Ocho
Por supuesto, Anahí no creyó ni una palabra de las que dije, y estaba bien. Me dolía mentirle, me avergonzaba como nunca en la vida porque de verdad no acostumbraba hacerlo, e intentar mirarla a los ojos mientras afirmaba que estaba trabajando cuando en realidad había estado intentando cuidar a una de las personas más importantes de mi vida, solo me provocaba tristeza. Me dolía que Sebastián me hiciera sentir que mi preocupación por él era algo incorrecto, porque de alguna forma significaba que todo ese amor que sentí por él era algo indebido, y no existía forma en el mundo en que eso tan hermoso que tuvimos fuera algo malo.
Pero tenía que aceptar sus reglas si deseaba recuperar su confianza.
Era extraño pensar de esa forma porque era obvio que nuestra separación había generado un quiebre para siempre, pero esa separación no había sido provocada por mi. Yo jamás habría querido apartarme de su lado, aunque mi mente se encargara de convencerme de lo contrario.
De forma consciente, sabía que era demasiado pequeño como para lidiar con la forma en que la vida se interpuso entre nosotros, pero mi alma seguía haciéndome responsable de todo, por lo que mi corazón murmuraba sin descanso que era la oportunidad de demostrarle que hoy podía protegerlo, que hoy podía cuidarlo, devolverle la familia que perdió y buscar la forma de que fuera un hombre feliz hasta el último minuto de su vida. Estaba desesperado ante el mero riesgo de perder esta oportunidad y por ende, perderlo a él, para siempre.
Tenía que aceptar sus reglas. Era lo mínimo que podía hacer, y cuando nuestro vínculo comenzara a sanar, él y yo podríamos explicarnos mutuamente todo. No me gustaba mentir, pero no había alternativa.
Faltaban minutos para el amanecer cuando Anahí dejó de enumerar todo lo malo que había hecho en mi vida y cómo acabaría con nuestra relación cuando se enterara de quién era la mujer que se entrometía entre nosotros. Sentía vergüenza por mentirle, pero al menos no tenía miedo. No podía tenerlo, pues no había mujer alguna que pudiera arruinar lo que había construido a su lado.
No existía. Así de simple.
En ese momento no me dí cuenta de que el género no era más que una excusa para aliviar mi vergüenza y mi culpa, porque finalmente, quién sí tenía el poder de hacerme perderlo todo, era un hombre.
Por los siguientes tres días, Anahí casi no me dirigió palabra alguna. En condiciones normales, un enojo no habría durado más de un día, pero estaba absorto en el desarrollo de la organización que junto a mis padres implementamos para cumplir con el trabajo de Sebastián, con tal de que descansara en casa, que no me detuve en su enojo ni por un segundo. No me siento orgulloso de hacerlo, por supuesto que no. Me estaba comportando como una verdadera mierda con ella, mintiendo, hablando a sus espaldas, ocultándole mi día a día y mis emociones. No deseaba que fuera así. Jamás lo quise. Pero no tuve el valor de hablar en ese minuto.
Ni en ese minuto ni en los siguientes.
Al parecer, mi vida se basaba en ser un cobarde arruinador de vidas ajenas.
Pero bueno, al menos a Anahí y mis suegros, Basti les había informado sobre su salud sin mencionar que tendrían ayuda, pero mis padres encontraron la forma de pasarse por ambas casas con la excusa de decir hola, solo para corroborar que las flores siguieran vivas.
Mis padres cumplieron con ayudarlo en todos los jardines que cuidaba, sin presionar por verlo aún cuando el deseo de abrazarlo se intensificaba a medida que los días corrían. Al mismo tiempo, me mantuve enviando mensajes para respetar mi promesa de no visitar su hogar hasta que cumpliera una semana de tratamiento, solo para poder vigilar que el malestar disminuyera, tal como comenzaba a ocurrir.
Para el octavo día, un miércoles por la tarde en que Anahí ya no me odiaba tanto, me volví a encontrar en la puerta de su jardín con el corazón ansioso por verlo mejor, y una bolsa de galletas artesanales que estaba seguro que amaría.
Golpeé tres veces, escuché sus pasos para luego ver su rostro tan bello como siempre, con una sonrisa que era capaz de enamorar a cualquiera. Basti se veía feliz, y mi corazón se sintió mucho más liviano.
—Basti —saludé.
La bolsa de galletas me pareció la mejor idea del mundo pues disimulaba el leve temblor de mis manos al ver como su mirada suave fingía cansancio mientras apoyaba su cuerpo en el marco de la puerta, sin poder disimular esa alegría que se reflejaba en su mirada cada vez que sonreía.
—¿Sabes que mi sueldo no alcanza para pagar visitas médicas particulares, cierto?
Quería sonreír también, pero me inmovilizaba su aspecto relajado y compuesto. Por desgracia, mi mente también parecía dejar de funcionar, y lo odiaba.
—No necesitas pagar, tengo galletas —respondí.
Una oración carente de sentido que hizo a Basti mirarme perplejo, y luego echarse a reír.
—Bien, pasa. Pagaré con una taza de té —dijo, haciéndose a un lado para permitirme entrar.
Como era de esperar, todo allí estaba ordenado y limpio, incluso su gato parecía recién bañado ,con su pelaje brillante y un lazo rojo impecable alrededor de su cuello. Basti no decía mucho, solo tomó mi bolso y lo colgó en un perchero para luego invitarme a tomar asiento en uno de los lugares de la mesa. Desde ahí, lo miré moverse por su estrecha cocina buscando un plato para las galletas, tazas que combinaban con la decoración de su hogar y un recipiente con muchos sabores diferentes de té y era imposible no sentirme triste, pues cuando hablábamos de la casa que compraríamos cuando fuéramos adultos, siempre soñábamos con una gran colección de té con la que atender a los amigos que tendríamos, porque para esa fecha, ya seríamos capaces de dejar entrar más gente a nuestra burbuja.
Le sonreí, y sé que Basti pensó lo mismo. Esa debía ser nuestra casa. Eso que veía frente a mí, era el futuro que había soñado cuando era un niño.
—Escoge uno —murmuró.
Sabía a lo que se refería, pero también sonaba a aquello que me estaba enfrentando. Estaba mintiéndole a Anahí para estar con él, y al parecer, ni siquiera necesitaba hacer una elección porque siempre, sin importar, lo elegiría a él. ¿Alguna vez iba a dejar de ser el peor hombre de la tierra?
—¿Cómo está tu hija? —dijo, y mis ojos volvieron a él.
Por supuesto, Violeta. ¿Violeta era parte de ese sin importar qué que me haría volver a Basti cada vez que me lo pidiera? ¿O me haría dudar de mi decisión si ella me lo pedía? ¿Qué pensaría Violeta si supiera que su padre estaba destruyendo la familia que debía verla crecer?
—Alegre, graciosa y bella —respondí
Así era Violeta. Mi Violeta, que no entendería lo que ocurre a su alrededor aún cuando se lo explicara con cuidado y amor.
Sé que había una sonrisa triste en mi rostro al pensar en ella. Una sonrisa que contrastaba con esa desbordante emoción que me provocaba sentarme junto a Basti sin pelear, sin intentar soportar su mirada de rabia o su desdén. Mis sentimientos eran un caos que se hacía más y más pesado con cada día que pasaba. Necesitaba hablar con Anahí, con mis padres, con Basti, con todos...
—¿Isma?
Su voz me hizo salir de mi espiral de pensamientos que no me llevaba hacia ningún buen lugar. Lo miré en silencio, quería preguntarle tantas cosas...
—¿Estás bien? —insistió.
Creo que fue la honestidad de su voz lo que me hizo colapsar, pues la última vez que Basti me había preguntado cómo estaba con real preocupación, había sido solo un par de semanas después de que lo sacaran de mi casa. Cuando se alejó, cuando lo alejaron, las palabras bonitas lo abandonaron a él también. Toda la dulzura que lo habitaba se esfumó, y hoy en mi adultez puedo imaginar incontables escenarios que pudieron haber provocado su cambio de actitud, y ninguno, por supuesto, es uno favorable para su corazón, su cuerpo y su alma. No sabía qué había ocurrido realmente, solo veía el resultado de aquello que de seguro era horrible de vivir. Una pesadilla para un niño tan bueno como él, y tan grande, que nadie fue capaz de sacarlo de allí.
Y yo, el hijo único egoísta en el que me había convertido, tal y como Basti dijo cuando nuestra relación comenzó a romperse, solo podía pensar en lo hermoso que se sentía escucharlo preguntar si me encontraba bien.
Tal vez efectivamente me había convertido en un monstruo lleno de sí mismo.
—¿Isma qué pasa?
Su voz estaba tan cargada de preocupación que obligué a mi cuerpo a moverse. Necesitaba que al menos supiera que si me estaba convirtiendo en un monstruo o si lo había sido toda la vida, no era lo que yo deseaba. No podía ser un monstruo, quería cambiar, quería ser un buen ser humano, un buen padre, un buen hijo, un buen médico, un buen esposo, un buen amigo, y no lo estaba logrando. No estaba ni cerca de lograrlo, porque iba por ahí mintiéndole a mi esposa, preocupándome más por mi dolor que por el de Basti, fallando en el trabajo y en mi hogar y era demasiado...
—Basti, lo siento —dije, y lo demás ocurrió sin que notara el real paso del tiempo.
Un minuto estaba frente a él pidiéndole perdón por no ser la persona que realmente quería ser, y al otro, con mi rostro en sus piernas, llorando de rodillas porque todo lo que había ocurrido y lo que estaba ocurriendo en ese mismo instante, era demasiado. Todo se sentía intenso, los recuerdos se arremolinaban entre sí, la angustia que sentí al perderlo y que parecía regresar a mí, y la certeza de que no era el ser humano que ni Anahí ni Basti merecían tener a su lado.
Lloré de vergüenza y dolor, pero Basti me permitió refugiarme en él.
Con las manos dulces y cariñosas que adoraba recordar, acarició mi cabello hasta que mis lágrimas se detuvieron, y sin poder mirarlo volví a ponerme de pie para secar mis lágrimas con las servilletas de su mesa. Sabía que estaba hecho un desastre, pero una suerte de confianza renació tras esa descarga de sentimientos.
Pude mirarlo a los ojos, repetir que lo lamentaba, recibir una sonrisa comprensiva de su parte, tomar su mano sobre la mesa para decirle que era el hombre más importante de mi vida y presenciar la majestuosidad de su sonrisa al escucharlo. Basti no dijo nada, pero su mano se aferró a la mía para permitirnos disfrutar cortos minutos de cómodo silencio, hasta que el agarre perdió fuerza y me obligué a hablar.
—No quiero seguir mintiendo, Bas... No me gusta no poder hablar de tí. Además Anahí se enterará de todas formas, tus fotos están por todos lados en casa de mamá y papá. Sabe que existe un niño que todos amamos mucho y que dejamos de ver. No quiero que se entere por sí misma de que ese niño eres tú, quiero decírselo, quiero que sepa lo importante que eres para mí y mi familia.
Basti respondió ruborizado, con la misma amabilidad con la que yo había hablado, y una sonrisa pequeña en sus labios.
—Lo sé. Sé que odias mentir, Isma. Pero no podré mirar a tu esposa a los ojos si se entera...
—No la mires entonces —contesté, pues en ese momento me pareció lo más lógico.
Basti rió con suavidad, igual al Basti que amé de niño.
—Isma... ¿De verdad no ves lo delicada que es esta situación? Tú y yo... la historia, la forma en que pasamos nuestra infancia... Isma, estás casado con una mujer. Con Anahí. ¿De verdad no lo ves?
Y dios, no, no lo veía. Sí, evitaría hablarle de la devota forma en que le hacía el amor, de lo hermosos que eran sus ojos cuando reía después de abrazarme y repetir mi nombre una y otra vez hasta que la voz se le iba en un suspiro. Por supuesto que podía evitar esos detalles, porque además de ser mi memoria más preciada, no era tan estúpido como parecía para ir y confesarle que la persona que amé tanto y que me había roto el corazón antes de conocerla a ella, era el jardinero que había contratado. Lo que sí podía hacer, era hablarle de nuestra amistad, de la confianza, y del amor que nos teníamos más allá de nuestra relación de pareja.
—Obviamente hay cosas que son solo para mí, pero ¿por qué tengo que ocultar nuestra historia? Más si ella lo sabrá de todos modos...
—Y cuándo lo sepa, ¿seguiré regando su jardín?
—¿Por qué te despediría, Bas?
—Oh, Isma, por favor... míranos. Míranos, te lo ruego.
Lo hice. Juro que lo hice. Miré su rostro, sus ojos brillantes de emoción, nuestras manos acariciándose suavemente sobre la mesa, sentí los rastros de lágrimas secas sobre mi cara, mi corazón emocionado y no, no podía verlo. No podía, porque lo único que se sentía incorrecto, era que no pudiera salir y gritarle al mundo que el hombre más hermoso, dulce, amable, bondadoso, tierno y delicado, había vuelto a mi vida y quería conservarlo. Quería que Violeta lo conociera, que pasara junto a nosotros los domingos, las navidades, sus cumpleaños...
—Basti, lo único que puedo ver, es lo mucho que deseo que seas parte de mi vida. No puedo hacerte parte si me pides que te esconda. No cuando la alegría que me da tenerte es tan grande que me inunda por completo. No cuando te extrañé tanto que pensé que moriría. Bas no se si lo crees, pero te amo de una forma que no imaginas y—
—Isma no, para...
Sin mirarme, Basti me hizo callar y se levantó de la silla. De pie y pareciendo dudar de sus movimientos, levantó sus manos para evitar que siguiera hablando mientras caminaba hasta el único sofá de su hogar, y el silencio ya no resultaba cómodo.
Fue entonces que noté el esfuerzo que hacía por mantener su respiración calmada, con la cabeza inclinada entre sus hombros, y sus manos temblando sobre sus jeans. No era mi intención provocar algo así. No lo era, por supuesto que no. Me puse de pie para caminar y sentarme a su lado. Solo puse una mano sobre su hombro, murmuré su nombre, y el llanto se apoderó de él.
—¿Por qué Isma, por qué? ¿Por qué no puedes verlo? ¿Por qué quieres hacerme decirlo?
No entendía, y quería hacerlo, quería mirarlo a los ojos y entenderlo, pero también parecía ser demasiado para él. Basti se giró y se abrazó a mi cuerpo, su rostro hundido en mi cuello, con sus lágrimas humedeciendo todo. Por supuesto que lo acogí en mis brazos. Acaricié la curva de su espalda, su cabello, le repetí lo feliz que me hacía verlo, sentirlo, y lo mucho que lo amaba. Lo repetí hasta que las lágrimas se detuvieron y su respiración se calmó.
Estaba listo para que se alejara de mí. Estaba preparado para volver a extrañar la calidez de su cuerpo. Pero él solo se acomodó sobre mi regazo y apoyó su cabeza para seguir hundido en mi cuello sin que le resultara incómodo. Quise hablar, preguntar qué ocurría, pero Basti me hizo callar una vez más.
—Solo déjame disfrutarlo un poco... solo un poco más —pidió, con la voz aún húmeda.
¿Y cómo podría yo negarle algo?
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