-Vigésimo tercer Acto: Tokio te tiene lástima-
La otra verdad
Mi reputación como hija única nunca fue la mejor. Cuando cumplí tres años, el que decía ser mi padre nos abandonó a mi madre y a mí, dejándonos como recuerdo sus numerosas deudas. Fallé como hija sin siquiera poder intentarlo.
Por lo menos ella, mi madre, no estuvo sola. Contó con la ayuda de su hermana pequeña, mi tía Sumire, quien a sus recién cumplidos 19 años se fue de casa para poder hacerse cargo de mí.
Las mujeres en mi familia siempre tuvimos mala suerte con los hombres. Tropezamos cuatrocientas veces con la misma piedra, persiguiendo lo imposible, sabiendo que nos irá mal. Dejamos flores en nuestra propia tumba.
Pero todo lo hacemos con la ventana abierta, por si debemos abandonar la casa antes de ser pilladas por nuestro propio incendio. Mentira, solo yo.
¿Y por qué yo? Porque siempre fui la mecha. Nunca el fuego.
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Nanako se sinceró y siguió contándome sus inquietudes respecto a Kazuhiro, incluso las más íntimas. Siendo justa, había sido yo la que había preguntado. Traté de desviar el tema y continuar con la lección, pero era complicado ayudar a alguien afinado, de timbre agradable, que se movía bien en diferentes texturas, podía cambiar su punto de articulación con fluidez y controlaba bien su respiración.
Gasté dos horas de mi vida en enseñar a una alumna ya enseñada, y volví a casa en taxi.
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Inhalé y exhalé aire todo lo que pude, intenté calmarme, borrar el rostro de Manami y la señora Takagi, recogiéndome el pelo en mis palmas.
A la mañana siguiente, frente al espejo del baño, a unas horas de la quedada familiar en la residencia de los Takagi en Setagaya, me arreglaba, temiendo la catástrofe que me esperaría ese mismo día.
El problema no se limitaba a la evidente mala relación entre la prometida y la madre, iba mucho más allá; las horas que Makoto y yo pasamos tanto en mi piso como en su segunda residencia no se irían tan fácilmente del almacenamiento interno de mi cerebro.
—¿Preparada? —escuché.
Terminé de apretar la coleta en mi sien y me giré hacia él. Sonriente, me esperaba apoyado en la puerta del baño, vestido con una sudadera y unos vaqueros.
—Creía que irías más formal —me sinceré.
Se rió y me señaló de arriba a abajo— ¿como tú?
En contraste, yo llevaba uno de los vestidos con los que solía ir al trabajo, por debajo de las rodillas, pero con los hombros al descubierto.
—Con este vestido he conseguido que me aceptaran en grandes proyectos en la antigua revista en la que trabajaba —sonreí, dándome una palmada en el pecho— me da suerte.
—En ese caso, quizá sea mejor dejárselo a Manami, la necesita más que tú —rió entre dientes.
Ver su expresión risueña consiguió disipar todo el peso que llevaba cargando sobre mis hombros. Pensé en que quizá no todo fuera a ir mal ese día porque, a fin de cuentas, Kazuhiro estaría a mi lado.
—¿Qué te parece si dejamos esta charla y vamos yendo? —me preguntó, apartándose de la puerta.
Con las mejillas tibias, asentí, y juntos, salimos del baño caminando por el pasillo hacia el salón.
Por una vez, dejé la cámara y la libreta sobre la cómoda de mi habitación.
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La residencia Takagi estaba situada en la región de Setagaya, a media hora en tren desde Shibuya, por lo que, temprano en la mañana nos dirigimos a la estación. Por suerte, hacia las 11.00 la multitud de trabajadores se había reducido, y conseguimos sentarnos codo con codo.
—¿Hoy no llevas la cámara? —me preguntó repentinamente entre el ajetreo.
Confusa, ladeé la cabeza y él, en respuesta, gesticuló la toma y disparo.
—Bueno... —murmuré— hoy se supone que es mi día libre, no voy a la casa de Makoto para trabajar.
—¿Y qué pasará con el ritual de la lente?
—Supongo que por un día no pasará nada.
—Vaya... —suspiró, apoyando la cabeza en el respaldo— cualquiera diría que estás entusiasmada por ir a la casa de tu mejor amigo, hombre al que amas, a punto de casarse con otra mujer.
Agaché la cabeza, chasqueando la lengua— él ya no vive en esa casa.
—Cierto —arqueó una de sus cejas— decíais que estaba deshabitada, ¿por qué?
Tragué saliva. Lo recordé, un tanto melancólica. La tierna caricia que me dio en la mejilla el día en el que, tras cerrar la verja, se despidió.
—Quién sabe —sentí la presión en mi pecho— los padres de Makoto se separaron en nuestro último año de secundaria. Sé que discutieron sobre qué hacer con la mansión, porque apenas unos meses atrás su abuelo había fallecido, y como última voluntad, pidió que Makoto la heredara, y no su padre. Pero con la separación, la señora Takagi decidió volver a Kioto, y Makoto, quiso acompañarla —me volví hacia él— cuando regresó a la ciudad hace dos años creí que se instalaría en la única propiedad que le quedaba.
—¿Se fue en secundaria? —siguió indagando.
La imagen del pequeño Makoto que corría a consolarme cada vez que me caía pasó por mis ojos, pellizcándome el corazón. Asentí— después de que la empresa de su padre quebrara. A finales de agosto, una semana antes de empezar las clases —un escalofrío me recorrió la espalda— cuando ya no tenían nada.
—Entonces —bajó la cabeza—, lleváis muchos más años separados de lo que creía.
—Durante los dos primeros años en los que se mudó seguimos hablando, por teléfono y con cartas. Pero con el paso del tiempo, Makoto se distanció. —Recordé su mensaje en mi teléfono, sonriente— pasaron siete años hasta que lo volví a ver en persona, cara a cara.
Kazuhiro me escuchó atento, en silencio, se cruzó de brazos y clavó sus ojos en mi figura.
No podía ocultar la vergüenza de recordar episodios de mi pasado con Makoto; en su casa, en la mía, en el instituto, en la bahía, en el bar. Pero sabía que la razón por la que la presión en mi pecho no desaparecía era algo más que vergüenza.
—Cuando volvió pasamos días juntos deambulando por todo Tokio, recuperando el tiempo perdido. Incluso conseguimos pasar una semana entera sin pelearnos ni una sola vez —me reí entre dientes—. Tuve miedo, pensé que esa sería la última oportunidad que tendría para declararme —me volví hacia él. Admiré sus ojos. Entonces, la quietud de las olas que escondía su iris me devolvió a aquel mismo lugar— ¿te acuerdas? —le pregunté— sabes qué pasó después de aquella noche, ¿no es cierto?
Asintió— de cierta forma es irónico. Cuando él vuelve, tú te vas.
—Sí —irremediablemente, esbocé una sonrisa— pero la próxima vez, no pienso ser yo quien se vaya.
—Vaya, vaya —se llevó la mano a la barbilla, enmarcándola entre sus dedos— ¿tanto cariño me has cogido?
Ruborizada, ignoré su comentario, y él, en respuesta se rió por lo bajo.
No sabía si el destino realmente existía. Muchas veces me había preguntado si acaso había una fuerza externa que impedía que Makoto y yo estuviésemos juntos.
Ese día, en el tren, entendí que no importaba lo que el destino quisiese, porque, por el momento, me esforzaría por permanecer cerca de Kazuhiro.
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Al llegar a Setagaya, tuvimos que tomar un tren más hasta el barrio de Seijo. Dejé que mi memoria nos guiara hacia la casa de los Takagi. Así, durante 15 minutos caminamos entre diferentes casas de alto standing hasta llegar a la pequeña mansión moderna, casi apartada del área residencial.
Frente a nuestros ojos vimos la enorme verja que daba paso a parte del jardín que envolvía el edificio.
Kazuhiro, maravillado, la analizó a conciencia— increíble —musitó— Gran rata de verdad estaba forrado, eh.
—Tú lo has dicho, estaba —me acerqué al telefonillo. Llamé, saludé a la cámara, y esperé unos cortos segundos a que abrieran. Al oír el zumbido de la puerta la empujé con suavidad, y me volví hacia Kazuhiro— vamos —le llamé antes de entrar.
Caminé hacia la segunda puerta, ya abierta, observando el camino, descuidado, de flores marchitas y malas hierbas altas.
Una vez dentro de la casa, nos descalzamos en el recibidor y nos acercamos al salón, donde creía que los demás nos estarían esperando. Pero me equivoqué; las únicas presentes eran tía Sumire y la señora Takagi.
—¡Ayumi, bienvenida!—exclamó alegre la señora Takagi, acercándose— y tú también, Miyazaki—se inclinó en un breve saludo que Kazuhiro le devolvió.
—¿Dónde están los demás? —pregunté.
—Los demás... —farfulló la señora Takagi, frunciendo el ceño.
Intrigada, miré a mi tía, quien, sentada en el sofá sacaba paquetes de carne de una bolsa de plástico— Reina y Miyoko siguen en casa de Minato, intentando convencerlo de no salir en pantalones cortos —nos aclaró.
—Hace bastante frío —añadí.
Asintió, dejó el último paquete de carne en la mesa y se levantó del sofá— Makoto y Manami tenían hoy una reunión con su asistente nupcial. Dicen que llegarán tarde.
Aliviada, suspiré. Saber que no tendría que encararlos tan rápido me tranquilizó. Por mucho que hubiese conseguido hablar con Manami, nuestra relación estaba lejos de ser buena. Y con la madre de Makoto presente, podía estar segura de que algo malo ocurriría.
—Pero —irrumpió la señora Takagi— ¿y la chica con la que estabais el otro día? La del pelo corto.
—Nanako hoy trabaja, pero prometió pasarse un rato, en cuanto su turno acabara —esclareció Kazuhiro.
—Solo esperemos que no se pierda —suspiró mi tía— Mizuki, deberías dejar de ser tan abierta con todo el mundo.
—¡Vamos, parecía muy agradable! —replicó la señora Takagi. Alegre, se colocó detrás de mi tía— ahora a cocinar, que ya es tarde —y con suaves empujones la encaminó hacia la cocina.
Antes de salir del salón se giró hacia los dos— nosotras nos encargaremos de la comida, vosotros, mientras, podéis subir a la habitación de Makoto y descansar.
—Ah, eso... —dudosa, me volví hacia Kazuhiro.
—¡Claro! —exclamó él.
Sorprendida por la emoción en su respuesta, abrí los ojos. Aunque Makoto y Kazuhiro se llevaran mal, como la liebre y el lobo, su madre parecía haberle caído en gracia.
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Juntos, subimos al segundo piso, donde se encontraba la habitación de Makoto. Kazuhiro, curioso, se sentó en la cama y, mientras ojeaba los libros de la mesita de noche, yo me senté en la alfombra del suelo e inspeccioné las estanterías llenas de juguetes. Reconocía cada uno de ellos: camiones, figuritas, libros de colorear, y pelotitas.
—Solía pasar muchas horas aquí... —señalé la fila de figuras de acción sin piernas— todas esas las rompí yo —tomé una de mis favoritas, la de Ultrahombre— siempre que Makoto me enfadaba rompía sus juguetes, después corría a su madre llorando, pero la señora Takagi siempre me perdonaba. y prometía comprarle más.
—Esa mujer realmente te idolatra.
Confundida, me giré hacia él— ¿a qué te refieres?
—Ya sabes —pasó de hoja, cabizbajo— el otro día también lo parecía, te tiene en gran estima.
—Ah, sí, ella... —dejé el muñeco en la estantería. Acaricié la balda, llena de polvo.
La señora Takagi me regaló muchos juguetes, y me dejó quedarme muchos días a cenar en su casa, cuando aún vivían en Shibuya. Sí, Kazuhiro tenía razón, la señora Takagi solo hablaba cosas buenas de mí, como que era muy creativa, muy entusiasta, o que tenía mucho talento. Pero desde bien pequeña siempre supe cuál era la verdad tras sus muestras de cariño incondicional. No era algo que me hiciera feliz, tampoco infeliz. Más bien, me hacía sentir culpable.
—¡¿Esta eres tú?!
Ante su grito, me volví hacia él de nuevo y, al darme cuenta de que en sus manos no tenía un libro, sino un álbum de fotos, me levanté atropelladamente, y corrí a sentarme a su lado, en la cama.
La imagen mostraba a dos niños, de apenas cuatro años, jugando en un parque de arena. Aunque más bien él jugaba, excavando con su pala, y yo me rebozaba en la arena.
—No recuerdo esta foto... —murmuré.
—¿Sois Takagi y tú?
Asentí— cuando estábamos en el jardín de infancias —señalé el uniforme azulado.
—Os conocéis desde hace tanto tiempo —bisbiseó.
Pasé la siguiente página. Y la siguiente, y la siguiente.
Vi pasar ante mis ojos años y años al lado de él. En la clase del parvulario, de pie, llevando nuestras fiambreras; haciendo los deberes del colegio en su salón; en la playa de la bahía, vistiendo el uniforme de la escuela media, con nuestras bicicletas tendidas en la arena; reunidos en la mesa de siempre del bar, todos juntos, Reina, Minato, Miyoko, Makoto y yo, junto a mi tía, siempre en el medio, estrechándonos entre sus brazos desde atrás del sofá. Siguió pasando fotos, hasta llegar a la más especial de todas, la misma foto que tenía mi tía en el álbum que guardaba en su bar.
En nuestros uniformes de secundaria, llevaba en mi mano mi diploma, sonriendo de oreja a oreja, alzando el símbolo de la victoria con mis dedos. Bajo la copa de un cerezo, al lado de Makoto, quien, con las manos en los bolsillos, también sonreía.
—Es la foto de nuestra graduación.
El recuerdo seguía fresco: el aroma de los cerezos en flor, la quietud alrededor de Makoto, la brisa, suave, y mi falda, ondeando con ella.
—Durante todo el día Makoto permaneció callado, más quieto de lo usual. No fue hasta que Miyoko nos tomó esta foto que sonrió —acaricié el álbum— noté que algo iba mal, pero no le di importancia. Sabía que sus padres llevaban mucho tiempo discutiendo, e imaginaba que sería eso lo que le perturbaba —reí por lo bajo— él ya habría tomado la decisión de irse con su madre, pero yo aún no lo sabía. Aquí seguía creyendo que estaríamos juntos otros tres años más.
Kazuhiro permaneció en silencio. Noté sus ojos sobre mí, fijos, no se movieron, y de soslayo, capté parte de su semblante, serio. No parecía estar enfadado, tampoco triste. —Me gusta más tu pelo largo —finalmente habló.
—¿Mi pelo? —elevé la cabeza, encarándolo.
Tomó en sus dedos uno de mis mechones y lo analizó detenidamente. Yo, avergonzada, aparté la mirada.
Enredó el mechón alrededor de su dedo índice— hace resaltar tu cuello —el tono sosegado y grave en su voz al murmurar me erizó la piel.
Asentí, nerviosa— gracias —susurré.
Un tamboreo discontinuo me sacudió por dentro. A pesar del frío, el calor desbordante en mi pecho, me acogió. Tuve miedo, sabía lo que pasaría, no era la primera vez, y estaba segura de que tampoco sería la última. Quizás eso, saber que volvería a pasar en cualquier momento fue lo que finalmente me hizo dar el paso: volverme hacia él. Encontrar sus ojos.
Su pupila, negra, consiguió enajenarme. Muchas veces trataba de arrastrarme hacia las olas, turbulentas, pero conseguía escapar. Sin embargo, cara a cara con él, sintiendo su aliento tan cerca de mí, quería que me arrastrara.
Su mano se desplazó hacia mi mejilla, tomándome del cuello y deshaciendo el remolino de mi mechón, se acercó.
Una parte de mí quiso convencerse de que todo era un juego, una broma. «Sepárate» pensé, «sepárate, sepárate» le supliqué una y otra vez.
Pero ya era demasiado tarde, no me iba a soltar. Su respiración y la mía ya eran una, y a cada segundo, la distancia entre sus labios y los míos se acortaba. Podría haberme detenido, pero no quise.
Se rozaron, bajé los párpados, su mano me apretó y— ¡que salgan inmediatamente de mi cuarto! —un grito nos interrumpió.
Sobresaltados, nos separamos con brusquedad, temiendo que la puerta se abriera en cualquier momento.
Mi corazón se volvió a acelerar, mucho, mucho más fuerte. Lo oí retumbar en mi sien, sin parar. El dolor se acentuó cuando noté mi garganta cerrarse, e incapaz de mirarlo, tomar aire, ni soltarlo, me levanté de la cama. Sin decir ni una mísera palabra, salí de ahí lo más rápido que pude.
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Al acercarme a las escaleras y mirar hacia el salón, de donde provenían los gritos, vislumbré a Makoto, como ya me esperaba, riñendo a su madre, en una acalorada discusión que parecía ir aumentando de intensidad. Manami, mientras, sentada en el sofá, revisaba su teléfono, ignorando por completo las voces de su prometido.
—¡Makoto! —le llamé, bajando.
Aludido, se volvió hacia las escaleras, y al verme, su expresión se relajó— Ayumi —corrió hacia mí— ¡¿qué estabas haciendo en mi cuarto con ese pintamonas?! —y así, su ceño se volvió a fruncir al instante.
Avergonzada, agaché la cabeza— tranquilo, solo estábamos charlando.
Chasqueó la lengua, cruzándose de brazos— ¿los dos solos?, ¿dónde está tu sentido de la supervivencia?
Molesta, apreté las manos en dos puños— lo siento, no quería molestarte.
—Tú no eres quien se debe disculpar —me dio un suave golpe en el hombro— ¡es ese imbécil! —y al momento, se aventuró hacia las escaleras.
—¡Basta! —pero el grito de mi tía le detuvo. Cansada, salió de la isla de la cocina y caminó hacia él— entiendo tu frustración, y aprecio que te preocupes tanto por Ayumi, pero Kazuhiro nunca le haría daño —suspiró—. Además, hoy es un día especial, esta será la última vez que estarás aquí, con Miyoko, Minato, Reina y Ayumi, no lo estropees más. Hagamos lo posible por despedirnos de este lugar con el mejor recuerdo posible.
Las dulces palabras de mi tía parecieron llegar al corazón de Makoto, quien, calmado, no pudo hacer otra cosa que asentir, y, reticente, apartarse de las escaleras.
—Tranquilo, Takagi —oímos su voz desde arriba. Todos elevamos la cabeza hacia el segundo piso, desde donde Kazuhiro, apoyado en la barandilla con sus antebrazos, sonrió, pícaro— nunca haría nada en contra de la voluntad de Ayumi.
«¿Eh?», preocupada, enarqué las cejas, «¿qué quiere decir con eso?».
—¡Suficiente! —exclamó la madre de Makoto con una sonora palmada. Caminó hacia el porche del jardín y deslizó la ventana corrediza, dejando entrar la brisa, helada— ¿por qué no salís a despejaros un poco entre lo que Sumire y yo terminamos de preparar la comida?
—Mamá, no creo que...
—¡Hey, eso no es justo! —un agudo y singular grito interrumpió a Makoto.
Al asomarnos hacia el jardín, vimos cerca de la entrada de la verja a Miyoko, con un puñado de hojas secas en una mano. Corriendo, estrechó el brazo hacia atrás, tomó inercia, y se lo estrelló a Reina en la espalda, quien, de cuclillas, recogía hojas del suelo. Molesta, Reina, agarró otro puñado de hojas marchitas, levemente húmedas, y se la devolvió apuntando a la cara.
«¿Pero qué...?»
—¡Lluvia! —repentinamente, Minato apareció con un gran saco de basura, repleto de más hojas secas, que, sin dudar, esparció sobre las dos antes de salir corriendo.
«Parecen niños» pensé, sonriente.
Entre risas, Miyoko se giró hacia el porche y, al percatarse de nuestra presencia, nos saludó— ¡buenos días!
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Makoto.
—¡Una guerra por ver quien acaba más sucio! —le respondió Minato— ¿os unís?
Makoto, aturdido, negó rascándose la nuca— creo que voy a pasar...
—¡Vamos, vamos! —pero la voz entusiasta de Manami lo interrumpió. Alegre, se levantó del sofá, dejando caer el teléfono sobre el cojín, corrió a tomarle del brazo— ¡será divertido! —ladeó la cabeza.
—Manami, no me apetece...
—¡Miyazaki! —Manami se volvió atrás, hacia lo alto de las escaleras— ¡tú también, vamos!
—¡¿Manami?!, ¡¿no me has oído?! —molesto, Makoto trató de apartarse, pero no pudo. Manami consiguió arrastrarlo hasta saltar el engawa y zambullirse con sus amigos, entre el barro y las hojas.
Oí a lo lejos las pisadas apresuradas de Kazuhiro por las escaleras, y al instante corrió frente a mis narices para, como ellos, unirse al campo de batalla.
Inerte, les observé pelear. Pensé en seguirlos, pero no pude dar el paso. La sonrisa de Kazuhiro me impidió caminar.
—¿Ayumi? —oí a la señora Takagi acercarse a mí— ¿no quieres salir?
Sacudí la cabeza— no me apetece. Tengo frío —le sonreí.
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Acabé sentada en la mesa del salón con un té caliente que la madre de Makoto insistió en servirme. A lo lejos, hacia la derecha, en la cocina, podía escuchar las riñas de mi tía con la señora Takagi por marinar mal la carne, y a lo lejos, hacia la izquierda, por el ventanal del porche, podía escuchar las risas de mis amigos.
No, no tenía frío; el tenue calor de sus labios seguía haciéndome cosquillas. Lo que tenía era miedo. A diferencia del calmado Kazuhiro, quien siempre parecía tener la situación bajo control, yo sucumbí al nerviosismo.
«Makoto» me repetí su nombre. Rodeada de la presencia de Makoto, en la habitación de Makoto; en la casa de Makoto, no dudé en dejar que Kazuhiro se acercara. Es más, yo quise acercarme.
Al cerrar los ojos olvidé a Makoto, como también olvidé a Nanako. Mi garganta se cerró, una presión intensa me estranguló la laringe, a la vez que el calor en mi mejilla subía de temperatura. No solo eran sus labios, su tacto entero perduraba en mi piel. Y su voz rasposa al hablar en voz baja en mis oídos, en mi mente. «Soy detestable» bajé los párpados, sujetándome la cabeza.
Sabía, desde hacía ya un tiempo que Kazuhiro me atraía. Fingir que no era atractivo resultaba estúpido, y aunque algunas veces podía ser frío o antipático, conocía su lado más amable. Por mucho que fuera un cerdo y un imbécil en ocasiones, era la única persona en la que me había apoyado desde hacía ya casi tres meses.
Pero en mi corazón seguía viviendo Makoto, lo sabía. Lo sabía tan bien como sabía que en el de Kazuhiro vivía Nanako, la misma chica a la que llevaba una semana ayudando para, en teoría, conquistarlo.
«Soy una mala persona» apreté los dientes. Mi pecho dolía, y es que, por mucho que sabía y sabía, no podía dejar ir el anhelo de haber acabado de acoplar mi boca con la suya.
Suspiré, angustiada, extendí los brazos en la mesa, dejando la cabeza reposar sobre la superficie del mantel, helado.
—¿Estás bien, Ayumi? —oí una voz acercarse. Al segundo, su mano me acarició la cabeza con delicadeza.
Volví a abrir los ojos, girándome hacia la derecha. Lentamente la imagen se enfocó y vi la radiante sonrisa de la señora Takagi con total claridad.
—Sí —le devolví la sonrisa— gracias, señora Takagi.
—¿Estás segura? —siguió acariciándome— te noto preocupada.
Una parte de mí quería ser sincera, decirle que no estaba bien, pero que tampoco podía entender por qué. El miedo de lo que podría pensar de mí si le dijese que pensaba en Kazuhiro, y no Makoto; que había besado a Kazuhiro, y no a Makoto, me paralizó. Con los labios sellados, traté de deshacer el nudo en la garganta tragando saliva.
—Si no quieres, no hace falta que me lo cuentes, pero —sus dedos se detuvieron— no te olvides de que aquí siempre tendrás una familia.
No era la primera vez que me lo decía, pero me chocó escucharlo después de tanto tiempo. Ser parte de su familia. De aquella casa, de los Takagi.
Un enorme torrencial, cargado de recuerdos, me empapó. Frente a mí, reflejada en el cristalino iris de la señora Takagi, vi cada tarde de estudio en el verano junto a Makoto, pidiendo salir al jardín. Vi todas las veces que corrí desde mi casa hasta la suya, llorando a moco tendido por un perdón. Todos los años preparando la comida junto a ella.
Vi las noches durmiendo en la habitación de Makoto, charlando por horas sobre miles de temas banales, como el último capítulo de nuestra serie favorita, o el nuevo juguete de temporada.
Vi todo lo que ese lugar representaba para mí: mi vida al lado de Makoto. Pensar en que todo iba a desaparecer me estremeció por dentro.
—Señora Takagi —la llamé con dificultad— ¿de verdad esta será la última vez que venga aquí?
Sorprendida, la señora Takagi apartó su mano y, suspirando, deslizó la silla de al lado para, acto seguido, sentarse— Makoto quiere venderla a los Watanabe, construir en el terreno un hotel o unos apartamentos —echó un vistazo a la habitación, llena de estanterías repletas de libros y vajillas— yo no puedo hacer nada al respecto, legalmente está a su nombre. Su abuelo así lo quiso.
Elevé la cabeza de la mesa.
Su voz se quebró tenuemente— me duele mucho deshacerme de ella, pero no está en mis manos. Nunca fue mía —me miró, apenada, pero risueña— no quería quitaros vuestra última alternativa.
Negué con la cabeza— ya no necesito ninguna alternativa.
Ella en respuesta rió, volvió a acariciarme la cabeza antes de levantarse de nuevo. —Lo sé, por eso no lucharé más.
—¿Qué?
Ignoró mi pregunta y, dándose media vuelta, abandonó el salón.
—Ella... —murmuré— ¿no quería recuperar su casa?
—Qué charla más intensa —oí de la nada.
Al reconocer su voz me volteé hacia la puerta del porche, desde donde me observaba de pie.
—Kazuhiro... —musité, asombrada.
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Tal y como se esperaba, todos acabaron con la ropa manchada de barro, ramas y hojas secas por el pelo tras su pelea. Mis amigos fueron al baño, pero Kazuhiro, quien por suerte era el que menos manchado estaba, prefirió quedarse en el porche para que le ayudara a quitarse cada trozo de hoja y remitas de su pecho.
Sentado frente a mí, cabizbajo, esperó a que le retirara las ramas atoradas en su cabellera. Tras haber desenredado 4, suspiré— ¿qué clase de guerra ha sido esa?
—A vida o muerte.
—Ya veo —con cuidado de no hacerle daño continué quitando tallitos.
—Estoy agotado —se quejó— ya quiero llegar a casa, ducharme, y dormir.
Arqueé una de mis cejas— ¿no es muy pronto como para pensar en dormir? Ni siquiera hemos comido.
—Dices eso porque no has tenido que correr de las zarpas de Minato.
—En eso tienes toda la razón —reí.
Por lo menos, hablar con él no era raro. A diferencia de lo que ocurrió en nuestro primer beso, la distancia no parecía haberse acortado, y eso, en parte, consiguió que mi corazón se encogiera.
No estaba segura de qué era lo que quería, de cuál era mi expectativa, de si debía estar feliz o triste. Su compostura, serena, me molestaba y me aliviaba a la vez.
—Aunque tienes razón —continuó hablando—, tengo hambre.
Su entrañable tono hizo que esbozara una sonrisa, tímida, que al poco derivó en una suave risa.
—¡Miyazaki!
Pero la risa se cortó al escuchar su llamada. Me aparté de él, quien levantó la cabeza, volviéndose al igual que yo hacia la puerta del salón, desde donde asomó Nanako— ¡Miyazaki, estás aquí! —exclamó antes de correr hacia el porche y abalanzarse sobre su cuello, tirándose al suelo.
Vi a Kazuhiro sorprenderse, abrir los ojos, y al momento, esbozar una sonrisa, revolviéndole el pelo.
Entendí que mi presencia estorbaba. Acongojada, me levanté y caminé hacia la cocina, dejándolos a solas.
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Aquella tarde comimos, nos reímos, cantamos y nos divertimos como nunca lo habíamos hecho. Manami, aunque incómoda, consiguió entablar conversación conmigo sobre las fotos que había sobre las estanterías del salón de Makoto y yo en el colegio, lo que pareció complacer de cierto modo a la señora Takagi. Nanako y Kazuhiro, por otro lado, viajaron lejos de nosotros, encapsulados en su burbuja. Mientras que Miyoko, Minato y Reina no dejaron de discutir ni un solo minuto por el resultado de su guerra.
Rodeada de las personas que más atesoraba, traté de volver a grabar en mi cabeza todos los recuerdos que esa casa había retenido por tantos años.
Todos los dibujos que pinté colgados en la habitación de Makoto. El color de las manecillas de los únicos relojes que sabían la cantidad de horas que había cantado en su cuarto, en el jardín, o en el salón. Las cajas con los materiales de costura que su madre utilizó para arreglar mis vestidos, y la textura de la madera de aquella única mesa en la que jugaba a las cartas con todos ellos. Los jarrones que rompimos con balones en el jardín cada verano.
Hice el esfuerzo de recordar la expresión en los rostros de Miyoko y Minato la primera vez que pasaron por la puerta, y el sonido de la primera risa de Reina al descubrir su palacio.
No sabía si aquella sería la última vez que pisaría el suelo de la mansión de Setagaya, y, temiendo que así fuese, quise darle la mejor de las despedidas, comiendo con los Takagi, como antaño.
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Al acabar de comer, todos nos dirigimos al bar de mi tía. La señora Takagi cerró con llave la casa, se la dio a Makoto, y nos despedimos de ella.
Los demás, aún sedientos de espectáculo, le suplicamos a mi tía abrir el bar en su día libre, y tras mucha insistencia, terminó por ceder. A las 7.00 de la tarde la noche acababa de comenzar.
Los hermanos Ikeda, junto con Nanako y Kazuhiro se subieron al escenario para tocar. Los restantes nos sentamos en la mesa de siempre y charlamos, recordando un poco mejor la mansión.
—Me acuerdo de cuando Minato y Makoto me encerraron en la despensa —estableció Reina en un monótono tono— creo que ahí fue cuando desarrollé claustrofobia.
—Re-Reina —tartamudeó Makoto— lo siento muchísimo —y se inclinó en una disculpa.
—Tranquilo, no te preocupes —respondió ella. Tomó un pequeño sorbo de su botellín y suspiró— llevo años planeando mi venganza.
Makoto, helado, fue incapaz de pronunciar ni una sola palabra.
—Ayumi —me llamó Reina— ¿cuál es tu recuerdo favorito en la casa de Makoto?
—¿El mío? —sonreí—. El día en el que Makoto me regaló sus llaves.
—¿Las llaves? —saltó Makoto, anonadado.
—Sí, las llaves —acaricié la cerveza con mis pulgares— cuando te vi sacarlas de tu mesilla con el llavero recién comprado, sentí que realmente tenía un lugar al que volver siempre que quisiera. Un hogar.
—Bueno —se reclinó en su asiento— siempre has sido una niña llorona, debía asegurarme de que estarías a salvo.
Niña. Otra vez, de nuevo, lo volvió a repetir. Que era una niña. Solo una niña. Y sonó rancio, mustio.
Pese a verlos moverse y hablar, en la pequeña esquina que Makoto y yo formábamos, mi concepción del tiempo se ralentizó. En la punta de mi lengua algo se quemaba. En mi garganta había una llaga.
Dejé el botellín en la mesa con fuerza, interrumpiendo con el sonido su conversación— iré a por aire —y me levanté.
—¿Ayumi? —creí escuchar a Makoto, pero el sonido de mis pisadas, entremezclado con la muchedumbre, lo tapó.
Ni siquiera cogí mi chaqueta, solo salí.
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Cerré la puerta trasera del bar, y caminé hacia el final del callejón, iluminado por las luces nocturnas de Shibuya. Cabizbaja, di varios pasos hasta que, de repente, fui capturada por una espesa nube.
—Tabaco —tosí, elevando la mirada.
Kazuhiro, apoyado contra la pared, tomaba caladas de su cigarrillo.
—Hola —le saludé.
Al oírme se giró hacia mí, apartó el cigarrillo de entre sus labios y me devolvió el saludo— hola.
Necesitaba ese aire fresco, irónicamente, contaminado. Por eso, terminé por apoyarme a su lado, con los brazos tras la espalda.
—¿Qué te trae por aquí? —inquirió.
Lo miré de reojo. La luz roja de los carteles, el semáforo, y las farolas, dejaban al descubierto lo afilada que era su barbilla y lo definidos que estaban sus pómulos, como su nariz, fina. Tomó otra calada, expectante.
—Sentía que necesitaba un poco de espacio.
Exhaló— ¿y no te importa que esté aquí?
Era plenamente consciente de lo que quería decir, pero no me atreví a hablarlo. Permanecí en silencio.
—Ayumi —me llamó— aún no hemos hablado del tema —y volvió a tomar otra calada.
Nerviosa, tragué saliva— creía que lo habrías dejado pasar.
Exhaló, sobrio, de nuevo— ¿acaso eso es lo que quieres?
No era justo. Nada justo. Durante todo el día me había estado torturando con el deseo de continuar lo inconcluso, con el recuerdo de su caricia, con las dudas y el arrepentimiento. Pero solo entonces, al final del día, una vez la noche se cernía sobre nosotros, me encaraba.
Por horas había querido verle perder la calma, o mínimamente afrontar el problema, pero hablarlo era mucho más difícil de lo que creía que sería. Apreté la manga del vestido— tampoco es como si para ti hubiera significado algo.
—Cierto —tomó otra calada— tienes toda la razón —y tras ello, soltó el cigarrillo en el suelo—. Esto nunca ha pasado —lo pisó, manteniendo la mirada conmigo.
Asentí, en silencio.
Con un gesto insípido se despidió de mí y caminó hacia la puerta. Las manos en los bolsillos.
—Cerdo... —mascullé.
Volví a mirar a la luna que días atrás nos había envuelto. Chasqueé la lengua y me reí.
Yo olvidé el hecho. Mi mejilla, por el contrario, seguía caliente. Y la verdad nunca estuvo de mi parte.
La otra verdad
EXTRA:
NT: Cuánto tiempo. No sé por dónde empezar... Lo primero, comunicaros que FSET quedó en primer lugar romance en los Premios Gemas Perdidas!! Increíble !! Estoy extremadamente agradecida a todo su equipo!! ¡No sé aún cómo asimilarlo!
Actualizaré poco, tanto en wattpad (estudios, vaya. Sigo con Japonés, batallando).
Acabo el comunicado dándoles las gracias de nuevo a PremiosGemasPerdidas y a las personas que sigáis leyendo esto. Sé que ha pasado mucho tiempo desde la última vez, pero tranquilos, que no pienso dejar de actualizar! さよなら❣
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