16 -TORMENTA
"Los Targaryen no olvidamos."
(...)
El aire todavía olía a cenizas y tristeza cuando el eco de las llamas se extinguió. La ceremonia de cremación del bebé había dejado una huella en todos los presentes, pero especialmente en Rhaenyra, Aeron y Daemon, quienes permanecieron de pie frente a los restos humeantes, sin moverse, como si el tiempo se hubiera detenido.
El silencio era pesado, cargado de una tristeza insoportable. Rhaenyra, con la mirada perdida en las brasas, se aferraba a su propio dolor. Aeron mantenía los puños cerrados, conteniendo la ira y la impotencia que lo consumían. Daemon, por su parte, respiraba con dificultad, su mirada fija en las llamas como si estuviera conteniendo un huracán de emociones.
De repente, el sonido de pasos se escuchó en la lejanía. Una figura apareció en la penumbra, avanzando con decisión entre las sombras hasta detenerse a pocos metros de ellos. Era un hombre vestido con una armadura negra y roja, su capa ondeando suavemente con la brisa del mar. Su rostro, solemne, reflejaba respeto y lealtad inquebrantable.
Era Ser Erryk Cargyll.
Aeron lo reconoció de inmediato. Su mirada se clavó en él con intensidad, su mente recordando el mensaje que había recibido días antes. El caballero se detuvo frente a ellos y, sin dudarlo, cayó de rodillas. Su mano derecha se deslizó bajo su capa, y cuando la retiró, sostuvo una corona dorada con ambas manos.
El brillo del oro contrastaba con la oscuridad de la noche. Era una corona con símbolos grabados, y en el centro, un círculo con la figura del dragón de tres cabezas, el emblema de la Casa Targaryen.
Erryk inclinó la cabeza y habló con voz firme, clara y solemne.
—Juro lealtad a la reina. Juro protegerla hasta el fin. No tomaré esposa, no tendré tierras, no engendraré hijos.
Rhaenyra, aún sorprendida, alzó la vista y miró a Aeron y Daemon. Los tres compartieron una mirada cargada de emociones, como si estuvieran procesando la magnitud de aquel momento. Aeron no apartaba la vista de Erryk, tratando de leer en sus ojos la verdad de su juramento. Daemon, por su parte, tomó la corona con delicadeza, inspeccionándola con una expresión inescrutable.
Erryk no se movió. Continuó hablando con la misma convicción.
—Guardaré los secretos, cabalgaré a su lado, defenderé su nombre y su honor.
Su voz se quebró levemente al final, pero su determinación se mantuvo intacta.
Rhaenyra tragó en seco. Respiró profundamente, sintiendo que su corazón latía con fuerza en su pecho. La mirada de Aeron se tornó más suave, pero sus ojos aún reflejaban la tormenta de sentimientos que lo habitaban. Daemon, con un gesto casi reverente, cerró los ojos por un breve instante antes de volver a abrirlos y fijarse en su esposa.
Ser Erryk entonces giró su mirada hacia Aeron, y con la misma devoción, prosiguió:
—Juro lealtad al rey consorte. Juro proteger el reino de todo mal, y daré mi vida si fuera necesario.
Aeron sintió que un escalofrío recorría su cuerpo. La intensidad de aquellas palabras resonó en su interior, como si el destino le estuviera recordando su papel en aquella historia. Miró a Rhaenyra y a Daemon, sintiendo la profunda conexión que los unía, esa lealtad indestructible que se había forjado con sangre, fuego y sacrificios.
Daemon se acercó a Rhaenyra con una solemnidad casi reverencial. Sus ojos violetas la observaron con una mezcla de respeto y orgullo. Elevó la corona con ambas manos y, con cuidado, la colocó sobre la cabeza de Rhaenyra.
El metal dorado descansó sobre su cabello plateado como si siempre hubiera pertenecido allí.
Hubo un instante de absoluto silencio.
Entonces, Aeron rompió la quietud con un grito firme y directo, cargado de una emoción incontenible:
—¡Larga vida a la reina!
Su voz resonó en todo Dragonstone, expandiéndose como el rugido de un dragón.
Uno a uno, todos los presentes comenzaron a arrodillarse ante Rhaenyra. Primero Ser Erryk, manteniendo la cabeza gacha en señal de respeto. Luego, los caballeros y soldados que habían permanecido en silencio, los sirvientes, los velaryon y los Targaryen más jóvenes. Incluso Baela y Rhaena, que estaban entre los presentes, siguieron el gesto con solemnidad.
Aeron sintió una emoción incontenible. Sus ojos se encontraron con los de Rhaenyra, y en ellos vio la fortaleza de una mujer que había soportado demasiado, que había perdido tanto y, aun así, seguía en pie.
Daemon, con una leve sonrisa, la miró con la misma devoción. En ese instante, supo que todo lo que habían vivido los había llevado hasta ahí.
Con un movimiento fluido, Aeron se arrodilló ante Rhaenyra. Un instante después, Daemon hizo lo mismo.
Los tres permanecieron así, mirándose en un silencio cargado de emociones. Rhaenyra tragó en seco, conmovida. Por un momento, pareció que no tenía palabras para expresar lo que sentía, pero sus ojos hablaron por ella.
Aeron alzó la vista y sonrió levemente, sin romper la intensidad del momento.
—Eres nuestra reina. Siempre lo fuiste.
Daemon asintió, y sus labios se curvaron en una media sonrisa.
—Ahora todos lo sabrán.
Y en ese instante, con la luz del fuego reflejándose en sus rostros, la conexión entre ellos se intensificó. No eran solo esposos, no eran solo amantes o aliados. Eran uno solo. Un vínculo forjado en el fuego y la sangre.
Rhaenyra, con la corona sobre su cabeza, dejó que una lágrima solitaria recorriera su mejilla.
El reinado de la Verdadera Reina de los Siete Reinos acababa de comenzar.
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La sala de Rocadragón estaba en penumbras. Afuera, la tormenta rugía con furia, el viento golpeaba las ventanas y las olas chocaban contra los acantilados como si el mar compartiera la inquietud de aquellos dentro de la fortaleza.
Aeron se encontraba de pie, con la mirada fija en las llamas de la chimenea. Sus ojos seguían el danzar del fuego, pero su mente estaba en otra parte. Su cuerpo estaba inmóvil, rígido, como si presintiera algo que aún no podía nombrar.
Rhaenyra estaba sentada frente a él, su vestido negro cayendo sobre el suelo como una sombra viviente. Sus manos estaban entrelazadas, sus nudillos pálidos por la presión. Sus ojos, aquellos ojos tan fieros y llenos de vida, parecían apagados bajo el peso de la incertidumbre.
Sobre la mesa, el mapa del reino se extendía ante ellos, marcado con nombres y casas, fortalezas y promesas aún sin cumplir.
—Lord Borros Baratheon sigue sin responder. —susurró Rhaenyra, su voz apenas un eco—. Si no conseguimos su apoyo, Storm’s End quedará fuera de nuestro alcance.
Aeron asintió lentamente, sin apartar la mirada del fuego.
—Podemos enviar otro mensajero. O podemos enviar un dragón.
Rhaenyra cerró los ojos por un breve instante.
—Un dragón no nos dará su lealtad, solo su miedo.
—¿Acaso la diferencia importa? —su tono era frío, cortante.
Ella levantó la vista y lo miró fijamente. Aeron no parpadeó.
La guerra estaba sobre ellos, y la lealtad no podía esperar.
—Lucerys convencerá a los Baratheon. —dijo finalmente, con más convicción de la que realmente sentía.
Aeron apartó la vista y se apoyó en la mesa, observando el mapa con una expresión sombría.
—Más nos vale que lo haga.
El sonido de pasos apresurados interrumpió el silencio.
Los dos se giraron hacia la entrada justo cuando Daemon apareció.
Pero algo estaba mal.
Su postura, su expresión, la forma en que sus manos estaban tensas a los lados.
Aeron sintió que su estómago se hundía.
Rhaenyra lo sintió también.
—Daemon… —su voz era un susurro tembloroso—. ¿Qué pasa?
Daemon no respondió enseguida. Sus ojos se deslizaron hacia Rhaenyra, y por primera vez en toda su vida, Aeron vio algo en su mirada que casi nunca se veía.
Miedo.
Miedo no por él.
Miedo por ella.
—Lucerys. —murmuró Daemon.
El aire se volvió insoportablemente pesado.
Rhaenyra parpadeó.
—¿Qué pasa con Lucerys?
Daemon tragó saliva. Sus ojos se oscurecieron por una furia y un tormento indescriptibles.
—Aemond.
El corazón de Aeron se detuvo.
Rhaenyra se quedó en completo silencio.
Daemon cerró los ojos un momento, como si decirlo en voz alta lo hiciera real. Cuando habló de nuevo, su voz era rasposa, como si las palabras le desgarraran la garganta.
—Vhagar lo mató.
Rhaenyra pestañeó lentamente.
No respiró.
No se movió.
Nada.
El mundo dejó de existir en ese instante.
—No. —susurró, su voz frágil, inestable.
Daemon no apartó la mirada.
—No encontraron su cuerpo.
El aire en la habitación desapareció.
Aeron sintió que la habitación entera se cerraba sobre él, como si algo invisible le apretara el pecho.
Pero Rhaenyra…
Rhaenyra dejó de respirar.
Su cuerpo se paralizó por completo.
Sus ojos se quedaron clavados en Daemon, sin parpadear, sin comprender. Como si su mente se negara a aceptar lo que acababa de escuchar.
El silencio que siguió fue insoportable.
Y entonces, algo se rompió dentro de ella.
Un sonido escapó de su garganta, un sonido que no era ni un grito ni un llanto, sino un lamento desgarrador. Un ruido de agonía tan crudo, tan inhumano, que incluso la tormenta afuera pareció detenerse por un segundo.
—No… —negó con la cabeza, su respiración entrecortada—. No, no, NO.
Su pecho subía y bajaba con fuerza, su rostro se desfiguró por el horror.
—¡Mientes! —su grito hizo eco en las paredes de piedra—. Daemon, dime que es mentira. Dímelo.
Pero Daemon no lo hizo.
Porque no podía.
Y entonces Rhaenyra gritó.
Un grito que no era humano.
Era el rugido de una madre que había perdido a su hijo.
Su cuerpo se estremeció, sus piernas temblaron, su rostro se torció de dolor. Sus manos, las mismas que habían acariciado a su hijo, que lo habían sostenido cuando era un bebé, ahora estaban vacías.
Lucerys no volvería.
No había retorno.
Él estaba muerto.
Y algo en Rhaenyra murió con él.
Aeron se quedó allí, mirándola, con las manos temblorosas a sus lados. No se movió.
No podía.
Porque el dolor que sentía era tan profundo que ni siquiera tenía fuerzas para expresarlo.
Pero entonces, su mirada se desvió.
Su cuerpo reaccionó por puro instinto.
Su atención fue directamente al mapa.
King’s Landing.
La Fortaleza Roja.
El lugar donde Aegon y su familia dormían tranquilos mientras Lucerys era devorado por el mar.
Y de repente, la ira reemplazó todo lo demás.
Su temblor cesó.
Su expresión se endureció.
Su mandíbula se tensó.
Cuando habló, su voz fue un susurro letal.
—Voy a matarlos.
Daemon lo miró.
No hubo advertencias.
No hubo palabras de calma.
Solo el mismo odio oscuro reflejado en su mirada.
Rhaenyra seguía llorando, su pecho subiendo y bajando con respiraciones rotas, pero sus ojos…
Cuando finalmente levantó el rostro hacia Aeron, ya no había solo tristeza en ellos.
Había fuego.
Un fuego que consumiría a todos.
Y cuando Aeron finalmente habló de nuevo, su voz no era más que una sentencia.
—Los Targaryen no olvidamos.
El rugido de Syrax desgarró la noche, un sonido tan profundo y lastimero que hizo temblar los cimientos de Rocadragón. La gran dragona dorada alzó la cabeza hacia el cielo, batiendo sus alas con furia mientras el dolor de su jinete se filtraba en cada fibra de su ser.
El dolor de una madre.
El dolor de una reina.
Rhaenyra estaba de rodillas en el suelo de piedra, su pecho convulsionándose con sollozos silenciosos. Su cabello plateado caía sobre su rostro, sus dedos arañaban el suelo con desesperación, como si intentara anclarse a la realidad, como si al apretar con fuerza pudiera hacer que todo fuera una mentira.
Pero no lo era.
Lucerys estaba muerto.
Su niño. Su dulce niño.
Otro rugido se unió al de Syrax.
Vermithor.
El colosal dragón bronceado, el terror de las batallas pasadas, rugió con una fuerza tan ensordecedora que el suelo de la fortaleza vibró. No era solo un rugido de furia, era un llanto, una advertencia, una sentencia de guerra.
Aeron sentía la furia ardiendo en su sangre.
Su respiración era errática, sus ojos clavados en la tormenta que rugía en el horizonte. Su mandíbula estaba tensa, sus puños cerrados con tanta fuerza que las uñas se clavaban en su piel. La ira que bullía en su interior era pura, era salvaje, era peligrosa.
Caraxes lo sintió.
El dragón de Daemon dejó escapar un rugido espeluznante, su cuello alargado estremeciéndose, su cola golpeando el suelo con una violencia que rompió la piedra bajo sus garras. La ira de su jinete fluía por sus venas como veneno, y la suya propia se encendió en llamas.
Daemon estaba de pie, inmóvil, pero su furia era un huracán contenido.
Sus labios estaban apretados.
Su mirada oscura como el abismo.
Sus ojos se fijaron en Rhaenyra, en su cuerpo tembloroso, en su dolor insondable.
Y luego en Aeron.
No había necesidad de palabras.
Los dragones ya habían hablado por ellos.
El rugido de la venganza ya se había alzado en el aire.
Era solo cuestión de tiempo antes de que la tormenta se desatara.
Porqué La guerra ha comenzado.
(...)
—Aparezco denuevo, y con el último capítulo de la primera parte de este fanfic, espero que les guste, no olviden votar y comentar porfiss, no es justo que solo hayan más vistas que votos, interactúen con la historia, yy comenten que tal les pareció, besoss
-Ig: bookssangel
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