder, era tan Tadgh que no hacía falta más.
Me quedé sentada, con las piernas cruzadas y el corazón en la garganta.
Sonreí. Un poco. Solo para mí.
Pero duró poco.
Minutos después, le hicieron una falta.
Una de esas asquerosas.
Lo empujaron por detrás con el cuerpo en carrera, directo al suelo.
Tadgh se levantó con la mirada encendida, con la furia a punto de estallar.
Y cuando el otro jugador le dijo algo —no supe qué—, no se lo pensó.
Saltó sobre él como si lo estuviera esperando.
Lo tumbó.
Puñetazo directo a la cara. Después otro.
Un árbitro intentó separarlos. Dos compañeros más.
Pero Tadgh no estaba escuchando a nadie.
Me levanté de golpe. Los gritos aumentaron, la tensión también.
Vi al entrenador gritarle desde el lateral.
Vi cómo se llevaban al otro chico sangrando de la boca.
Y vi cómo Tadgh se alejaba del campo, expulsado.
Con el labio partido, las manos ensangrentadas y los ojos ardiendo.
No volvió a mirar hacia las gradas. Y aun así, yo supe que me dolía más a mí que a él.
Esperé a que todo acabara, a que la gente se calmara, a que nadie más me viera bajar las escaleras del estadio y meterme en los pasillos que llevaban a los vestuarios.
La puerta estaba entreabierta, y allí estaba él.
Tadgh estaba sentado en el banco de listones de madera, sin más ropa que los pantalones cortos deportivos de entreno.
Tenía el cuerpo tenso y las heridas de lucha todavía marcadas en cada centímetro de su piel.
La espalda llena de roces, los nudillos abiertos, el labio partido.
Se estaba vendando la muñeca con cinta deportiva. Sin apuro, sin ayuda.
—Podrías haberle matado —dije desde la puerta, sin entrar del todo.
No se sorprendió. Ni se giró.
—Podría haberlo merecido.
Me crucé de brazos. Me apoyé en la pared.
—El gol fue precioso.
Entonces sí giró la cabeza.
—Era para ti —dijo. Y por cómo lo dijo, supe que era verdad.
Me acerqué, sin prisa.
Me senté a su lado en el banco.
—¿Y la pelea también me la dedicabas?
Me miró de reojo. Tenía la mirada cansada. El orgullo magullado.
—No. Eso fue para mí.
No dije nada, solo saqué un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se lo pasé por los nudillos, despacio, como si limpiar su sangre pudiera calmar algo más.
—Mi madre va a flipar cuando vea la camiseta —murmuré.
—No la verá. La quemaré antes.
Sonreí. Él también.
—Me miraste como si el mundo se detuviera —susurré.
Tadgh bajó la cabeza. Cerró los ojos.
—Porque lo hizo.
Y entonces, aunque no se lo dije, sentí que todo en mí también se detenía.
Me quedé mirándole las manos un rato más.
Las suyas siempre habían sido grandes, ásperas, algo torpes para todo lo que no fuera sostener un hurley.
Pero en ese momento estaban quietas.
Solo eso.
Y yo ya no sabía qué hacer con tanto temblor por dentro.
—¿Puedo...? —pregunté, señalando su cara.
Asintió.
Y entonces le limpié el labio con el mismo cuidado con el que a veces me peinaba el flequillo frente al espejo.
Como si cualquier brusquedad pudiera romper algo más que piel.
No dijo nada, no se movió. Solo respiraba despacio. Observándome. De cerca.
Y yo lo notaba.
Cómo me miraba la boca, cómo no decía nada, cómo me quería sin decirlo, como solo él sabe hacerlo.
—¿Tú sabes lo guapo que estás cuando te callas? —le solté, porque el silencio empezaba a pesarme.
Sonrió, casi sin querer.
Una de esas sonrisas raras que se le escapan cuando baja la guardia, cuando no está huyendo de sí mismo.
—¿Y tú sabes lo jodidamente difícil que es no besarte cuando hablas así?
Mi corazón dio un golpe seco. No dije nada.
Porque tampoco sabía si quería besarlo... o quedarme así.
Mirándolo, teniéndolo. Sin más.
Tadgh bajó la mirada.
Apoyó los codos en las rodillas.
Se frotó la nuca, como si llevara días sin descansar. O años.
—No debería haberle pegado —dijo al fin—. Ya sé que no arregla nada. Pero en el momento...
—Te sentiste vivo —acabé por él.
Asintió.
—A veces me olvido de que lo estoy.
Y ahí se me rompió algo.
No por lo que dijo.
Sino por cómo lo dijo.
Como si fuera un pensamiento viejo. Algo que venía cargando desde hacía tanto que ya no dolía... solo pesaba.
Me incliné un poco hacia él. Apoyé la cabeza en su hombro, igual que hizo él conmigo aquella noche en la cocina.
—No tienes que demostrarle a nadie que estás vivo —susurré—. Me basta con que no desaparezcas.
No me respondió, pero me tocó la mano y con eso fue suficiente.
Nos quedamos así, en el banco del vestuario, escuchando como animaban al equipo rival.
Con los cuerpos llenos de heridas y cosas que no sabemos decir, con ganas de quedarnos.
Y por un momento —solo uno—, pensé que quizás eso era suficiente.
—No desaparezcas —le repetí, más bajito esta vez, como si tuviera miedo de que el aire me robara las palabras.
Él no respondió, solo giró la cabeza y me miró tan de cerca que me temblaron hasta las pestañas.
Su frente rozó la mía, como si estuviera comprobando si yo también sentía lo mismo.
Y sí.
Sentía cada jodido milímetro.
—Ellie... —murmuró.
Su voz era casi un suspiro, y la forma en que dijo mi nombre no tenía nada que ver con todas las veces que lo había dicho antes.
Lo dijo como si le doliera, como si fuese suyo.
—Dime que esto no va a acabar mal —susurré.
Él cerró los ojos.
Se quedó ahí, con la frente pegada a la mía.
—No puedo.
—No quiero promesas —le interrumpí, rápido—. Solo quiero que no huyas esta vez.
Silencio.
—No voy a huir de ti —dijo al fin—. Lo juro.
Y esa vez sí le creí.
No me besó.
Y yo tampoco me lancé.
Nos quedamos así, respirando el mismo aire, compartiendo el mismo miedo.
Y fue lo más cerca que habíamos estado nunca.
Él apoyó la cabeza en mi hombro, como si se le hubiera terminado la fuerza.
Yo le pasé la mano por el pelo, con cuidado.
Él no dijo nada.
—¿Sabes? —le dije en voz baja—. Cuando teníamos trece, pensaba que estabas roto.
—¿Y ahora?
—Ahora sé que no. Ahora sé que lo único que necesitabas era que alguien se sentara a tu lado y no te exigiera explicaciones.
No contestó, pero le tembló un poco la respiración.
Y ese temblor fue la forma que tuvo de decirme que me había entendido.
Nos quedamos así, sin prisas ni reloj. Con las luces del vestuario parpadeando y el mundo esperándonos fuera.
Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que no tenía que ser fuerte. Solo estar.
nota de la autora :
Escribiendo esto se me salió una sonrisita...
Amo todos los comentarios lindos que me dejan y también los amo a ustedes, muak.
— atexnicki.
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