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00. Sarita and Franco

Cuando Sarah tenía trece años, juró que nunca se volvería a enamorar. Y aunque, como todo lo que se promete a esa edad, no lo cumplió, esa fue la primera vez que sintió que el amor era una porquería.

Tenía el corazón roto, un cuaderno lleno de canciones tristes, y un gusto por los chicos que no sabían lo que querían. A veces pensaba que Cupido estaba borracho cuando le disparaba flechas, porque siempre terminaban clavadas en el lugar equivocado.

A los diecisiete, hizo la misma promesa. En ese entonces, lo dijo con los ojos llenos de lágrimas, sentada en el piso de su cuarto, escuchando un disco de Taylor Swift que hacía todo más dramático. No era su primer corazón roto, pero sí el que más dolía. La habían dejado por mensaje de voz. De voz.

Desde entonces, su historial amoroso fue una montaña rusa sin cinturón de seguridad: amores de verano que no sobrevivieron ni al cambio de estación, novios que prometieron el cielo y se fueron sin siquiera dejar una nube, y una que otra historia que prefirió enterrar con una buena playlist y una copa de vino. Sarah era de esas que lo daban todo, y justo por eso, terminó aprendiendo a dar cada vez menos, hasta que aprendió a blindarse con sonrisas y a fingir que no le importaba. Que ya no dolía. Que se había vuelto una experta en pasar la página, cuando en realidad lo que hacía era arrancarla con rabia y esconder los pedazos.

Sarah no creía en el amor como antes. No con la misma fe ciega de cuando tenía trece, ni con la intensidad temblorosa de los diecisiete. Ahora lo veía como algo que existía, sí, pero que no era para todo el mundo. Como un lujo. Como esas joyas que se exhiben en vitrinas con luces perfectas pero que, al intentar ponértelas, te das cuenta de que no te quedan o te aprietan justo donde más duele.

A veces, por las noches, pensaba en todo eso. En las versiones de sí misma que había dejado atrás. En la niña ilusionada que escribía cartas que nunca enviaba. En la adolescente que confundía atención con cariño. En la mujer que se había prometido que ya no le harían más daño y que, sin embargo, seguía despertando con el corazón un poco más cansado.

Porque dolía. Claro que dolía. Aunque lo ocultara con trabajo, con viajes, con rutinas de skincare y grabaciones perfectas, había días en los que el vacío se colaba entre toma y toma. En los que el silencio después de apagar el celular pesaba más que cualquier otra cosa.

Había aprendido a convivir con ese vacío. No a ignorarlo, porque no se podía. Pero sí a hacerlo parte de su rutina, como si fuera un huésped incómodo que ya no tenía sentido intentar echar. Se acostumbró a caminar con ese hueco en el pecho, a despertarse sin esperar mensajes, a no mirar dos veces cuando alguien le sonreía bonito.

No era cinismo. Era autoprotección.

Sarah había sido muchas versiones de sí misma: la que creía en los finales felices, la que pensaba que el amor bastaba, la que escribía nombres en la orilla de los cuadernos como si eso les diera permanencia. Y todas esas versiones se habían ido cayendo a pedazos con cada decepción. No de golpe, no como en las películas. Sino con esa lentitud cruel que tienen las realidades cuando se imponen sobre las ilusiones.

Ya no quería promesas bonitas. Ni discursos reciclados. Ni personas que no sabían quedarse.
Quería paz.
Quería calma.

Pero incluso eso a veces se le escapaba. Porque había días -y noches, sobre todo noches- en los que el corazón volvía a doler como si tuviera memoria. Y entonces se preguntaba si era culpa suya. Si estaba rota. Si había algo en ella que espantaba el cariño real, o si simplemente nunca le tocó que la eligieran bien. Con certeza. Con intención.

Le costaba reconocerlo, pero lo pensaba más de lo que admitía.

Y también estaba el miedo. Ese miedo que llegaba sin anunciarse, cuando alguien empezaba a gustarle aunque fuera un poco. Ese vértigo incómodo en el estómago. Esa voz interna que le decía "no confíes", "no te ilusiones", "no empieces". Porque empezar siempre dolía después.

Así que Sarah empezó a hacer algo más cruel, algo que la protegía, sí, pero que también la apagaba: evitaba sentir. No respondía a ciertas miradas, no daba pie a conversaciones que podían ir más allá. Y si lo hacía, era con una barrera tan grande que casi nadie intentaba cruzarla.

La gente decía que era fría. Que era difícil. Que no se dejaba querer.
Y tal vez sí.
Pero no porque no quisiera amor. Sino porque ya no sabía si era capaz de sobrevivir a otra decepción.

A veces soñaba con volver a sentir de verdad. Con volver a entregarse sin miedo, sin reservas, sin esa mochila llena de cicatrices mal cerradas. Pero enseguida despertaba. Y el deseo se esfumaba, como un espejismo que sabe que no tiene lugar en la vida que ella misma se construyó.

Una vida brillante, sí. Hermosa, incluso. Pero solitaria en lo que de verdad importaba.

Y eso era lo más jodido de todo: que Sarah se había convertido en una experta en hacer que todo se viera perfecto, menos ella misma.

Franco la conoció en medio de uno de esos momentos de "no estoy buscando nada". Fue en una fiesta aburrida a la que ninguno quería ir, pero el destino-y un bowl de papas con cheddar-los sentó juntos en el mismo sofá. Él hizo un chiste pésimo, ella se rió por educación y, de alguna forma, eso bastó. Desde entonces, se volvieron inseparables. Amistad a primera vista, del tipo que no necesita grandes declaraciones ni promesas eternas. Franco se convirtió en su cable a tierra. Su persona favorita para hacer nada.

Esa tarde, estaban en casa de Sarah, tirados en el sofá como si fueran parte del mobiliario. Ella vestía un conjunto deportivo que según ella era cómodo, y él había llegado con una bolsa de snacks y la intención de no moverse por las siguientes tres horas.

-¿Te acordás de los jueguitos esos que jugábamos cuando éramos chicos? -preguntó Franco, girando hacia ella con media sonrisa.

-¿Tipo Friv? Obvio, ¿quién necesita terapia teniendo eso?

Franco se rió, se estiró como un gato perezoso y fue directo a la computadora de Sarah.

Encendió el navegador mientras murmuraba cosas como "¿dónde están esos juegos mal diseñados?".

-¿Qué tienes, ocho años?

-Mentalmente, sí.

Una vez más se quedaron en silencio, que para fortuna de Sarah duró muy poco.

-Che, te llegó algo -avisó Franco, sin mirar demasiado.

Sarah se levantó con toda la pereza del mundo y se acercó. El ícono del correo brillaba con una notificación nueva. Al hacer clic, se encontró con un asunto que le hizo fruncir el ceño: "Invitación oficial al Gran Premio de Australia - Melbourne 2025".

-¿Qué? -soltó, abriendo el mail como si escondiera un secreto de estado.

El mensaje era claro. Una marca patrocinadora de McLaren-una de esas con nombre sofisticado que suena a skincare caro o banco suizo-le extendía una invitación como influencer destacada para asistir al GP de Australia. Todo pago. Acceso VIP. Experiencias exclusivas.

Por un momento, pensó que era spam. O una de esas cosas que te piden que compres boletos para luego decirte que ganaste algo. Pero no. Era real. La marca la quería a ella. Querían que volara a Melbourne, que viviera la experiencia del Gran Premio desde adentro, que grabara contenido y compartiera con su comunidad cómo era estar ahí.

-No jodas -dijo Franco, espiando por encima del hombro-. ¿Te están invitando a Melbourne?

-No mames-susurró, volviendo a leer el correo. Esta vez en voz alta. Palabra por palabra. Como si leerlo en voz alta lo hiciera más real.

Franco le arrebató la cuchara de Nutella.

-Ey, no -protestó ella.

-No puedes estar anunciando algo así con cuchara en mano y restos de chocolate en los labios -dijo, mientras la miraba con una sonrisa torcida-. Es poco profesional.

Ella soltó una carcajada, nerviosa, ilusionada, como si de pronto algo se hubiese desbloqueado.

-¿Tú no tenías que ir igual? -preguntó.

-Sí. Soy piloto de reserva. Ya tenía que estar empacando. Pero esto... esto es otra cosa, Sari.

Sarah no respondió. Leía el correo una y otra vez como si pudiera cambiar con cada mirada.

-Y yo que pensaba que lo más emocionante hoy iba a ser jugar al Fireboy and Watergirl? -agregó él, todavía sin entender bien si estaba más feliz por ella o porque no estarán a una llamada de distancia.

Sarah soltó una carcajada nerviosa, con los ojos todavía clavados en la pantalla.

-¿Y si es una broma? -preguntó ella al cabo de unos segundos-. Tipo, alguien me odia lo suficiente como para darme ilusiones y luego quitármelas de un saque.

Franco la miró como si hubiera dicho la cosa más ridícula del mundo.

-Sari... ¿de verdad pensás que alguien con tanto tiempo libre va a falsificar una invitación al Gran Premio solo para verte colapsar?

Ella abrió la boca para responder, pero él levantó una ceja.

-Ok, sí, hay gente al pedo. Pero esto es real. Leé el remitente. Tiene dominio verificado. El logo. Todo. Además, no sos cualquier influencer de TikTok que baila haciendo transiciones. Tenés peso, mina. Te siguen marcas grandes. Te siguen los equipos. Te siguen los pilotos.

Sarah se quedó callada. Esa parte siempre la abruma un poco. Nunca había sido fan de reconocerse a sí misma como "influencer", mucho menos como una "destacada". Para ella, solo compartía lo que le gustaba. Lo que le salía del alma. A veces maquillaje, a veces reflexiones de madrugada, a veces videos de sus abuelas bailando reguetón.

Y, sin embargo, ahí estaba. Con una invitación que podía cambiarle la carrera. O la vida.

-¿Qué vas a hacer? -insistió Franco, bajando un poco la voz.

Sarah suspiró, cerrando la laptop como si el calor del correo le quemara las manos.

-Llamar a mi mamá. Va a decir que me lleve dos mudas de ropa interior por si pierden la maleta.

Franco soltó una risa ronca, esa que le salía cuando algo realmente le causaba gracia.

-¿Y después?

-Empacar. Comprar bloqueador. Hacerme las uñas. Entrar en pánico. Lo de siempre.

Franco asintió como si fuera el manager de Beyoncé antes de un tour mundial.

-Perfecto. Y yo voy a acompañarte a hacer todo eso. Menos lo de las uñas.

-Miedo a verte con esmalte fucsia, ¿eh?

-No, miedo a que me guste -dijo con un guiño.

Sarah se dejó caer de nuevo en el sofá, con una sonrisa que no se le había borrado desde que abrió el correo. Miró al techo como si pudiera ver el avión que la llevaría al otro lado del mundo.

-¿Te imaginás? Yo, en Australia. En el paddock. Con todos esos tipos caminando como si fueran semidioses griegos con trajes ignífugos.

Franco rió.

-Y vos con tu celular, grabando stories como si nada. Capaz uno se te cae encima y ni te das cuenta.

-Me caen encima y yo pido que se disculpen, ¿te imaginás?

-¿Y si conocés a alguien allá? -preguntó, más casual de lo que realmente era.

Sarah lo miró de reojo.

-¿Un alguien en plan...?

-En plan... alguien. No sé. Un piloto. O un manager. O un fotógrafo sexy.

Ella frunció la nariz.

-Mmm... No sé. Estoy bien así.

Pero lo dijo con una voz tan bajita que ni ella se la creyó del todo.

Franco no insistió. Solo se levantó, le revolvió el pelo y fue a buscar más Coca-Cola a la cocina.

Y mientras tanto, Sarah abrió el correo por quinta vez. Esta vez, no para confirmar que era real, sino para saborear cada palabra. Estaba pasando. Iba a pasar.

Melbourne la esperaba.

Esa noche, Sarah no durmió.

Se acostó temprano, con la intención de descansar y ser productiva al día siguiente, pero su cabeza decidió que era mejor opción hacer maratón de pensamientos intrusivos. Cada vez que cerraba los ojos, se imaginaba en el paddock, rodeada de gente importante, con una credencial colgando del cuello y una cámara en mano como si supiera exactamente qué estaba haciendo.

Spoiler: no tenía idea de qué estaba haciendo.

A las tres de la mañana, estaba sentada en la cama, googleando "cómo no parecer una colada en un evento de Fórmula 1". Vio videos, leyó foros, stalkeó cuentas de otras creadoras de contenido que habían ido a Grandes Premios, y hasta buscó cómo se pronunciaban los nombres de algunos pilotos. Porque sí, sabía quiénes eran, los había visto en TikTok o en entrevistas, pero una cosa era fangirlear desde la comodidad de su casa y otra muy distinta era estar ahí, cara a cara con tipos que manejaban a 300 km/h como si fuera lo más normal del mundo.

-¿Y si me pongo nerviosa y les digo algo tipo "me encanta tu casco"? -murmuró, con voz aguda de pánico-. ¿O si le pido una foto a alguien que no es piloto y me mira como si estuviera loca?

Pasó los siguientes veinte minutos practicando saludos frente al espejo. "Hi, I'm Sarah." "Hola, soy Sarah." "Hola, ¿qué tal? Trabajo creando contenido para redes y... ay, qué cringe, no." Siempre volvía a empezar.

La ansiedad no la dejaba en paz, pero estaba revestida de emoción. Una mezcla rara. Como cuando estás en la fila de una montaña rusa y sabés que vas a gritar como nunca, pero igual no te bajás.

A las seis de la mañana, después de mirar el amanecer por la ventana y debatirse entre café o llorar, le escribió a Franco:
"No he dormido nada. Traé comida o no te dejo entrar."

Él respondió con un sticker de un monito bebé corriendo con una mochilita encima y un: "Ya estoy afuera, ábreme.

Sarah le abrió la puerta a Franco en pantuflas, con el cabello recogido en un moño desastroso y la cara marcada por la almohada. Aún no había amanecido del todo, pero él estaba ahí, impecable para lo que permitía la hora, con una bolsa de papel en una mano y dos cafés en la otra.

-Eres un ángel -murmuró ella, abrazando una de las tazas como si fuera un peluche.

-No, soy un tipo que no quiere morir antes de subirse al avión -dijo él, entrando sin esperar invitación, como de costumbre.

Dejó la bolsa sobre la mesa del comedor y se tiró al sofá, soltando un suspiro largo. Llevaba una chaqueta azul marino con el logo de Alpine bordado en el pecho. Sarah se quedó mirándola un segundo más de la cuenta.

-¿Estás nervioso? -preguntó, mientras sacaba los croissants de la bolsa.

-Un poco. Es raro. No corro, pero igual se siente como si sí. Igual tengo que estar listo por si pasa algo. Por si me llaman. Por si el universo decide que es mi momento.

Sarah le pasó un croissant envuelta en servilleta.

-Te va a tocar, tarde o temprano.

-Lo sé. Pero mientras tanto, me toca esperar. Hacer entrenamientos. Mostrar buena cara.

-¿Y aguantar entrevistas con periodistas insoportables?

-Eso también. Y sonreír como si no tuviera que ir al simulador seis horas después.

-Estás hecho para eso, Franco.

Hubo un silencio tranquilo. Sarah se sentó frente a él, en el piso, con las piernas cruzadas.

-¿Cuándo te vas? -preguntó, sin mirarlo.

-Hoy a las diez. Llego mañana al mediodía allá.

-Wow.

-Sí. Vos llegás dos días después, ¿no?

Sarah asintió.

-Ya me confirmaron vuelos, hotel, horarios. Todo.

-¿Y qué onda? ¿Te pusieron alguien para acompañarte?

-Sí. Un tal Gerard, del equipo de la marca. Me va a buscar al aeropuerto y va a estar conmigo el primer día. Después, aparentemente, ya me sueltan.

-¿Te sentís lista?

Sarah soltó una risa seca.

-Ni un poco. Pero bueno, ¿quién está listo para conocer de cerca el mundo de la Fórmula 1?

-Nadie -respondió Franco, sonriendo-. Ni siquiera los que estamos dentro.

Ella jugó con el borde de la servilleta, enredándola entre los dedos.

-Tengo miedo de no encajar. De parecer que estoy de más.

-Sari, no jodas. Vos nunca estás de más. Y si alguna vez sentís que sí, me escribís y te lo recuerdo. Con notas de voz. Con insultos y todo si hace falta.

-Perfecto -dijo ella, riéndose de nuevo-. Me encantan tus insultos con acento porteño.

-Son parte del servicio.

El desayuno se extendió más de lo previsto. Hablaron de pavadas, de las películas que no llegaron a ver, de la vez que Franco intentó cocinarle arepas y terminó quemando una sartén que aún vivía en el fondo de su alacena como recuerdo de guerra.

Cuando se hizo la hora, Franco se levantó con pereza y fue al baño a terminar de arreglarse. Sarah lo esperó en la puerta con un termo en la mano.

-Esto es por si el café del aeropuerto es espantoso.

-Gracias, mamá -respondió él, tomándolo con cariño.

-De nada, hijo. Portate bien.

Franco le dio un abrazo largo. Uno de esos que no necesitaban palabras para decir que se iban a extrañar.

-Nos vemos en Australia, ¿sí?

-Nos vemos -repitió ella, con una sonrisa que se le formaba lento.

Cuando cerró la puerta, Sarah se quedó quieta unos segundos. A solas. En ese momento la emoción le pegó con fuerza.

Esa tarde, hizo lo que mejor sabía: crear una lista. No solo de cosas para empacar -adaptadores de corriente, bloqueador solar, dos pares de lentes de sol por si uno desaparecía misteriosamente-, sino también de cosas que no quería olvidar.

Lista emocional, la llamó:

• Respirá hondo antes de entrar al paddock.

• No te compares con nadie.

• Si te invitaron, es porque eres buena en lo que haces.

• No te pongas nerviosa si alguien que admiras te habla.

• No te pongas a llorar si conoces a Lando o a Carlos.

• O llora. Pero con dignidad.

• No te olvides de disfrutar. De verdad.

Pasó la noche entre la maleta, la playlist que armó para el viaje y las notificaciones que no paraban de llegar. Gente comentando sus historias, mensajes de sus seguidores, propuestas de colaboraciones de marcas que ni sabía que la conocían. Se sintió como si estuviera exactamente donde debía estar.

El día del vuelo llegó más rápido de lo que esperaba. El aeropuerto le pareció más ruidoso de lo normal, más caótico, pero ella caminaba entre la multitud como flotando. Llevaba un conjunto cómodo, auriculares grandes, y un bolso que parecía más grande que ella.

Se sentó junto a la puerta de embarque, con la mirada en el enorme ventanal que daba a la pista. El cielo estaba despejado. De fondo, su playlist sonaba suave.

Colaspinto
"Estoy en Melbourne. Todo un caos. Pero se siente bien. Te espero acá con mate y mucho chisme."

Sari
"Guárdame uno bueno. El del paddock, no el de la sala de prensa.

Sarah sonrió, respiró hondo, y miró la pantalla que anunciaba su vuelo.

Era real. Iba camino a Melbourne.

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