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Cinco

Papá llegó a casa antes que Anahí, y de alguna forma, lo agradecí, pues realmente necesitaba algo de privacidad. Asimismo, esta vez requería más de su consejo que el de mi madre. Para ella, seguía siendo un niño, y de seguro Sebastián también, aunque lo cierto es que yo ya era un adulto y tenía una familia. Debía hablar con alguien que pudiera ponerse en mi lugar, comprender mis sentimientos y todo lo que estaba en juego. Sin embargo, esa persona tampoco fue mi padre.

Para él, todo se redujo a un simple plan: obtener el número de Basti, llamarlo, decirle que no fuera un idiota nuevamente y que recuperáramos el tiempo perdido. Fue ahí cuando debí explicarle por primera vez que mi relación con Sebastián no era una simple amistad o pseudohermandad, y fue terrible asimilar el hecho de que en toda mi vida, jamás le había hablado a otra persona, además de mi madre, del gran amor que sentí por él. No sentí vergüenza, ni miedo; solo una nostalgia tan avasalladora como dañina. Papá me rellenó el vaso de cerveza y palmeó uno de mis hombros.

—¿De verdad piensas que jamás lo noté? ¿Qué clase de padre crees que soy? Hijo, solo tienes que llamarlo. Si hubiese deseado huir, ya lo habría hecho. Sabemos que es capaz de hacerlo. No creo que su presencia aquí sea una casualidad del destino. Y si lo es, no la desperdicies.

Sabía que tenía suerte con mi familia, pero sin duda, ellos jamás dejarían de sorprenderme. Seguimos bebiendo, tratando de apartar la melancolía para recordar los buenos momentos que pasamos cuando éramos cuatro en casa, y en medio de risas algo tristes, Violeta y Anahí aparecieron, iluminándolo todo.

Esa misma noche, luego de que volviéramos a ser solo mi esposa y mi hija en casa, comenzó la preparación del discurso con el que intentaría acercarme a él. Probé muchas opciones, día y noche, en voz alta frente al espejo, y en mi imaginación cada vez que podía. Para el domingo, en casa de mis padres, el nerviosismo me había consumido por completo con la inevitabilidad del tiempo frente a mí: solo faltaban dos días para volver a tenerlo frente a mis ojos. ¡Dos! Y mi madre no colaboraba, desempolvando con afán los álbumes familiares y restregándome la sonrisa de Basti en cada fotografía.

Era emotivo verla, porque así como yo ansiaba cerrar el ciclo con un amor de mi adolescencia, ella añoraba el regreso de uno de sus hijos a casa. No lo decía en voz alta, pero sabía lo mucho que se estaba conteniendo por no llamar ella, o incluso por no preguntar directamente su dirección y correr a buscarlo, abrazarlo y prepararle una taza de leche con una cucharada de miel derretida en agua tibia, como le gustaba a él.

Fue así que para el temible martes, recibí su visita durante el almuerzo solo para agasajarme, casi preparándome para un eventual fracaso. Como la madre sobreprotectora que era, me recordó lo mucho que me amaba y mi gran suerte por tener la hermosa familia que aguardaba por mí en casa. Le sonreí y la abracé. Entendía su miedo, claro que sí. Si yo viera a Violeta desmoronarse frente a mis ojos como yo lo hice frente a los suyos, también entraría en pánico de solo imaginar la fuente misma de su sufrimiento reaparecer. Por fortuna, ese Ismael que tenía todo planeado, era uno totalmente diferente al de aquellos años. Había visto cosas horribles en el hospital, y la débil coraza que siempre tuve, se había fortalecido con el paso del tiempo. No solo era un yo más viejo y robusto. Además, tenía un plan elaborado meticulosamente.

El plan consistía en acercarme a él en casa, pues a la hora que yo llegaba, Anahí salía en busca de Violeta. Le diría que estaba feliz de verlo y que por favor me concediera unos minutos para hablar, fuera de mi hogar. Lo invitaría a un café, le preguntaría por su vida y cuando el hielo entre nosotros desapareciera, le pediría perdón por no poder haber hecho más por él. Por supuesto, tenía un plan B, en caso de que no deseara hablarme, me negara un café y me gritara que era un pequeño burgués bisexual y engreído. Mi segunda opción era plantarme frente a él y decirle que por favor me permitiera alejar la culpa de mi vida, que era un niño y no entendía cómo funcionaba el mundo de los adultos en ese entonces. Que no supe cómo hacer frente a la vida que se interponía entre nosotros, y que había tenido miedo, mucho, demasiado. No ahondaría en mi sufrimiento, porque era obvio que ambos lo habíamos pasado mal. No era tan egocéntrico como para pensar que el único dañado en esa relación había sido yo.

Creo que la única vez que volví así de nervioso a casa, fue el día en que Anahí me llamó para anunciar la llegada de Violeta al mundo. Me temblaban las manos, mi camisa se me pegaba al cuerpo por el sudor que recorría mi espalda, y el discurso que llevaba memorizado cambiaba de dirección una y otra vez. Por lo mismo tardé en entrar a casa, debatiendo conmigo mismo si aquella resultaría ser o no la mejor opción y buscando miles de excusas que se inclinaran hacia el no. Sin darme cuenta, el cielo comenzó a cambiar de color y entendí que mi monólogo interno se estaba extendiendo más de lo habitual —y normal—. Observé la hora y me resultó extraño que siendo casi las ocho, Sebastián no hubiese salido, ni Anahí partido en busca de nuestra pequeña. Debo confesar que mi primer pensamiento no fue en relación a nuestra niña, sino a Sebastián. Sin dudarlo, entré en la casa y lo busqué con la vista en el jardín frontal. No estaba allí, y tampoco había rastro de él en el jardín lateral. Al verme Anahí, de inmediato se acercó con su arrebato característico de mal genio y me regañó por aparecer tan tarde en casa. Mi mente escuchó la mitad, buscando respuesta a la ausencia de Basti en mi hogar. ¿Tal vez había pasado junto a mí y no me había dado cuenta?

—¡...debías llegar hace casi una hora! ¡No podía dejar al jardinero solo, apenas lo conocemos!

Por fin mi cabeza hizo clic.

—¿El jardinero?

—Sebastián. Isma, vamos, ¡te lo presenté el viernes! —susurró, molesta.

A veces, solo a veces, sentía que Anahí me odiaba.

—¿Qué hace acá a esta hora? Son más de las ocho.

—Ay amor, no te pongas celoso. Los perros sacaron la basura y dejaron un basural en el patio trasero, así que le pedí que recogiera todo y volviera a arreglar. No debe faltarle mucho.

¿Celoso? ¿Basura? ¿Qué sucedía?

—¡¿Qué?!

—Ay, amor, relájate. Le pagaré las horas extras.

—¡Anahí! ¡No es su tarea recoger la basura! ¿Quién mierda crees que es? ¡Respeta su trabajo!

Mi esposa me miró boquiabierta. Nunca la había hablado así, pero estaba realmente molesto. En general no podía soportar el abuso hacia ninguna persona, pero con Basti era peor. Toda mi vida me la pasé defendiéndolo de cualquiera que lo pasara a llevar, y por un instante, Anahí se convirtió en una de esas personas. Una enemiga en potencia que bien podría haberme mandado a la mierda por defender a su jardinero, pero que por el contrario, se disculpó.

—Perdona, no pensé que te afectaría tanto. No me parece tan terrible, igual está acostumbrado, si es jardinero.

Lo más terrible de aquella frase, era que no estaba bromeando. Anahí pensaba que todo aquel que trabajara para ella, debía hacer todo lo que ordenara. Pero además, por alguna estúpida razón, asocio el maravilloso don de Basti con ordenar su basura. Me dolió el corazón oírla, mirarla, saber que compartía junto a ella mi cama, y al mismo tiempo, me odie a mí mismo por exagerar tanto mi actitud cuando se trataba de él. Claro, era un hombre maduro ahora, pero seguía comportándome como un pequeño.

Molesto me volteé y avancé hasta el patio, dejé mi maletín en el suelo junto a la puerta, tomé una escoba y una bolsa de basura y me planté frente a él.

—Lo siento mucho, no sigas haciendo esto. Yo lo hago.

Sebastián me miró sorprendido y no me entregó sus herramientas. Ah, que hermosos ojos tenía ese hombre.

—Perdóname Sebastián, no debí pedirte esta tarea. Por favor, déjanos ayudarte.

Ahí estaba Anahí, sorprendiéndome una vez más y arruinando mi plan. Basti sonrió y nos dijo que no nos preocupáramos, pero ella y yo lo ignoramos y continuamos con nuestra labor. Así, él y yo recogimos basura y Anahí se encargó de abrir la bolsa para que se nos hiciera más fácil. La temperatura comenzó a bajar y la noche se abrió camino. Nuestro patio se iluminó y observe los rostros de mis dos amores frente a mí. Sebastián tenía sus mejillas rosadas y su frente cubierta de sudor, provocando que mi mente viajara en forma fugaz a las veces que lo tuve desnudo entre las sábanas; y Anahí sonreía, feliz por su actitud caritativa. Hermosa como era, pero lejana. Su pura actitud evidenciaba la diferencia que hacía entre su jardinero, y nosotros.

Les sonreí, Basti tosió y comenzó a recoger las herramientas para guardarlas en la bodega. Anahí se quitó sus guantes y yo cerré las bolsas de basura, mientras Basti volvía a toser. De reojo, lo observé quitarse su uniforme, y volvió a toser. Quise preguntarle si estaba bien, pero mi esposa se me adelantó.

—Cariño, voy por Violeta. Sebastián, deja que Ismael te ausculte, no me gusta la tos que tienes.

Lo dijo con una voz tan suave y amable mientras subía al auto, que las bolsas lentamente se escaparon de mis manos. Basti me miró, se despidió de ella y giró la vista. Era mi momento de actuar y no perdería tiempo ni siquiera lavándome las manos. Caminé despacio hasta estar a su lado, pero él continuo ignorándome. Le hable, y mi voz resonó en las paredes de esa pequeñísima habitación.

—¿Te sientes bien?

—Estoy bien, gracias.

—Puedo revisarte —ofrecí.

—En serio, estoy bien —aseguró. Pero la tos otra vez se apoderó de él—. Solo es porque me acabo de agitar un poco.

—Eso no está nada bien.

—No te preocupes, en serio.

Era evidente que la conversación no iría a ninguna parte, por lo que decididamente, avancé. Lo mire de frente, aun cuando él se negaba a hacerlo. Quería abrazarlo y olvidarlo todo, pero ni siquiera sabía cómo abrazar a un hombre de mi misma estatura sin que me resultara extraño.

—Estoy feliz de verte —dije. Y él sonrió. De pronto nuestra conversación ya no parecía irreal.

—Sí, es bueno. ¿No? ¿Cómo está...?

—¿Mis padres? Bien. Ansiosos, Basti, desean verte. Mamá me ruega que pases a la casa a visitarla. ¿Y tú? ¿Dónde estás viviendo? ¿Qué haces?

Basti terminó de quitarse su uniforme. La bodega estaba organizada, y me observó, por fin. Bajo la ropa de trabajo, vestía un polerón rojo y unos jeans gastados y oscuros. ¿Estas comiendo bien, Basti? Quise preguntar al ver su cuerpo delgado, y él me leyó la mente, tal como lo hacíamos cuando jugábamos a adivinar nuestros pensamientos, en un juego inocente de niños y otro ardiente cuando fuimos más grandes.

—Sí, como bien. Ya debo irme.

—¿Me dejarás revisarte?

—¡Nope!

—Pero, ¿Podremos hablar un día de estos? ¿Irás a verlos?

Basti sonrió, y anticipé su respuesta.

—¿Por qué?

Pero no hubo más. Se fue de casa y tuve que consolar a mi madre al enterarse de que no deseaba verlos. Con gran esfuerzo, logré que se resistiera a correr en busca de la casa de Sebastián, y confiara en mí una segunda oportunidad. El viernes, repetiría el proceso y lograría saber al menos por qué no deseaba hablar con ellos. El gran problema, fue que aquel definitorio viernes no apareció por casa. Nadie supo de él, por ende, asumimos que había huido una vez más. Estábamos desolados.

Has que mi madre actuó.

Yo lo había amado, claro que sí, pero tenía miedo de sus palabras o su mirada hiriente. Incluso tenía miedo de que confirmara todas las culpas que sentía, todos los errores que había cometido con él, todas las esperanzas o sueños que quizá yo mismo le arrebaté, sin darme cuenta. Para mí, era el amor de mi vida. Pero uno aprende con el tiempo que los amores van y vienen, por mucho que duela. Para una madre, en cambio, los hijos son eternos. No van y vienen, aunque la misma vida te los arrebate. Para ella no hubo miedo más fuerte que su deseo de volver a verlo, y con una excusa barata, obtuvo su número de teléfono y dirección de Georgina, quien además agregó valiosa información que Anahí por algún motivo, desconocía: Sebastián estaba enfermo.

Mamá me observó con seriedad, besó mi frente y habló:

—Es tu última oportunidad. Vas tú, y lo convences, o voy yo, y lo obligo. Ese chiquillo no se nos escapará de nuevo.

Alentado por mi madre, atravesé la ciudad hasta más allá de la línea del tren, donde las casas se apilan en filas uniformes y coloridas, con rejas de diferentes tamaños y veredas que apenas alcanzan para caminar, y me avergoncé al sorprenderme con las calles de tierra, que pensaba extintas en las ciudades chilenas. Niños corriendo tras la pelota, al igual que nosotros años atrás, plantas en las ventanas, techos con musgo, grupos de jóvenes de pie en las esquinas, y señoras conversando a través de sus jardines, me hicieron suponer que era el camino correcto.

Pasaje cuatro, casa 2895.

La casa de Basti. Había llegado a mi destino y era indudable, pues las flores del magnolio regados en el pequeño jardín casi parecían gritar su nombre.

Respire profundo, bajé del auto, y toqué su puerta.

Era mi última oportunidad.

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