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QUINTO ACTO: Salpicaduras

La ley del ilusionismo

Pese a conocer a Makoto desde el parvulario, tardé muchos años en enamorarme. Hubo un tiempo en el que pensar en él besándome, abrazándome o diciéndome cursilerías me daba hasta repelús. Lo normal, supongo. Los niños son así.

Pero una vez entendí que los amigos normales no sienten celos ni sufren taquicardias al rozarse, ni mucho menos piensan constantemente en casarse, no pude parar. Mi futuro solo era uno, solo podía ser uno; él y yo juntos,

Me estanqué en la idea de un amor con Makoto, un cuento de hadas. Sin embargo, siempre fui consciente de que no era más que eso, una idea.

Mentiría si dijera que cuando lo vi sonreír por primera vez no quedé cautiva de su atractivo. Pero, lo que aceleró mi corazón día tras día durante 9 largos años fue el color del ambiente, permanentemente mutable, a su alrededor.

Inocentemente creí que existía algo así como una ilusión que ciertas personas eran capaces de crear, deformando la realidad. Controlar los sentimientos de otros haciendo y deshaciendo a su alrededor, manipuladores de manual. Kazuhiro, estaba segura, era uno de ellos.

Pensaba que ese tipo de personas desconocían el dolor de amar y no ser amado, pero, para mi desilusión, Kazuhiro sí lo sabía. Kazuhiro lo vivía a cada instante, lo sentía arder en sus entrañas cada vez que una canción sonaba, y cada vez que me veía.

Yo, que viví en esa ilusión por meses, ahora me doy cuenta de que yo misma la creé y que esas personas nunca existieron.


☻☻☻


En un ataque de espontaneidad Miyazaki me invitó a ir al acuario de camino a casa en el tren. Desconocía el por qué de su repentina propuesta, pero accedí. La curiosidad ganó al instinto de supervivencia.

Caminando a su lado, rozando de vez en cuando nuestros brazos de camino al tren, mantenía los ojos fijos en mi billete, nerviosa. No habíamos hablado desde que salimos de casa. La presión del silencio me atormentaba, pero, por suerte, el ajetreo de la estación hacía todo más liviano.

Tras pasar el billete, lo guardé en el bolso y saqué mi cámara para ajustar la lente. Mientras le daba vueltas, noté sus ojos posarse en mí. —¿Por qué has traído eso? —habló, por fin.

—Aunque no lo creas, nunca tengo un día libre contigo, en el momento menos pensado empezarás a hablar sobre algo interesante para mi entrevista.

Se rió, y yo, avergonzada, seguí ajustando la lente. Sabía que Miyazaki se tomaba mi trabajo a risas, aunque para mí fuera importante.

—Hoy es un día libre —estableció, quitándome la cámara de las manos y guardándola de nuevo en mi bolso— ni el trabajo ni la Gran Rata deberían estar en tu cabeza.

Irritada chasqueé la lengua— para tu información, Makoto nunca, nun-ca, está en mi cabeza.

Elevó una de sus cejas, cruzándose de brazos. Consciente de mi mentira, desvié los ojos hacia las vías, donde el tren acababa de llegar. Afrontar la verdad era demasiado humillante.

—Piensa que hoy estás con tu amigo Kazuhiro, ¿sí?

—¿Amigo? —aquello sonaba demasiado cercano—. Creo que prefiero seguir pensando en esto como trabajo.

Saqué la cámara de nuevo, la coloqué alrededor del cuello, me desenredé el pelo por encima de la banda, y continué ajustando la lente. Supongo que en aquel momento de mí se desprendía un aura deprimente y, compasivo, Miyazaki se apiadó de mí porque, sin siquiera dirigirme la mirada, Miyazaki elevó la voz— no me gustan las estaciones de tren.

Mis manos se detuvieron e, intrigada, lo miré de soslayo.

—Me recuerdan a una despedida, y yo no creo en las despedidas —concluyó.

Decidí aprovechar la ocasión y continuar con la ronda de preguntas. —¿Por qué?

—Quién sabe —me guiñó el ojo.

La llamada de nuestro tren sonó, las puertas se abrieron y él, sin dirigirme ni una mísera mirada, entró.

—No cree en las despedidas... —me repetí, observando su espalda, robusta, ancha. Algo en la curva de sus hombros me llamó y, sin pensarlo, tomé una foto, una foto en la que lo único visible era eso, su espalda.


☻☻☻


Nada más pisar el suelo de nuestra parada, ambos, acalorados, luchamos por recobrar el aliento. Agradecí la corriente helada que entraba de entre las puertas de la estación.

Durante todo el trayecto, apretujados entre la multitud, busqué algún rincón de la esquina, en la que me hallaba atrapada, en el que poder respirar, pero sin resultados. Fueron cuarenta minutos en el peor de los infiernos.

—Esto ha sido horrible —berreé.

—Estoy de acuerdo.

Cansada, observé a Miyazaki con disimulo pasarse la mano por su pelo, despeinado. Mis manos se movieron solas, e incapaz de reprimir las ganas, saqué la cámara del bolso para tomar otra foto.

—Oye —tapó la lente—. ¿Qué crees que haces?

Lo ignoré, bajé la cámara y busqué la foto. Sus pómulos, su mandíbula, sus ojos, serios, de brillo cristalino. Miyazaki era el modelo perfecto. —Sales muy bien, podría utilizarla.

Curioso, se acercó para ver la foto— siempre salgo bien —se rió, acariciándose la barbilla.

—Sí, sí —volví a guardar la cámara—. Creo que es mejor ceñirnos al plan e ir al acuario, las fotos ya en otro momento.

—Eres tú la que ha traído esa cámara —esbozó una sonrisa pícara, ya característica, y, sin darme tiempo a responder, comenzó a andar hacia la salida de la estación.

Molesta, apreté la cuerda de mi bolso. —¡Para mi trabajo! —exclamé antes de salir corriendo detrás de él.

Aunque no pude llegar a ver su cara, intuía que su sonrisa sería una de esas que aún no conocía.


☻☻☻


Al cabo de unos minutos conseguimos llegar al acuario de Odaiba, cercano a la playa de la bahía. Reconocía el edificio de haberlo visto cientos de veces, aunque nunca había llegado a entrar.

Por dentro, sin embargo, no era como me lo había imaginado. Era más oscuro de lo que creía que sería. Sus vitrinas, enormes, acumulaban estanques repletos de peces.

Caminamos el uno al lado del otro con el mapa de un panfleto que nos regalaron en la entrada. Había tantos lugares a los que poder ir: carpas, peces tropicales, delfines, tiburones...

—¿Qué es lo primero que te gustaría ver? —pregunté, abrumada.

Miyazaki caminaba con una expresión sobria, las manos en los bolsillos, y ojos al frente. —Los pingüinos estarían bien.

—Los pingüinos —repetí en voz baja. Una vez identificada el área en la que se encontraban, guardé el panfleto en el bolso y saqué la libreta con un bolígrafo— ¿puedo preguntar por qué los pingüinos?

Confuso, levantó una de sus cejas— ¿por qué los pingüinos?

—Sí, hay mucho que ver —me llevé el bolígrafo a la boca, intentando recordar cada zona— carpas, tiburones, delfines, tortugas —lo aparté— pero tú quieres ver los pingüinos ¿Por qué?

Su expresión se relajó en una tenue sonrisa— son muy graciosos.

Curiosa, ladeé la cabeza— ¿dirías que son tus animales favoritos?

—Prefiero los delfines.

—Inesperado —murmuré. A juzgar por su personalidad, aquella furia desafiante que transmitía al cantar y tocar, me esperaba que su animal favorito fuera más salvaje. —¿Te podrías identificar con un delfín?

No era una pregunta muy compleja, no se podía sacar mucho a partir de un material tan desabrido, sin polémica, pero lo prefería. Quizá no fuera lo que Cinderella hubiera preguntado, pero sí era lo que yo quería saber.

—No —rió entre dientes— son demasiado monos.

En silencio, seguí caminando mientras terminaba de escribir sus respuestas. Entonces, al acabar de tomar mis notas, de repente, Miyazaki dejó de andar. Al darme cuenta, yo también me detuve, y me volví hacia la izquierda, donde dirigía la mirada.

Pequeños, con sus divertidos esmóquines de color negro y blanco, saltaban desde bloques de hielo y se deslizaban por pequeños toboganes que había dispersos por todo su parque de juegos. Eran muchos, conté hasta veinte, persiguiéndose, corriendo en grupo, mirando a las personas que venían a visitarlos. No sonreír era imposible.

Intrigada por saber cómo sería la expresión risueña de Miyazaki le miré con disimulo por el rabillo del ojo. Pero su sonrisa no era la que esperaba, pues no era nueva, sino el calco de la misma sonrisa melancólica que ya conocía. Recordaba su canción.

—Miyazaki —lo llamé— ¿de verdad no existe una razón más para ver los pingüinos?

—¿Eh? —confuso, encontró mis ojos.

—El acuario, los animales, los pingüinos, el agua o los glaciares, ¿hay algo que te ate a ellos?

Inesperadamente, se rió. Se rió a carcajadas, una risa tan clara y tan brillante que consiguió remover mi corazón por un segundo. —Quizá —pero su respuesta me desconcertó.

Insatisfecha, di un paso en firme hacia él. Me acerqué lo más cerca que nunca había estado de él. Traté de repetirme a mí misma que aquello era mi trabajo, ignoré el temblor en mis manos y me aventuré.

—¿Se trata de algo romántico?

Callado, dejó que continuara.

—En tus letras se reconoce a alguien. Un destinatario, una persona a la que envías todas tus canciones, ¿no es así?

Miyazaki, sin inmutarse ni lo más mínimo, volvió a mirar hacia los pingüinos saltar, resbalarse, caerse, levantarse.

Me armé de valor y pregunté— la chica del semáforo, ¿tiene algo que ver con los pingüinos?

Parecía que el silencio se había vuelto su aliado y no se atrevería a seguir hablando, pero me equivoqué. Su sonrisa, tan difusa, desdibujada entre la tristeza y la alegría, no se separó de los pingüinos. —La primera vez que la besé fue aquí.

—¿Aquí? —pero no me respondió.

Mi labor era recolectar información, tomar nota rápidamente con una letra perfecta e impoluta. No obstante, fui incapaz de hacerlo. No quería escribir algo que me había dicho a mí.

Después de un mes viviendo con Miyazaki Kazuhiro, finalmente había hablado de algo más que de sus invitadas nocturnas, o de Makoto. Quería atesorar ese momento.

En un transcurso de tiempo tan pequeño como lo fue ese minuto, sentí sumergirme en las profundidades de mi compañero de piso, el vocalista de Mystical Key, donde ya no había sólo silencio. Todo se volvió invisible porque el color en su semblante era desconocido, no era el usual. ¿Y qué era lo usual?

—Miyazaki —volví a llamarle, cabizbaja— ¿por qué has querido venir conmigo al acuario?

No se molestó en mirarme, solo se rió, una vez más— pensé que ambos lo necesitábamos.

No quise preguntar, asentí, y guardé la libreta. —Sí, yo también lo creo —me volví de nuevo hacia el estanque.

Los pingüinos, ignorantes del pulso arrítmico que golpeaba mi caja torácica, caminaron, se deslizaron.

Al cabo de unos minutos, en el soslayo, volvimos a cruzar miradas. Su gesto de nuevo se tornó pícaro, y, tomándome de la mano, seguimos nuestro recorrido. No me atreví a articular palabra.


☻☻☻


Nos camuflamos entre las parejas que caminaban tomadas de la mano, y durante toda esa tarde, vimos diferentes tipos de animales acuáticos: pulpos, mantas, caballitos de mar.

Miyazaki incluso llegó a comprarme un recuerdo de la tienda: un llavero de un adorable y pequeño pingüino de peluche con una pajarita que de vez en cuando se despegaba.

Al acabar nuestro paseo por el acuario salimos, ya había oscurecido. Al este, a escasos metros, se encontraba la playa. Miyazaki sugirió un último paseo antes de irnos a Shibuya, a casa, y decidimos acercarnos a la bahía.

Pisé la arena en la que 9 años atrás me despedí de Makoto, y cientos de recuerdos de ese día me inundaron. Cuando, en una tarde de las vacaciones de verano de nuestro último año de secundaria, Makoto me llevó a donde solíamos jugar al volver a casa y acompañar a Miyoko y Minato, para al fin desvelarme ese secreto que llevaba meses intentando sonsacarle.

Cercanos a la orilla, al agua que en cualquier momento parecía que nos fuera a acariciar los pies, me sentí bien. No feliz, solo bien.

—Creí que esto sería más duro —musité. Pero no era duro, no dolía ni se hacía pesado. Era un poco triste pensar que ahí fue donde mi historia con Makoto comenzó a torcerse. Me sentía bien.

—Ayer, en la comida —al oír la voz de Miyazaki me giré hacia él, quien continuó hablando—. Miyoko y Minato me contaron que desde que había llegado a Tokio, solían encontrar a la Gran rata aquí.

Atónita, seguí escuchándolo hablar al son de las suaves olas.

—Al parecer, este lugar le recuerda a alguien especial.

—Aquí —susurré. Me miré los pies, las manos. Intenté imaginarme cómo me vería ahí, en esa playa, en los ojos de otras personas. Desde afuera, como la víctima—. Tú querías llevarme aquí, a la playa, el acuario solo era una excusa— balbuceé.

No dijo nada, absorto en el vaivén del agua, no quiso mirarme a la cara.

—¿No vas a contestar?

Y al cabo de unos segundos suspiró— es solo que creo que no es justo escribir sobre mí cuando yo aún no sé nada de ti.

Sabía que no estaba respondiendo a mi pregunta, pero lo entendía. La razón por la que me sentía cómoda cuando tomaba mi mano; la empecé a entender.

Me volví a mirar los pies, las manos. Recordé todas las tardes en esa playa y, decidida, me quité los zapatos.

—¿Qué haces?

Hice oídos sordos.

Llevaba un vestido corto, no me preocupaba mojarme. Me quité la chaqueta y dejé el bolso con la cámara y la libreta en el suelo. Libre, aceleré el paso, corrí hacia el agua. Él, estupefacto, me observó.

—¡Está fría! —grité. Noté la brisa crecer, y, con miedo, apreté el vestido entre mis rodillas para que no se levantase.

—¿Y qué esperabas? —le oí reírse.

—¡Vamos, ven Miyazaki, esto no es divertido sola!

Dubitativo, se quitó la chaqueta y se subió el bajo del pantalón hasta las rodillas. —¡Me debes una! —exclamó, acercándose.

Riendo, lo salpiqué. —¿De verdad? —preguntó.

Me volví a reír, y él, sigiloso, me la devolvió salpicando de vuelta. Yo volví a salpicar, y él siguió devolviéndomelas cada vez más fuerte.

Nuestra guerra continuó entre carcajadas y gritos hasta que, finalmente, me acerqué a él cansada, dando por finalizada la pelea con una tregua. —Hacía mucho que no me reía así —jadeé —estoy derrotada.

—Pero ha sido divertido, ¿no? —él también se acercó.

Bañados por la luz de la luna, en medio del agua de la bahía, el aire que nos envolvió no se sintió frío. Porque sus manos, mis manos, estaban tan cerca, pero tan lejos.

Si su rostro se inclinaba un poquito más, solo unos centímetros más, mis ojos se cerrarían. Pero eso no era lo que queríamos.

—Es tarde —falló—. Vayámonos —con esas últimas palabras salió del agua.

Paralizada, le observé alejarse, apreté las manos en dos puños. —Esto.. —le interrumpí mientras se alejaba hacia la arena. Se giró.

—Mejor olvidémoslo —sugerí.

Asintió— sí, será lo mejor —me dio la razón.

En mi cabeza, el sentimiento de arrepentimiento se mantuvo, vivió y revoloteó por mis intestinos. Pero, al segundo, desapareció.

Quise creer que fue la playa la que nos confundió. Quise creer que Miyazaki solo estaba jugando. Él nunca sería para mí.

La ley del ilusionismo 

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