── chapter twenty-four 𑁤.ᐟ
chapter tweny-four .ᐟ
Charlas en el salón.
TADGH LYNCH
El salón olía a café viejo y a uniformes recién lavados. A domingo.
Ellie estaba sentada en el suelo, de espaldas al sofá, con las piernas cruzadas y las mangas del jersey estiradas hasta los nudillos. Hacía garabatos en la parte trasera de una hoja de deberes, con un boli medio mordido entre los dedos.
Sean dormitaba a su lado, con la cabeza apoyada en su muslo. Y ella no se movía. Ni un centímetro. Como si respirar fuerte pudiera despertarlo. Como si alguien le hubiera dicho que moverse era peligroso.
Me apoyé en el marco de la puerta.
No dije nada.
Solo la observé.
Y aunque no me miró, sé que sabía que estaba ahí.
Sus hombros no se tensaron. No encogió la espalda. No se recolocó la ropa.
Eso ya era mucho.
No con todos era así.
Había visto cómo se le tensaba la mandíbula cuando alguien alzaba la voz cerca. Cómo se apartaba disimuladamente cuando alguien pasaba demasiado cerca. Cómo desviaba la mirada cuando alguien preguntaba algo demasiado rápido, demasiado directo.
Pero conmigo...
No sé. Era distinto.
—¿Qué haces ahí plantado? —murmuró sin apartar la vista del papel.
Su voz fue suave, baja. Casi dormida.
—Te estoy espiando —respondí, dejándome caer contra la pared.
Ella soltó una pequeña risa, de esas que se le escapan cuando no lo piensa demasiado. Luego volvió su hoja. La giró y empezó a escribir en ella.
—¿Estás castigado? —preguntó después de un rato.
—Estoy cansado —le dije.
Ella asintió, como si entendiera perfectamente a qué tipo de cansancio me refería.
No hizo falta decir más.
Pasaron unos minutos así. En silencio. Solo se oía la respiración de Sean y el roce del boli sobre el papel. Y por alguna razón, no necesitaba nada más.
Estar allí, en ese salón que no era del todo mío, con esa chica que no se daba del todo, pero que se dejaba ver un poco más conmigo... era suficiente.
Y joder.
Me habría quedado horas solo por eso.
El boli se le quedó quieto entre los dedos.
Durante un segundo pensé que había terminado de dibujar, pero entonces noté que me estaba mirando. No de frente. De reojo. Como si le diese vergüenza que me diera cuenta.
—¿Por qué siempre estás por aquí? —murmuró.
No sonaba enfadada. Ni curiosa. Sonaba como si la pregunta le hubiera salido sola, sin pensarla demasiado.
No supe qué decirle al principio. Podría haber bromeado. Podría haber dicho algo estúpido. Algo con lo que defenderme.
Pero no lo hice.
—Porque me gusta estar contigo —le respondí, bajando la mirada al suelo.
Ella no dijo nada.
Ni un gesto. Ni una risa. Nada.
Hasta que al cabo de unos segundos, muy despacio, como si no quisiera despertarlo, pasó una mano por el pelo de Sean y lo acomodó sobre su pierna. Luego me miró.
De verdad.
Y por un segundo, me pareció que se le rompía algo en los ojos. No mucho. Solo una grieta. Una rendija.
—¿Y si un día dejo de gustarte?
La pregunta me golpeó más fuerte de lo que debería.
Porque no venía de la nada.
Venía de algún lugar roto.
De ese sitio que ella no dejaba que nadie viera.
Me senté en el suelo, frente a ella. Sin acercarme demasiado. Sin invadir.
—Entonces me quedaría igual —le dije—. Aunque no me gustaras. Me quedaría solo porque eres tú.
Ella parpadeó una vez. Otra. Luego bajó la cabeza y se rió por lo bajo.
No me dijo que eso era lo más cursi que había oído.
No me llamó pesado. Ni tonto.
Solo dijo:
—Idiota.
Pero lo dijo en voz tan baja que sonó bonito.
Y durante un rato, no hicimos nada. Solo estuvimos ahí. Ella con Sean en el regazo. Yo frente a ella. La tele encendida de fondo, con el volumen bajo. El reloj marcando una hora que ya no importaba.
Y en esa sala que no era del todo mía, con esa chica que no era del todo mía, me sentí un poco menos solo.
Yo la miraba sin hacerlo evidente. O eso creía.
Pero ella lo notó.
Siempre lo notaba.
—¿Qué pasa? —preguntó sin mirarme, la voz en un hilo bajo.
—Nada.
Ella resopló muy suave, como si no supiera si creerse mi mentira o no.
—Es muy raro cuando estás callado —dijo.
—Siempre estoy callado.
—Exacto.
Me reí un poco por lo bajo. No era una risa real. Más bien un gesto. Como para suavizar lo que no se podía decir.
Ella tampoco dijo nada más.
Sean respiraba tranquilo, con el puño cerrado encima de su pecho. Tenía una de las mangas del jersey de Ellie atrapada entre los dedos, como si lo hubiera hecho sin querer mientras se dormía.
—A veces me da miedo todo esto —dije entonces, sin pensar demasiado.
Y con "esto" no me refería solo a la casa, o a las pesadillas, o al colegio.
Ella giró la cara hacia mí.
—¿Esto?
Asentí.
—No sé. Tener algo que perder. O alguien.
El silencio cayó otra vez. Uno de esos largos, espesos. De los que no se rompen fácil.
Ella bajó la mirada y empezó a deshacer un hilo suelto de la costura de su vaquero.
—Yo también tengo miedo —dijo, sin levantar la vista—. Pero contigo... no tanto.
No me moví. No dije nada. Pero sentí cómo algo se me aflojaba dentro. Algo que llevaba demasiado tiempo apretando.
—¿Y eso por qué? —pregunté en voz baja.
Ella alzó la cabeza, clavándome los ojos.
—Porque tú no intentas que me quede. Solo estás.
Y joder.
No supe qué responderle.
Así que hice lo único que sabía hacer con ella.
Me quedé.
No sabía si quería que dijera algo más. O si solo necesitaba ese momento. Sin ruido. Sin explicaciones.
Así que seguimos ahí. El salón a oscuras salvo por la luz del televisor. Sean dormía tan profundamente que ni se inmutaba, aunque Ellie se moviera un poco para recolocarse el pelo detrás de la oreja.
Sus mechones eran tan oscuros que casi se fundían con la sombra, pero aun así los veía. O los buscaba. No estaba seguro.
—¿Estás bien aquí? —pregunté, sin mirarla.
Ella no respondió enseguida. Solo acomodó a Sean un poco mejor en su regazo y asintió.
—Sí. Contigo, sí.
Era una frase corta, sin pretensión. Pero era todo. Porque sabía lo que significaba. Venía de alguien que no lo decía fácil. Que no se daba fácil. Y que, sin embargo, ahí estaba. Conmigo.
No sé cuánto rato pasó.
Afuera, la lluvia empezaba a marcar el tejado con su golpeteo suave, como el reloj que la tata Murphy tenía en su casa.
—Tadgh —dijo ella, muy bajo—. ¿Crees que esto puede durar?
—¿El qué?
—Esto. Estar bien. Sentirse a salvo.
Tragué saliva. Quise decirle que sí. Que claro. Pero no era tan fácil. Porque yo mismo no sabía si creía en eso.
—No lo sé —respondí, con la voz más honesta que pude—. Pero si tú te quedas, yo me quedo.
Ella no me miró. Pero sentí su mano acercarse apenas un poco. Rozando la mía. No era un agarre. Ni siquiera un gesto del todo consciente.
Solo eso. Un roce.
Como si bastara.
Y para mí, bastaba.
nota de la autora :
No me gustó el capítulo... juro que no habrá uno igual de malo.
TENGO UNA SUPER IDEA DE QUÉ HACER EN EL PRÓXIMO CAPÍTULO!
— atexnicki.
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