-Vigésimo cuarto Acto: La productividad tiene dos caras-
Hipótesis de un sueño famélico
Muchas personas me mostraron un aprecio distinguido, pero banal, un cariño construido alrededor de mentiras. De alguna forma, podía ver a través de su sonrisa.
Durante un tiempo pensé que Kazuhiro también, como ellos, solo sabía amar a la Ayumi que tocaba, olvidándose de todas las otras facetas que guardaba; rechazando la vulnerabilidad, abrazaba la poca fuerza que me quedaba.
Se nutría del pulso de mi guitarra, de la voz, rota, que trataba de seguir su canción. Acariciaba las costras de mis ampollas, y las besaba, murmurando entre medias palabras muy dulces y muy efímeras.
No necesitaba que nadie me idolatrara. Necesitaba amor. Necesitaba que me tomaran de la mano, me miraran a los ojos, y me aceptaran con lo bueno y con lo malo. No me di cuenta, pero durante ese tiempo, me encerré en mi propia "trampa para pulpos".
Si nuestro vínculo iba más allá, daba igual cuánto me esforzara en convencerme a mí misma de lo contrario. Daba igual si me apartaba; daba igual si él se apartaba; daba igual si el cielo se caía, porque al día siguiente, él me abrazaría, temiendo que me volviera a escapar.
Después de todo, daba igual, porque no quería ser rechazada. Pero fui rechazada.
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El recuerdo del último día que pasé en la casa de los Takagi, en Setagaya, quedó para siempre marcado por el beso inconcluso, o más bien caduco, de Kazuhiro. A la noche, en el callejón en el que siempre nos encontrábamos, decidimos olvidar todo.
No quería admitirlo, pero sabía que, porque mis orejas ardían y en mi pecho la cadencia recordaba a cada latido su toma de respiración, sí había significado algo para mí. Y es que, cómo iba ignorar la caricia de Kazuhiro.
Aturdida, me tapé el rostro con el antebrazo, cerrando los ojos. En la oscuridad, acunada por la brisa otoñal, recordé cada una de sus sonrisas, felices, pícaras, melancólicas, forzadas, y cálidas. Recordé su expresión vulnerable, durmiendo en la mesa, y su ceño al enfadarse, al chasquear sus dedos contra mi frente. Recordé su preocupación al tomar mis dedos, al acariciarlos. Recordé la luz anaranjada de los farolillos del festival cayendo en picado sobre su rostro, dejando al descubierto la taimada curva de una sonrisa nueva; y sin querer, recordé la misma luz, roja, del semáforo de la calle vecina, iluminando su figura en la distancia, caminando delante de mí.
Un escalofrío me recorrió la espalda, sentí la suave y melódica risa de Nanako en mi nuca, y al instante abrí los ojos, aterrorizada. Nerviosa, aparté la mano, miré a mis costados, donde lo único que conseguí vislumbrar fue el final del callejón, oscuro, a mi derecha, y la avenida desértica a mi izquierda. Aliviada, suspiré.
No entendía dónde concluía su línea y la mía, o si debían confluir hacia la misma dirección, pero estaba segura de que la había cagado, y bien cagada. Pues sin pensarlo, me había interpuesto entre Kazuhiro y su chica.
Agotada, me despegué de la pared y caminé hacia la puerta trasera del bar. Necesitaba descansar, despejar mi mente, y justo por esa razón, al entrar y ver el escenario vacío, decidí subir.
Camuflando el nerviosismo, me acerqué a mi tía, en la barra, —tía Sumire, yo...— pero antes de poder pedirle permiso para subir, asintió, en silencio. Conforme, le devolví la sonrisa, —gracias— y corrí hacia las escaleras del monstruo de hierro.
Tomé la guitarra acústica, apoyada en los amplificadores de una de las esquinas. Me acerqué al micrófono, y mientras lo acomodaba, me fijé en la mesa de siempre, donde estaban mis amigos. Miyoko, Minato, Reina, Makoto, Manami, y al lado de Nanako, Kazuhiro.
Carraspeé, le di un suave toque al micrófono, y rasgué las cuerdas, —One more time, One more chance —me incliné en una breve reverencia, y tras los primeros acordes, susurré, —¿cuánto más tengo que perder para que perdones mi corazón?
El trecho entre los barrotes del escenario y las mesas fue haciéndose cada vez más grande. La luz del bar no llegaba hasta mi figura, estaba segura, porque caía directa sobre él.
¿Acaso eso es lo que quieres?
Tragué saliva, —one more time, no permitas que se desvanezcan las estaciones —, pero no conseguí deshacer el nudo, —one more time, cuando jugábamos.
Esto nunca ha pasado.
Cerré los ojos, —¿cuánto más he de sufrir para poder verte de nuevo? — el vaivén se volvió agresivo, y, acongojada, apreté el mástil, —cada vez que discutimos, siempre soy la primera en ceder —arropada por el calor que aún sentía en mi mejilla, alcé la voz, —tu naturaleza egoísta me hizo amarte incluso más —, abrí los ojos. Quise evitar su mirada, —one more chance, los recuerdos refrenan mi paso — la intensidad en mi tono se debilitó, —one more chance, no puedo elegir cuál será mi siguiente destino— fue en aquella última nota, la más débil, cuando, por casualidad, hicimos contacto visual.
Lo vi. Descubrí, bajo el flequillo despeinado de Kazuhiro la ansiada expresión que Nanako tanto deseaba, y aunque me revolvió el corazón, no fue nada nuevo. No me sorprendí, no me robó el aliento.
Los aplausos sonaron, pero no los oí.
Desde mi jaula, un sistema aislado, lo único que existía era la expresión atenta de Kazuhiro; un calco perfecto de la misma sonrisa que portaba cada vez que tomaba mis dedos.
Encarnizada por la culpa, puse el punto final. Me despedí de la manta con la que Kazuhiro me arropaba, y me prometí nunca levantar la verdad que cubría. Aún si en el fondo, muy fondo, me podía hacer una idea de lo que podía significar. Temerosa, huí.
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Al acabar la velada todos volvimos a casa. Todos, excepto Kazuhiro y Nanako. No me molesté en preguntarle a dónde iría, me podía hacer una idea.
A la mañana siguiente, a pesar de haberme acostado creyendo que la semana podría remontar en mi día libre, el domingo, un mensaje a las 6.30 AM solicitando mi presencia urgentemente en la oficina me despertó.
Mosqueada, me vestí con desgana, y me dirigí hacia el baño con mi neceser de maquillaje, donde hice el amago de cubrir mis ojeras con lo poco de corrector que quedaba en el frasco, roto.
—¿Qué haces despierta tan temprano?
Su voz me sobresaltó. Confundida, me giré hacia la puerta desde la que, apoyado con su palma en el marco, me observaba, vestido en su traje a medio hacer; sin americana, pero con chaleco abierto y corbata suelta.
—Me reclaman en la oficina, ¿y tú?—pregunté.
—Me toca ir a hablar con mi representante, ¿o ya has olvidado lo que pasó el viernes?
Avergonzada, me volví hacia el espejo para seguir con mi maquillaje. Pero de poco sirvió tratar de evitar su mirada cuando, en el reflejo, su silueta se fue acercando a la mía, despacio.
—Lo más probable es que no llegue a casa hasta la noche, pero te he preparado el desayuno en la mesa y un almuerzo en la nevera. No te olvides de él.
Sobrecogida, asentí. Era plenamente consciente de que su reunión no podía durar todo un día. «Seguramente se vea con Nanako».
No me atreví a preguntarlo. Sonreí, volviéndome hacia él, ladeé levemente la cabeza, —gracias.
Él, en respuesta, me despeinó con su mano, cálida.
Me había acostumbrado a que me tocara, pero era imposible que mi corazón no sufriera intervalos, acelerones. Idas y venidas. Antes de que me tocara ya sabía que iba a pasar, que no iba a ser pasajero, pero sí que sería común.
—Hoy también estás preciosa—murmuró.
Su voz, tan rasgada como profunda, no ayudó. Definitivamente no ayudó.
Aparté su mano con delicadeza. —Deja de ligar y ve a tu reunión— procuré esconder mi sonrojo agachando la cabeza.
Él, riendo entre dientes, me dio la razón, se despidió de mí. Capté su figura de refilón, alejándose por el pasillo. Con él, el calor también desapareció.
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Pensé que me habrían llamado solo a mí a la oficina, para echarme la bronca por algún error, buscar algo en mi escritorio, quizás incluso que hubieran perdido la copia de la columna semanal que Katashi hizo por mí.
Pero una vez llegué al departamento al que me habían citado, me encontré sumida entre una gran masa de empleados, gritando, llorando, discutiendo por teléfono y rebuscando entre el papeleo de los armarios.
—Pero... ¿Qué está pasando aquí?—farfullé, desconcertada.
Al localizar a mi usual grupo de colegas, hablando de pie al lado de un escritorio, me acerqué a ellos.
Dejé mi bolso caer en la mesa, desviando su atención. En sus rostros el miedo, la incertidumbre y el sueño asomaron.
—¿Alguien me puede explicar qué ocurre? — inquirí.
Se miraron entre sí, en silencio. Incómodos, buscaron a quien echarle el muerto encima, hasta que, finalmente, Katashi se aventuró, —nadie lo sabe—sentenció.
—¿Qué?—volví a preguntar.
Megumi, pálida, asintió, —nos han llamado a todos y, cuando hemos llegado, nos han dicho que debemos esperar aquí.
Koko y Ryuu compartieron una corta mirada. Ella suspiró, arrastró la silla del escritorio y se sentó cruzada de brazos, —tampoco hace falta montar tanto escándalo, no se va a acabar el mundo por una carga masiva.
—¿Carga masiva?—volví a interrogar.
—De despidos—me respondió Ryuu, tajante.
—¡¿Eh?!—grité, alterada. Giré la cabeza de un lado a otro, buscando otra respuesta por su parte, —¡¿có-cómo podéis decir eso tan tranquilos?!
—¡Calma, por favor, calma!—escuché a alguien vociferar, y al mirar hacia la puerta del fondo, el jefe de redacción Yamada Hiroshi, emergió de entre la gente.
☻☻☻
La fecha de publicación de la siguiente entrega de la revista de Cinderella City había sido adelantada por error de la secretaria de Yamada y, al no poder deshacer la orden desde la imprenta, nos habían llamado a todos para adelantar el trabajo junto al equipo de maquetación y diseño, de dos semanas a un solo día.
Durante horas estuve al lado de Megumi y Katashi pasando notas y cintas de grabación, corrigiendo artículos y llamando a colaboradores y marcas anunciadoras, además de pasar carpetas y documentos de piso a piso. Por primera vez pude hablar con más personas del equipo de maquetación, conocer al equipo de la sección de fotografía y al de ventas.
Fueron horas sin descanso, pero, entre todos, fuimos capaces de cumplir la labor con éxito.
Antes de poderme dar cuenta ya eran más de las 2.00 de la mañana, y seguía trabajando frente al ordenador. No había nadie más, todos habían acabado, excepto yo.
Suspiré, estiré los brazos hacia el techo, me acomodé en la silla, y seguí tecleando.
—Creo que ya puedes irte—oí la voz de alguien a lo lejos.
Extrañada me volví hacia la puerta, desde donde asomaba la luz del pasillo y vi a Koko, con maletín en una mano y abrigo en la otra.
—Ah... No—, sonreí, —aún no puedo, tengo que seguir trabajando en la entrevista de Miyazaki.
—¿La entrevista? Pero si queda un año hasta tu fecha límite.
Asentí, cansada, —sí, pero, si no la reviso ahora, ¿cuándo lo haré?
—Cualquier otro día—su tono se tornó serio, regio, —mañana podrás seguir, por ahora, coge tus cosas y ven conmigo.
Incliné la cabeza, elevando una de mis cejas, —¿contigo?
—Ya no hay trenes, y tú vives en Shibuya, ¿no es cierto?
«Mierda...» pensé. Las horas habían volado, y no me había parado a pensar ni por un solo minuto que en algún momento tendría que volver a casa. La sede de Cinderella estaba situada en Shinagawa, por lo que, para llegar a mi apartamento, en Shibuya, tendría que aguantar hora y media de caminata nocturna, o llamar a un taxi.
—Tranquila—, rebuscó en uno de los bolsillos de su falda hasta sacar un par de llaves, —te llevaré en coche—sonriente, las sacudió en el aire.
El tintineo se extendió por toda la oficina.
—Sí, gracias—respondí, tomando mi bolso del escritorio.
—No es nada, ¡vamos!—exclamó antes de dar media vuelta.
Rápidamente apagué el ordenador, cogí mi abrigo del respaldo de la silla y corrí a seguir el rastro de su taconeo.
☻☻☻
Cuando llegué a casa ya era un poco más tarde de las 2.30 de la madrugada. Estaba tan agotada que me costaba mantenerme en pie, y para variar, tenía hambre.
Pero fue entrar en el salón y que todo mi malestar se esfumara. Pues Kazuhiro, sentado en el sofá con una taza en sus manos, me esperaba.
—¿Por qué has tardado tanto?—me preguntó, serio. Se notaba su mosqueo.
—Estaba trabajando—respondí.
Tenso, dejó la taza en la mesa y con su dedo índice me hizo una seña para que me acercara. Confusa, caminé hacia él, dejé el abrigo y el bolso en la mesita y me senté a su lado.
Molesto, chasqueó sus dedos en mi frente.
—¡Hey, ¿eso a qué viene?!—exclamé.
—¡A que me has preocupado, estúpida!— pese a que levantó la voz, su compostura permaneció calmada.
Inquieta, miré al suelo. Mi rostro, no, mi cuerpo entero entró en ebullición.
—Desde que empecé a vivir contigo siempre ha sido lo mismo—, se reclinó en el sofá, —llegas tarde sin avisar, no te molestas en pensar que quizá me haya preocupado.
Callé. Era evidente que no estaba de buen humor, y tampoco quería empeorarlo.
—Si lo llego a saber antes, traigo a Nanako, pff —suspiró con desdén.
Él solito lo empeoró.
Sabía que ese día se verían, y aunque en un principio pensé en no inmiscuirme ni preguntar, fui incapaz de inhibir la quemazón que emanaba desde mi pecho y pretendía llegar hasta la boca de mi estómago.
—¿Cómo te ha ido en la reunión?—traté de desviar el tema.
Kazuhiro me miró exhausto, se llevó las manos a la nuca y chasqueó la lengua, —han vuelto a rechazar nuestra selección de temas. Quieren que compongamos algo nuevo, desde cero.
Asentí, —y eso te molesta.
No me respondió, solo siguió sonriendo. Burlón, sus cejas bajaron, tensas.
—Sí, eso te molesta —insistí.
—Es más que eso—, sus manos, preocupadas, se juntaron, entrelazando entre sí sus dedos, —quieren tirar todas nuestras canciones, como si nunca hubieran existido—y cerró los ojos, abrumado—los chicos se han rendido rápido. Nadie me apoya, todos han accedido a deshacerse de años de trabajo.
—Entonces...—, tragué saliva, —¿estás seguro de que solo es eso lo que te molesta?, ¿el tiempo? Ya te lo dije una vez, pero...
Desde la primera vez que escuché esa canción, La chica del semáforo, supe que ella significaba mucho más que un tema, un mero single. Sin esas canciones, sin Nanako, Kazuhiro no era el Kazuhiro de Mystical Key. O al menos, eso era lo que él creía, estaba segura.
—Quizá la razón por la que te molesta tanto despedirte de esas canciones es porque en el fondo sabes que no son solo trabajo—, mis manos, temblorosas, apretaron mi falda, —representan todo lo que sientes por Nanako, y no quieres darlo por vencido.
Extrañado, Kazuhiro me miró.
—Son cartas, con un destinatario, y si no llegan, se vuelven inútiles, como si todo lo que dijeran ya no fuera real—, la presión en mi garganta creció progresivamente, —tienes miedo de despedirte de ellas.
—Cartas...—musitó, —es posible que tengas razón.
Me sentí desplazada. Como si un muro se acabara de interponer entre los dos, y por un pequeño y recóndito agujero nos comunicaramos. Pero no me sentí herida.
Kazuhiro se quedó en silencio, mirando la pantalla del televisor apagado por un largo tiempo. Distante, en su rostro la melancolía dibujó una turbada expresión. Y lo comprendí.
—Si tanto la quieres deberías empezar a salir con ella en serio—, el calor de mi cuerpo se evaporó, —así podrías dejar de aferrarte tan desesperadamente a esas canciones.
Evité sus ojos, esperando su respuesta.
—Decirlo es fácil, pero... —oí su voz, grave, murmurar.
Volví a cruzar miradas con él, expectante.
—No quiero arruinar mi relación con Nanako. Tengo miedo de hacerle daño.
No obstante, mirarlo directamente a los ojos dolía. Me hacía pequeña, débil.
—Si sigues así le harás más daño.
Rió entre dientes, —sí, eso también es posible.
Mi razón me suplicaba que dejara esa habitación cuanto antes, pero mi cuerpo no respondía. No podía irme, aún no.
En sus ojos, mi sombra se fundía y parecía que en cualquier momento se perdería.
—Dejé a Yuka, pero no te he dejado a ti— confesó.
Su tono sereno, sin casi inmutarse, me congeló. Sentí un escalofrío por toda la espalda y solté el vestido. Bajé la mirada hacia mis dedos, —ambos sabemos que tú solo me admiras.
—Tienes mucho talento—contestó, dándome la razón, calmado.
Me reí, —Kazuhiro, deja de utilizarme como vía de escape y acepta de una vez tus sentimientos hacia Nanako— pronuncié, levantándome. Miré el reloj y, cansada, rodeé la mesita del salón, —mañana madrugo— seguí caminando hacia mi cuarto, —buenas noches.
—No te admiro por ser una buena guitarrista o cantante.
Pero antes de poder cruzar el pasillo, su voz me detuvo.
—Te admiro porque aunque seas cobarde, tienes una fuerza increíble. Quizá no sepas utilizarla, pero irradia cada vez que tocas, te ríes, gritas y lloras.
Avergonzada, me giré hacia el salón de nuevo.
—No quiero, pero te busco—admitió de manos cruzadas.
Aunque sus palabras fueron cálidas, también sonaron distantes. No, no hablaba de admiración, pero ninguno lo diría.
—Amas a Nanako —asenté.
—Y tú a Gran rata — él me siguió.
Mi instinto me avisó, me pidió que callara, fingir que no le había oído e irme a dormir. Sin embargo, no pude ganarle al ansia, —el amor es libre, ¿no?
Y con aquello, di por finalizada la conversación.
☻☻☻
A la mañana siguiente llegué al trabajo molida. Las horas de sueño no pudieron erradicar el cansancio. O más bien, el cansancio no pudo apaciguar mi insomnio.
Por mucho que todo hubiera acabado, que nuestro desliz hubiese desaparecido de nuestra mente, no pude ignorar su discursito. Pensar en qué había tras la devoción de Kazuhiro me estremecía, y por eso, decidí reafirmarme una y otra y otra vez en el amor no correspondido de Makoto.
Estaba preparada para que más desgracias cayeran en picado sobre mí.
«Necesito un descanso» tarareé en mi mente, dando tumbos por los pasillos de la oficina, rumbo a mi escritorio. Hasta llegar a él.
—¿Eh?—se escapó de mi boca.
Pues, sentado en mi silla, con los pies sobre la mesa y una revista entre sus manos, Kento me daba la bienvenida.
—¡Hola, buenos días!—, saludó risueño, —¿tienes hambre?
—Eh... Pues...
Sobre la mesa había una caja con el logo de la pastelería de la estación.
Mi bostezo mutó en hambre.
Hipótesis de un sueño famélico
CONTINUARÁ
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