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Entre Ecos de Amor

La primavera de 2002 llegó a Nueva York con un calor pegajoso que se adhería a la piel y al asfalto. Las aceras de Manhattan hervían con el frenesí habitual de oficinistas, turistas y artistas callejeros, todos moviéndose en una danza caótica bajo el sol implacable. En medio de este torbellino, Alice se sentía como una isla de serenidad.

Con su cabello rubio, un torrente de oro que le caía sobre los hombros, y una elegancia natural que no necesitaba de atuendos ostentosos para brillar, Alice era una de las editoras más prometedoras de una pequeña editorial en el SoHo. Vivía para los libros, para el olor del papel envejecido y la promesa de una historia nueva. Sin embargo, en su vida personal, su propia historia parecía estar en pausa, un capítulo que no lograba escribir.

Para encontrar inspiración, a menudo se refugiaba en Central Park. Allí, bajo el inmenso cielo azul de la "Gran Manzana", observaba la vida de los demás, un lienzo en movimiento donde los niños reían al jugar a las atrapadas y los enamorados compartían promesas en un banco. Por un momento, podía olvidarse del reloj, del metro que la esperaba, de la oficina. Se perdía en las vidas de otros, sonreía por un instante antes de volver a la suya, a la carrera por el metro, el autobús o un taxi.

Mientras caminaba, se movía entre la multitud con una serenidad casi ajena, como si solo estuviera de paso. Atravesaba las concurridas calles con la mirada fija en un punto que ni ella misma sabía cuál era, solo observaba el hermoso cielo, buscando en él una paz que la pudiera relajar. Se perdía en los rostros de las personas, buscando un fantasma, una cara familiar que devolviera luz a su vida, apagada desde aquel 11 de septiembre de 2001.

Al llegar a una cafetería a las afueras de Central Park, pidió lo de siempre: un café negro sin azúcar. Se sentó y, tratando de sentirse viva, observó el anillo de compromiso en su dedo. Entre los rostros de la gente que entraba, buscaba a su prometido, queriendo mentirse a sí misma, queriendo creer que de alguna manera él había sobrevivido. Sin embargo, por mucho que lo deseara, él nunca aparecía. No estaba entre la multitud de las calles ni entre los clientes de la cafetería.

Con un suspiro, volvió a mirar su anillo. Faltaban tan solo dos meses para lo que iba a ser el mejor día de su vida. Daniel le había propuesto matrimonio antes del atentado, y la fecha de la boda había sido acordada para el cumpleaños de Alice: el 11 de octubre de 2002. Un año entero para planear la boda perfecta.

Alice se dedicaba a sobre llevar su vida, estar distraída de su tristeza que la abruma cuando su mente se relaja, cuando permite esos momentos llenos de nostalgia. Su padre, quien suele visitarla regularmente trata de alentarla, conectar con su hija y que vuelva esa joven llena de energía, lista para tomar el mundo entero y hacerlo brillar.

—¿Cómo te va en el trabajo? El otro día vi tu artículo —dijo el señor Woods, dejando con delicadeza la bolsa de verduras sobre la barra de la cocina.

—¿Lo viste? Creí que ya no le dabas importancia a las noticias —Alice respondió con un tono de indiferencia mientras dejaba las llaves de su auto sobre la mesa. Se soltó el cabello, sintiéndose liberada como si el moño en su nuca fuera un nudo que la ataba a la rutina —Sobre el trabajo, sigo tratando de conseguir el ascenso. Compito contra otros dos chicos, y al parecer, llevan ventaja —se dejó caer sobre el sillón, exhalando un suspiro profundo, un intento de liberar la pena que llevaba dentro.

—Tu madre y yo siempre leemos tus artículos, mi niña —el señor Woods habló de espaldas a su hija, preparando con agilidad dos tazas de café negro, el favorito de la familia. —No te sientas mal por eso. Pasará lo que tenga que pasar. Si no es hoy, tal vez... —interrumpió su propia frase, entregándole una taza a Alice, y levantó una ceja, animándola a terminar la oración.

—Sea mañana —una sonrisa tenue se formó en los labios de Alice. Con cuidado, tomó su café con ambas manos, sintiendo el calor de la porcelana como si fueran las manos de su prometido.

El atardecer se filtraba por las ventanas, tiñendo el departamento de tonos dorados. La luz iluminaba solo algunas zonas, dejando otras en penumbra. A medida que el sol se ponía, las cortinas blancas se volvían translúcidas, revelando el espectáculo de las luces de los edificios que se encendían poco a poco. Dentro del apartamento, entre los sillones beige acomodados alrededor de una mesa de vidrio que sostenía una planta, Alice se recostó sobre la alfombra negra.

Con la mirada perdida, observaba el techo mientras entrelazaba las manos sobre su vientre, como si buscara un abrazo que nunca volvería. Un peso helado en su pecho le recordaba la culpa de no haber ido con Daniel aquel fatídico día. Pudo haberlo salvado, pudo haber estado allí, pudieron haber cumplido la promesa que se hicieron hace años.

La alfombra de lana le brindaba el calor necesario para no morirse de frío, como si él estuviera a su lado, abrazándola con la misma fuerza, consintiéndola, acariciando su cabeza como lo hacía cada noche antes de dormir o mientras veían una película. Aún sentía la calidez de esas manos ásperas, tocando con ternura su rostro mientras él le contaba sobre su día en la aburrida oficina. Recordaba su voz al hablar de datos curiosos sobre la música, la naturaleza o el mar, un murmullo que la hacía sentir segura.

El recuerdo la golpeó con la fuerza de una ola. Se vio a sí misma un año atrás, en el mismo apartamento, con la luz matutina bañando la sala. Llevaba una falda lápiz negra y una blusa de seda blanca, su uniforme para el trabajo. Él, en cambio, lucía un traje gris, impoluto y elegante, pero con un gesto en el rostro que delataba un cansancio sutil, un anhelo de escapar de la rutina.

—Acompáñame hoy, podemos desayunar algo cerca del World Trade —le suplicó Daniel, su voz un murmullo lleno de esperanza. Quería una cita rápida antes de volver a la rutina, un momento robado solo para ellos.

—Sabes que hoy no puedo, amor. Tengo varias juntas con el editor —Alice respondió, acomodando sus cosas sobre la mesa, con un afán obsesivo por no olvidarse de nada. Sus manos temblaban un poco.

—Llama, di que te sientes mal. Vamos, aunque sea solo una vez, para volver a revivir viejos tiempos —insistió Daniel. Se acercó y, tomando su mano, acarició suavemente el anillo de compromiso que lucía hermoso en su dedo.

—No puedo hacerlo —dijo ella. Por un momento, el plan de Daniel le pareció perfecto. Necesitaba un respiro del trabajo, pero en ese entonces no podía fallar si quería aspirar a la vacante que pronto se abriría. Su carrera, su futuro, era lo único que veía —Te prometo que mañana será. Esta vez no te fallaré—.

—Es una cita entonces —la besó con ternura. Justo antes de irse, se detuvo en el umbral. Se volvió hacia ella y le guiñó un ojo —Aunque a veces no debes dejar las cosas para otro día—

Y esa fue la última vez que Alice lo vio. La última vez que escuchó la voz de su amado antes de que su vida se apagara entre escombros.

Los días volaban, tal y como las hojas cuando el viento sopla con fuerza, y Alice se dedicaba por completo a su trabajo. Se perdía en él como si fuese el único refugio, la única solución a su miedo a estar sola. La culpa se había arraigado en ella, una espina clavada por sus viejos recuerdos y por la impotencia de no haber estado con Daniel cuando él se lo pidió. Pudo haber cambiado el resultado, eso pensaba, eso se hacía creer. Pero ¿para qué? ¿Para castigarse de una forma en la que ya no podía más? El peso de su tristeza se hacía tan insoportable que, por las noches, le daba miedo dormir. Temía volver a ese punto exacto donde Daniel se despedía. Temía verlo de nuevo por última vez, pero esta vez, conociendo el resultado fatal de ese día.

Alice se vio obligada a asistir a una comida familiar. Su padre le había insistido tanto que terminó por convencerla. Para Alice, era extraño regresar a su hogar, alejada del ruido cotidiano de la ciudad. Volver a Springs Valley era como retroceder en el tiempo, a una época en la que era una niña que disfrutaba corriendo por todo el campo. Una época en la que se sentaba a ver el atardecer con su madre, mientras esta le contaba historias que hacían volar la imaginación de la pequeña Alice.

Quizás no sería tan malo volver a donde alguna vez fue feliz, lejos de la rutina y de sus pesados recuerdos. Sin embargo, la fecha se acercaba, y eso la aterraba. La sumía en una depresión que se había convertido en su mejor amiga, su acosadora silenciosa.

Alice había llegado por la tarde-noche a la casa de sus padres. Era mucho más grande de lo que recordaba, un caserón de dos pisos con demasiados cuartos para una familia de siete. Sus hermanos habían llegado un día antes, y pronto sus primos y tíos se unirían a la gran reunión familiar.

Alice exhaló un suspiro pesado al detenerse frente a la casa. Sus manos, aferradas al volante, no querían soltarlo, como si el auto fuera la única barrera entre ella y la realidad. Su cuerpo le pedía huir, perderse en la carretera hasta que el tanque de gasolina se vaciara, pero su mente le preguntaba con una crudeza desesperanzadora: "¿De qué me serviría?" Sabía que ese sentimiento jamás se iría; lo llevaría consigo hasta la tumba.

El ambiente dentro de la casa la golpeó de inmediato, un recordatorio de las hermosas Navidades que sus padres organizaban año tras año. Sin embargo, a pesar de amarlas, Alice se perdió muchas de ellas por el trabajo y la universidad.

Recorrió con la mirada los cuadros que colgaban en la pared, pequeños recuadros que guardaban su vida pasada, su yo de antes. Se vio a sí misma disfrutando con sus hermanos, y la nostalgia la invadió. Pensó en las travesuras que le hacían a su madre, el desastre de las pisadas llenas de lodo por todo el piso de madera, los gritos cuando peleaban o cuando se ponían de acuerdo para convertir la casa en un parque de juegos donde la diversión era infinita.

Observar esas fotografías era observar una vida lejana, una que extrañaba con todas sus fuerzas. Su mente retrocedió hasta sus quince años, cuando había ayudado a su hermano mayor, Will, a escaparse a una fiesta tomando el auto de su padre. Alice se había ofrecido a ser la conductora designada, a pesar de no tener licencia. Para la madrugada, los detuvieron; Will venía borracho, y ella, sin poder ocultar su nerviosismo, manejaba con miedo. Ambos fueron regañados, pero Will más, por pedirle esos favores. A pesar de todo, ella se sentía orgullosa de sus acciones. En aquel entonces, Alice era una mujer valiente a la que le gustaba retar a los demás y a sí misma.

Los recuerdos y la hermosa casona la obligaron a no ser tan deprimente, a ocultar su dolor detrás de una máscara. Y tuvo que hacerlo, más para sus sobrinos, que corrieron a abrazarla con tanta fuerza que su pequeño corazón, el de Alice, volvió a latir. La abrazaron, y un pequeño sollozo se ahogó en su garganta. Sintió las manitas de los niños aferrándose a su cuerpo, como si supieran lo que su tía necesitaba. Eran tan inocentes, tan llenos de vida, que no dudaron en darle su amor. Ninguno pasaba de los ocho años. Alice los había cuidado lo más que pudo antes de sumergirse de lleno en la vida universitaria y en el trabajo en Nueva York. Trató de ser parte de sus vidas a como diera lugar, soñando algún día tener hijos, formar una familia con la cual ser feliz.

Lo que Alice no esperaba es que, a medianoche, cuando los niños ya dormían, todos se reunieran. La gran terraza estaba iluminada con luces cálidas que colgaban de las vigas de madera. Unas cuantas sillas y mesas de mimbre se dispusieron alrededor de una chimenea, donde un fuego crepitaba con calma. El aire fresco de la noche en el campo, con un aroma a pino y a tierra mojada, contrastaba con el olor a humo de tabaco y whisky que se esparcía. Se sirvieron unos tragos para acompañar la velada. Todos estaban ahí, como una hermosa familia, sus padres, sus dos hermanas, sus dos hermanos, sus cuñados, juntos como en los viejos tiempos. Sin embargo, Alice se sentía vacía. Ver a sus hermanos con sus parejas era una cruda sensación de celos y tristeza que quería arrancar. Quería irse, no soportaba la culpa que la perseguía como una sombra.

—Alice, ¿qué tienes? Estás aquí, y al mismo tiempo no lo estás —preguntó Alison, la segunda mayor de los hermanos. Dejó de lado la mano de su esposo y le prestó toda su atención a su hermana menor.

—Nada, estoy cansada, he tenido mucho trabajo... —pausó, desviando su mirada de la de Alison, casi como queriendo desviar la conversación hacia un tema tan básico.

—No es el trabajo, Alice —prosiguió Max, dando un trago largo a su ron. —Todos aquí sabemos lo que es el agotamiento, pero lo tuyo no es tema de trabajo.

Alice ladeó la cabeza, mirando con extrañeza a Max. Frunció el ceño mientras jugaba con su vaso. Ahora no podía evitarlo, sabía perfectamente por dónde iba la conversación. Sus padres debieron haber hablado con sus hijos en cuanto llegaron. Y esto, en parte, le molestaba. No quería que nadie se metiera en sus asuntos. Pero al mismo tiempo, una parte de ella imploraba ayuda, gritaba por ser salvada, por ser entendida.

—Estoy bien, ya les dije, no tengo nada —respondió con un tono agresivo.

—Si estuvieras bien, no estarías respondiendo agresivamente, Alice. Queremos ayudarte. No has sido la misma desde que... —Amanda se detuvo, tratando de pensar bien sus palabras, pero Will la interrumpió.

—No podemos entender el dolor por el que pasas. Desde que Daniel murió, algo en ti también lo hizo. No pretendemos que olvides tu dolor. Lo único que tratamos de hacer, todos nosotros, nuestros padres, nuestros hermanos y nuestras parejas, es hacerte entender que esto no lo tienes que vivir sola. Puedes hablar con nosotros. No debes hundirte sola, somos una familia, y si uno cae, todos lo hacemos —Will, que estaba sentado a su lado, le tocó el hombro y luego la atrajo hacia su pecho.

Alice no pudo resistir más, sus palabras la habían roto. Un sollozo se escapó de sus labios, seguido de un torrente de lágrimas que corrió por su rostro.

—Mi niña, debes abrirte a nosotros, no te vamos a juzgar ni a dejarte sola nunca. Esto no lo debes enfrentar sola —su madre habló y se acercó a acariciar la cabeza de Alice, quien ahora lloraba sin control en el pecho de su hermano. Él solo se limitaba a acariciarle el hombro y el brazo con ternura.

Alice no lo sabía, pero era exactamente lo que necesitaba. Volver a sentir esa calidez, ese amor que tanto había buscado en ella misma. Se había perdido en su miseria y se había olvidado de lo más importante: su familia. Se alejó de ellos pensando que sería fuerte como siempre lo fue, pero esa máscara, esa armadura, se rompió sin que ella lo supiera. No estaba lista para afrontar el dolor de la muerte de la persona que más amó en su vida, de quien estaba segura que tendría hijos y formaría una hermosa familia como la que ella tenía.

Sentir el cariño y el calor de sus hermanos, de sus padres y de sus cuñados, la hizo sentir viva después de mucho tiempo. Llorar en el pecho de Will, el más comprensivo de todos, fue como quitarse una carga enorme. Era mágico volver a tener ese contacto, esa vida que antes anhelaba. La hizo sentir como si tuviera quince años de nuevo, pero ahora recordando que no todo estaba perdido, y que solo debía volver a tomar su camino. Daniel no hubiera querido que ella se estancara en esa penumbra, él siempre hubiera querido ver a la mujer alegre, audaz y amorosa de la que se enamoró.

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