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o. solo un nombre


prólogo: SOLO UN NOMBRE. 』

Soleil.

Su madre le puso ese nombre como quien lanza una maldición vestida de esperanza. Soleil —sol en una lengua antigua, suave, olvidada... una lengua que ya nadie hablaba en el Distrito 10. Un nombre que sonaba a promesa, a algo bonito y limpio, efímero y seguro a partes iguales; algo que no pertenecía a un mundo hecho de estiércol, carne sangrante y agentes de la paz con los nudillos siempre manchados de almas inocentes.

Había quien murmuraba que aquel era un nombre ridículo para una niña nacida entre cercas oxidadas y establos infestados de moscas. Demasiado elegante. Demasiado delicado. Demasiado suave para durar. Pero su madre siempre lo había defendido con una firmeza callada, como si con ese nombre intentara protegerla del barro, del miedo, de todo. Porque aunque el mundo en el que le había tocado nacer estuviera podrido, aquella niña merecía algo hermoso. Aunque solo fuera el nombre.

De niña, Soleil lo odiaba. Lo encontraba extraño, pretencioso, fuera de lugar. Le pesaba en la lengua como una palabra que no le pertenecía, algo que nunca había suyo y no sabía si algún día lo sería. Demasiado difícil de pronunciar, demasiado distinto para encajar. Hueco, un nombre demasiado grande para una vida tan pequeña. Un nombre hecho para otra persona. Pero con los años, cuando su madre ya no estaba —cuando el sol dejó de salir durante semanas dentro de ella— empezó a comprender.

Su madre no la llamó así porque creyera que Soleil tendría una vida luminosa.

La llamó así precisamente porque sabía que no la tendría.

Le dio un nombre de luz para que, cuando todo lo demás se volviera oscuro, ella misma pudiera recordar que, aunque la aplastaran, aún podía arder desde dentro.

Un faro en un mundo de hambre y miedo.

Una llama que no podía apagarse tan fácilmente.

Soleil había sido alguna vez la hija de la mujer más hermosa que el Distrito 10 había visto en décadas. No por los pómulos altos o el cabello brillante, sino por la forma en que caminaba como si no tuviera miedo a la vida. Por la forma en la que se reía, con el cuello alzado expuesto como una ofrenda o un desafío, como si no conociera la palabra sumisión. Por la mirada feroz con la que enfrentaba a los numerosos agentes de la paz que solían cruzarse en su camino. No por rutina, no por deber, sino por deseo. Iban a buscarla atraídos por algo oscuro que no sabían nombrar, inexplicable, como si su sola existencia les recordara lo poco que les quedaba de humanos. Pero ella nunca bajaba la mirada. Se enfrentaba a ellos con una risa clara y desafiante, lanzada al cielo como un canto de guerra. Su voz era la de alguien que no sabía doblegarse. Que no quería hacerlo.

Y por eso la mataron.

Una tarde cualquiera, sin anuncio ni despedida, simplemente desapareció. Se desvaneció del mundo como un suspiro atrapado en el viento, como si la tierra misma hubiera decidido tragarse su luz sin dejar rastro. Fue como la llama temblorosa de una vela que se apaga en medio de una tormenta: sin estruendo, sin lucha, solo ese instante de vacío que viene después del final. Su partida fue tan silenciosa y repentina como el sol cuando se esconde detrás de las montañas. Al principio nadie lo nota —el cielo aún arde en tonos cálidos, el aire conserva algo de luz—, pero luego, inevitablemente, la oscuridad llega. El frío comienza a calar en los huesos y el silencio se vuelve demasiado espeso para ignorarlo. Y entonces todos lo saben. Algo hermoso se ha ido. Y no volverá.

No hubo gritos.

No hubo cuerpos en la plaza.

No huno juicios ni nombres escritos en el muro de la vergüenza.

Solo silencio. Ese silencio que pesa más que la tierra.

Pero muchos guardaron el odio como un cuchillo bajo la piel. Silencioso, afilado, paciente. Porque la pérdida de aquella mujer —tan viva, tan salvaje, tan imposible de alcanzar— no fue solo una tragedia, fue una fractura en el alma de los que son demasiado prescindibles como para merecer un nombre. Y aunque nadie alzó la voz y las miradas se desviaron, el silencio no fue olvido. Fue cólera contenida. Hubo quienes, en la oscuridad de sus casas, apretaron los puños hasta que sangraron. Quienes con la rabia temblándoles en los huesos se prometieron que aquello no quedaría impune. Si la justicia no bajaba del Capitolio, entonces la furia subiría desde la tierra. Tarde o temprano.

Y esta vez la sangre derramada cambiaría de bando.

Desde entonces, Soleil dormía con la espalda firmemente apoyada contra la pared de madera, como si el mundo pudiera atacarla en cualquier momento y ella necesitara al menos un flanco cubierto. Cada noche, su abuelo echaba el cerrojo con manos silenciosas y ojos apagados. Había algo en sus movimientos que ya no era de un hombre que protegía, sino de alguien que se había resignado a lo que la vida les había arrojado. El cerrojo resonaba en la casa con una dureza que parecía más simbólica que práctica, como si cada giro del metal fuera una sentencia que no necesitaba palabras. No hacía falta que dijera nada. Nadie lo hacía. El ruido metálico del cierre era suficiente para comunicar lo que no se podía hablar. Era un gesto simple, rutinario, pero al mismo tiempo se había convertido en un ritual: el último escudo entre ellos y un mundo que los había dejado atrás. Un recordatorio de que, aunque estuvieran a salvo por esa noche, el amanecer siempre llegaba y con él una nueva amenaza.

A veces, cuando Soleil pasaba frente al espejo, bajaba la mirada porque le daba miedo encontrarse a su madre mirándola desde el reflejo.

No como un consuelo.

No como un recuerdo cálido.

Tampoco como una presencia que reconforta.

Sino como una advertencia.

Una que gritaba que las chicas bonitas nunca tendrían finales felices.

Una que gritaba que las chicas hermosas acababan en el matadero.

Tenía sus mismos ojos: amazónicos, grandes, llenos de cicatrices que no sangraban y de cosas que nunca se decían en voz alta.

Y en ciertos momentos —cuando la luz se colaba por la ventana como una herida fina— podía ver en su propio rostro ese mismo brillo quebradizo que su madre tenía en su último día... ese brillo de quien sabe que va a morir joven.

No por enfermedad.

No por accidente.

Ni siquiera por elección.

Sino por el simple hecho de haber nacido demasiado hermosa en un mundo que odia todo lo que no puede poseer o aplastar.

Por eso Soleil aprendió a amar su nombre.

Comprendió que en él residía una fuerza indomable, una chispa de resistencia contra la desesperanza.

Un hilo de fuego tejido en la sangre.

Su nombre no era un escudo, sino una promesa.

Ella era luz. Incluso si el mundo quería apagarla.







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