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05 -SECUESTRO

"Está hecho, Aeron. Llora si debes. Por Lucerys, por los caídos. Pero vuelve con nosotros. Rhaenyra te necesita. Yo te necesito. El fuego en nuestra sangre no se extingue solo; se aviva juntos."


(...)

El sol se hundía en el horizonte como una herida sangrante, tiñendo las olas de rojo y negro, un recordatorio cruel del mar que se había tragado a su hijo. Aeron Targaryen, el caballero más respetado de los Siete Reinosn ganador de innumerables torneos, salvador de batallas en las Marcas de Dorne, un hombre cuya espada era sinónimo de honor, ahora acechaba en las sombras como un depredador. Montado en Vermithor, el dragón de bronce y ojos como tormentas, observaba a Aemond paseando solo por la playa de Bastión de Tormentas. El príncipe verde parecía arrogante, su ojo zafiro reluciendo bajo la capa que ondeaba con el viento. Vhagar patrullaba los cielos lejanos, pero Aemond había bajado a la arena, quizás para regodearse en su "victoria".

Aeron sintió el fuego valyrio en sus venas. Por Lucerys, pensó, por el chico inocente que mataste en el cielo. Por la usurpación del trono que le robó a Rhaenyra, mi reina y mi amor. Por mis otros hijos, caídos por culpa de esta guerra. Todo por su ambición podrida. El honor que lo había definido se evaporaba en la ira, dejando solo un Targaryen puro, sediento de sangre.
Descendió silenciosamente, Vermithor aterrizó con un sigilo felino. Aeron se acercó por detrás, sus botas hundiéndose en la arena húmeda, la daga envenenada en mano. Aemond se giró al oír un susurro del viento.

—¿Quién se atreve a interrumpir mi soledad? Muéstrate, cobarde. —No tuvo tiempo de desenvainar. Aeron lo embistió como un rayo, clavando la daga en su hombro, inyectando un veneno que paralizaba los músculos pero dejaba la mente alerta. Aemond jadeó, su espada cayendo inerte.

—No soy un cobarde, Aemond. Soy el padre al que le robaste un hijo. Y ahora, pagarás por cada gota de sangre Targaryen que has derramado.

Aemond se desplomó, sus ojos ardiendo de furia mientras el veneno lo inmovilizaba. Aeron lo arrastró hacia Vermithor, amordazándolo con un trapo empapado en agua salada, el sabor del mar que recordaba la tumba de Lucerys. El dragón alzó el vuelo, cortando la tormenta que se avecinaba, llevándolos a una cueva oculta en las costas rocosas de Rocadragón. Allí, en la penumbra húmeda, iluminada por antorchas que proyectaban sombras danzantes como dragones enfurecidos, la verdadera agonía comenzaría.

Aeron ató a Aemond a una roca erosionada por el mar, sus cadenas forjadas en acero valyrio que mordían la piel. El veneno se disipaba lentamente, permitiendo que Aemond sintiera cada pulso de dolor. Aeron se quitó la capa, revelando su armadura marcada por batallas pasadas, símbolos de su fama como caballero. Pero ahora, sus ojos violetas ardían con una locura que ningún torneo había visto.

—Mírame, Aemond. Soy Aeron Targaryen, el León de los Siete Reinos, el que salvó a Desembarco del Rey de los piratas en su juventud. La gente me llama honorable, pero tú... tú has despertado el dragón en mí. Por Lucerys, mi hijo, al que cazaste como a un animal sobre las aguas. ¿Recuerdas su grito? ¿Su dragón destrozado por Vhagar?

Aemond escupió sangre, su voz ronca pero desafiante.

—Fue un accidente. El chico era débil, como su madre. Rhaenyra nunca mereció el trono, y tú, un cobarde que huyó, aún menos.

Aeron lo abofeteó con el dorso de la mano, el anillo de su casa dejando un corte en la mejilla de Aemond. La sangre goteó, mezclándose con el sudor.

—¡Mentiroso! Lo perseguiste. Lo viste caer al mar, y te reíste. Pero eso no es todo. La usurpación... Aegon sentado en el Trono de Hierro que le pertenece a Rhaenyra por derecho. ¿Cuántas vidas ha costado su ambición? Mis aliados muertos, las tierras saqueadas sin razón.

Sacó una daga curva, calentándola en la hoguera hasta que el metal brillara rojo. Presionó la hoja contra el brazo de Aemond, quemando la piel en una línea lenta y deliberada. Aemond gritó, su cuerpo convulsionando contra las cadenas.

—¡Ahh! Maldito seas... El trono es de Aegon. Los dioses lo han elegido.

—Los dioses no eligen traidores. ¿Y mis otros hijos?. Sus muertes pesan en ti y tu familia, Aemond. Cada una es una llama que te consumirá.

Aeron vertió sal en la quemadura abierta, el dolor amplificándose como fuego valyrio. Aemond jadeó, lágrimas involuntarias rodando por su rostro, pero su ojo zafiro aún desafiaba.

—Mátame de una vez, cobarde. Esto no te devolverá a tus bastardos.

Aeron lo golpeó en el estómago, doblándolo en dos. Luego, tomó un látigo improvisado de cadenas finas, azotando la espalda de Aemond una y otra vez, cada latigazo un eco de su ira.

—¡No son bastardos! Son Targaryen, de sangre pura, como la que corre por mis venas. Tú y tu familia deshonraron nuestra casa. La guerra que desataron... pueblos muertos de hambre, hombres muertos en batallas insignificantes. Por cada aldea destruida en nombre de Aegon, sufrirás.

Los azotes continuaron, la piel de Aemond rasgándose, sangre salpicando las rocas. Horas parecieron pasar en esa eternidad de dolor. Aeron pausaba solo para interrogar, su voz un rugido bajo.

—¿Confiesas? ¿Admites que mataste a Lucerys por envidia, por odiar a Rhaenyra y a Daemon? ¿Por querer el trono para ti?

—Nunca... confesaré... nada. Eres un monstruo, no un caballero.

Aeron rió amargamente por esas palabras, un sonido roto por el dolor propio.

—Yo de verdad creí que podíamos ser una familia. —Sacó un frasco de esencia de fuego valyrio diluida, goteándola sobre una herida en la pierna de Aemond. La piel burbujeó y se derritió lentamente, el olor a carne quemada llenando la cueva.
Aemond aulló, su voz quebrándose por primera vez.

—¡Basta! ¡Por los Siete, basta!

—Los Siete no te salvarán. ¿Sientes esto? Es el fuego que sentiste al robar a Vhagar, pero multiplicado. Por la usurpación, por mis hijos muertos, por el reino que se desangra. Sufrirás hasta que ruegues por la muerte.

Aeron continuó, alternando golpes con cortes precisos, obligando a Aemond a revivir cada agravio: la coronación de Aegon, la muerte de Lucerys detallada, las batallas perdidas. El príncipe verde se debilitaba, su arrogancia resquebrajándose, pero Aeron no paraba. Su honor olvidado, solo quedaba la ira, un dragón desatado en la oscuridad.
Finalmente, exhausto pero no saciado, Aeron se apartó, jadeando.

—Esto no acaba aquí, Aemond. Pagarás cada lágrima derramada por mi familia.

Aemond, colgando de las cadenas, murmuró débilmente.

—Mátame ahora.

Aeron rió seco mientras fijaba su mirada en él—. No, sufrirás como yo sufro cada día sin mis hijos.

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Una semana había transcurrido desde el secuestro, una eternidad de sombras y agonía en la cueva oculta de Rocadragón. Cada día, Aeron Targaryen, abandonaba el castillo al amanecer. Montado en Vermithor, el Bronce Furioso, cuyo rugido hacía temblar las olas, volaba hacia la costa remota. Nadie cuestionaba sus salidas al principio; la guerra devoraba a todos, y el duelo por Lucerys y sus hermanos, era un velo que cubría Rocadragón como una niebla espesa pues no solo había muerto Visenya, poco después se descubrió que Rhaenyra estaba embarazada pero lo perdió 5 noches antes de su nacimiento.

Pero los rumores se extendieron como fuego valyrio: el Príncipe Aemond, el tuerto, el asesino de dragones, había desaparecido. Susurros en Desembarco del Rey hablaban de traición, de un ataque negro; en los salones de los Verdes, Alicent y Aegon enviaban cuervos y espías, desesperados por hallar a su guerrero más feroz.

Rhaenyra, escuchó los rumores en el consejo de guerra, su rostro pálido como la luna. "¿Aemond desaparecido? ¿Podría ser obra de nuestros aliados?" murmuró, su voz teñida de esperanza y sospecha. Daemon, a su lado, frunció el ceño, sus ojos violetas escrutando el horizonte. Notaba la ausencia de Aeron: el hombre que una vez llenaba el castillo con risas y planes ahora era un fantasma. No pasaba tiempo con ellos en las cámaras privadas, donde su amor se entretejía como hilos de seda y fuego. Ni siquiera atendía a sus otros hijos. Aeron volaba solo, regresando al atardecer con la mirada perdida, el olor a sal y humo pegado a su piel.

Daemon, no era hombre de paciencia. Una mañana brumosa, cuando Vermithor alzó el vuelo una vez más, Daemon montó en Caraxes, y lo siguió a distancia, oculto entre las nubes tormentosas. El viaje fue corto: Vermithor descendió hacia la cueva, y Daemon aterrizó sigilosamente en un acantilado cercano. Se acercó a pie, espada en mano, el corazón latiéndole con curiosidad y furia. Al entrar en la penumbra húmeda, iluminada por antorchas parpadeantes, vió la escena: Aemond Targaryen, el príncipe verde, amarrado a la roca como un animal herido. Su cuerpo era un mapa de tormento, heridas cicatrizadas a medias, piel quemada y lacerada, el ojo zafiro opaco por el agotamiento. Débil, jadeante, apenas un susurro de su antigua arrogancia.
Daemon se detuvo, una risa oscura brotando de su garganta, resonando en las paredes de la cueva como un trueno lejano.

—Por los dioses antiguos y nuevos... ¿Esto es obra tuya, Aeron?. El tonto de Aemond, reducido a esto. Se lo merece, el bastardo. Por Lucerys, por la usurpación, por cada gota de sangre que ha derramado.

Pero entonces vió a Aeron, sentado en una roca opuesta, con una botella de licor dornés en la mano, el líquido ámbar goteando por su barbilla. Estaba borracho, los ojos inyectados en sangre, el rostro surcado por líneas de dolor que ningún caballero honorable debería mostrar.

Su armadura estaba sucia de sangre seca y sudor, y el aire de la cueva era un hedor asfixiante: el dulzor empalagoso del licor mezclado con el metálico de la sangre, el acre del sudor rancio, y un velo intangible de tristeza que lo impregnaba todo, como el humo de un dragón moribundo.
Daemon se acercó, su expresión endureciéndose. Tomó la botella de las manos temblorosas de Aeron y la arrojó contra la pared opuesta, donde se hizo añicos en un estallido de vidrio y alcohol.

—¿Qué demonios haces, Daemon? —gruñó, poniéndose de pie tambaleante, su rostro contorsionado por la ira. Se acercó a él, pecho contra pecho, el aliento alcohólico invadiendo el espacio entre ellos—. ¡Esa era mía! ¿Vienes a juzgarme ahora? ¿Tú, el que ha bañado Poniente en sangre?

Los dos hombres se enfrentaron, la tensión eléctrica en el aire fétido. Daemon no retrocedió, sus manos cerrándose en puños.

—Mírate, Aeron. El gran caballero de los Siete Reinos, reducido a esto: torturando a un prisionero como un salvaje. Disfruto viéndolo sufrir, sí, por Lucerys, por el trono robado, por nuestros hijos muertos en esta guerra maldita. Pero ¿esto? Debes parar. Para ya.

Aeron lo empujó sabiendo que las palabras eran verdad, su fuerza aún formidable pese al licor, pero Daemon lo agarró por los hombros, inmovilizándolo contra la pared rocosa.

—¡No me digas qué hacer! Él mató a mi hijo... a nuestro hijo. Lucerys cayó al mar por su culpa. Y la usurpación... Aegon sentado en el Trono de Hierro, Alicent conspirando en las sombras. Mis otros hijos... muertos, todos por ellos. ¿Por qué debería parar?

—Por Rhaenyra, maldita sea. Por ella, que te ama y te necesita entero, no roto por esta venganza. Por tus hijos que aún viven, los que te miran y ven un padre ausente, volando a dioses saben dónde. No estás bien, Aeron. Esto te está consumiendo. Si Rhaenyra se entera... si descubre que has secuestrado a Aemond y lo has torturado como un verdugo común, todo se vendrá abajo. Nuestra alianza, nuestra familia, el amor que nos une. ¿Quieres eso? ¿Quieres destruir lo poco que nos queda?

Aeron se debatió un momento, su mirada perdida en las sombras de la cueva, como si buscara respuestas en la oscuridad. El dolor en su rostro era palpable: lágrimas no derramadas, labios temblorosos. Escuchó en silencio, el pecho subiendo y bajando con respiraciones irregulares. Luego, una risa amarga escapó de su garganta, hueca y sin humor, un sonido que cortaba más que cualquier espada.

Aeron no dijo nada más. Solo rió, una carcajada rota que reverberó en la cueva, mezclándose con los gemidos débiles de Aemond.

Daemon lo soltó, su expresión suavizándose por primera vez. Sabía que la risa era el escudo de un hombre al borde del abismo. Se giró hacia Aemond, quien observaba la escena con un ojo vidrioso, demasiado débil para hablar.

—Suficiente. Lo soltaremos. No por piedad, sino porque muerto o roto, nos sirve más vivo para sembrar el caos en los Verdes. Que vuelva a ellos como un espectro, contando cuentos de nosotros, de ti.

Aeron no protestó. Juntos, desataron las cadenas de Aemond, quien se derrumbó en el suelo como un saco de huesos. Daemon lo arrastró fuera de la cueva, hasta el acantilado, donde Caraxes esperaba. Con un empujón, lo montaron en el dragón, en Vermithor, aquel dragón seguía al pie de la letra las órdenes de su jinete, lo enviaron volando hacia el sur, débil pero vivo, un mensaje viviente de venganza incompleta.

De vuelta en la cueva, ahora vacía salvo por los ecos del tormento, Daemon y Aeron se quedaron solos. Aeron se dejó caer contra la pared, exhausto, el licor y la ira abandonándolo como un veneno purgado. Daemon se sentó a su lado, rodeando sus hombros con un brazo fuerte, un gesto raro de vulnerabilidad entre dos guerreros Targaryen.

—Está hecho, Aeron. Llora si debes. Por Lucerys, por los caídos. Pero vuelve con nosotros. Rhaenyra te necesita. Yo te necesito. El fuego en nuestra sangre no se extingue solo; se aviva juntos.

Aeron apoyó la cabeza en el hombro de Daemon, las lágrimas finalmente cayendo, silenciosas como la lluvia en el mar. En esa cueva de dolor, encontraron un atisbo de consuelo, un vínculo inquebrantable en medio de la tormenta.

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