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𝟬𝟭𝟯. os melhores amigos

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El aire en la facultad siempre tenía el mismo olor a humanidad. Para la mayoría era rutina, pero para Kai, cada rincón parecía impregnado de la tensión que cargaba desde hacía días. Había pasado ya más de una semana desde la ruptura definitiva con María, pero las cicatrices no se medían en tiempo. Se medían en la incomodidad de tener que verla cada día, en los pasillos, en las clases compartidas y en la inevitable coincidencia de pertenecer al mismo espacio. 

Kai caminaba con el rostro serio, la mochila cargada ya que tras clases se estaba acostumbrando a ir a trabajar en la compañía de viajes, pidiendo más trabajos de lo usual para poder distraerse. Evitaba el contacto visual con María ya que no quería mostrar resentimiento (no era su estilo), pero tampoco podía fingir normalidad; aún era demasiado pronto. Y en ese esfuerzo por no mirar, se encontraba mirando al suelo más de lo normal, concentrándose en los pasos para no tropezar.

Había momentos en los que María estaba a pocos metros de distancia, riendo con alguien más, como si nada hubiese pasado. Esa facilidad de seguir adelante era lo que más dolía. No porque Kai quisiera que sufriera igual que ella, sino porque confirmaba lo que siempre había temido: que ella sí podía dejarla atrás. Aunque se sintió tonta, también pensaba en que ella debía hacer lo mismo y poder continuar con su vida sin más, pero verla tan feliz era un constante recordatorio de que, o realmente estaba bien, o era muy buena ocultándolo. Cualquier opción era horrible.

Las clases eran aún más complicadas. Los profesores dictaban sus explicaciones mientras Kai sentía la presencia de María un par de filas más allá. A veces escuchaba su voz responder una pregunta, clara y segura, y esa voz se le metía en los huesos, recordándole los días en que era ella misma la que escuchaba esas palabras de cerca, en susurros y risas. Ahora, cada intervención en clase era un recordatorio cruel de la distancia. Incluso cuando no tenían clases juntas, no podía evitar imaginarla en cualquier banco, sintiendo una mirada en su nuca cada minuto.

Una tarde, después de salir de un seminario particularmente pesado, Kai se detuvo frente a la salida de la universidad, viendo la cafetería que estaba cruzando la calle a la cual todos solían frecuentar. Dudó un poco sobre si entrar entrar porque necesitaba aire y silencio, y a esa hora era la única en la que podía encontrarla así. Fue entonces cuando vio a Shōyō esperándola en la entrada del lugar, como si supiera que ella no quería cruzarse con nadie más. Olvidó por un segundo cuando iba caminando hacia la cafetería que quedó de verse con él, aunque por supuesto, lo agradeció. Se sintió mal de haberlo olvidado, pero no le sorprendía por su estado de ánimo.

—Te tardaste —dijo él con una sonrisa leve, alzando una ceja.

Kai lo miró con una mezcla de sorpresa y alivio. Había ignorado sus mensajes algunos días, incapaz de encontrar fuerzas para responder más que para decirle «sí» a su mensaje pidiéndole ir a comer juntos después de sus clases. Y ahí estaba él, sin reproches en la voz.

—La clase fue un infierno —contestó, dejándose caer a su lado en la banca.

Shōyō asintió, sin necesidad de más explicaciones. Se sentía tan cómoda estando a su lado porque su compañía no se sentía invasiva y cada vez que lo veía recordaba aquel verano en el cual se vieron y conectaron en Argentina, y es que él era como un momento tan único, de esos que nunca se olvidaban.

El silencio que compartieron se sintió diferente al silencio que Kai compartía con cualquiera más. Kai lo miró de reojo ya que había algo reconfortante en la manera en que Shōyō ocupaba el espacio, siempre tranquilo, seguro de sí mismo, pero sin imponerse. Le causaba gracia recordar la diferencia a cuando él llegó a Brasil, porque aunque habían sido un par de meses, Shōyō era diferente en el buen aspecto. Era fácil descansar en su presencia… Tal vez demasiado fácil. Y ese pensamiento la atravesó como un aviso.

Porque sabía lo que estaba empezando a sentir. Y también sabía que no debía dejar que creciera. «Él se va pronto», se recordó. «Tiene su vida, su sueño, y no seré yo quien lo frene».

Así que calló. Guardó cada latido que amenazaba con traicionarla y se limitó a disfrutar de ese momento. Los dos sentados en una banca fría, hablando apenas, compartiendo una tranquilidad que le había hecho falta desde hacía mucho.

—¿Tienes hambre? —preguntó Shōyō al cabo de un rato, rompiendo la calma.

Kai se encogió de hombros.

—Un poco.

—Vamos por algo. Yo invito.

Ella arqueó una ceja.

—No hace falta que invites.

—No hace falta que discutas —replicó él, y esa chispa en sus palabras logró arrancarle una risa real.

Caminaron los pasos que quedaban hasta la cafetería y Kai se dio cuenta de algo: llevaba días sin reír. Y que fuera ahora, no fue porque todo estuviera resuelto o porque el dolor hubiera desaparecido, sino porque Shōyō hacía que todo se sintiera más ligero.

Mientras comían, la conversación se fue soltando. Hablaron de las clases de Kai, de un partido de voleibol que Shōyō esperaba con ansias y su posible nuevo compañero, y sobre todo, de cosas sin sentido. Kai agradeció que él no mencionara a María, a la ruptura o algo relacionado con su vida que en ese punto era tan complicada. Era como si supiera exactamente qué no decir para que ella pudiera respirar.

Al final de la tarde, cuando el sol comenzaba a teñir de naranja el cielo, Kai se sorprendió a sí misma caminando más despacio, sin ganas de despedirse aún. Shōyō le preguntó si quería que la llevará a casa en la bicicleta y Kai asintió con vergüenza, a sabiendas que debía abrazarlo para el camino. Aún así el trayecto fue de lo más cómodo y silencioso, porque aunque a veces parecía que Shōyō o Kai no podían guardar silencio, sabían cuándo hacerlo.

Ese día al llegar a casa, Kai se dejó caer en la cama y suspiró. Seguía rota, sí, y seguía sintiendo la herida cada vez que pensaba en María, pero también tenía la certeza de que no estaba sola y aunque sabía que nunca le confesaría lo que empezaba a crecer en su pecho, agradecía en silencio la manera en que Shōyō estaba ahí. No como salvador ni como sustituto. Simplemente como alguien que la hacía sentir menos perdida.

El viernes por la tarde la universidad estaba menos sofocante que de costumbre. Kai había terminado su última clase agotada, pero en el fondo se sentía un poco más ligera. Había accedido a la invitación de Shōyō y los demás para ir a la feria que acababa de instalarse en las afueras de la ciudad.

No era que no quisiera distraerse con juegos de luces o el ruido de las atracciones, simplemente necesitaba salir de la rutina que la obligaba a coincidir con María en cada pasillo. Pensó que quizá rodearse de sus amigos podría recordarle que había más vida allá afuera.

Shōyō la esperaba en la salida de la universidad acompañado de Pedro. Kai sonrió con suavidad al verlos. Había algo reconfortante en esa imagen, aunque Pedro, con su expresión seria de siempre, parecía más un vigilante que alguien a punto de divertirse. Que hubiera accedido a ir (aunque suponía que fue obligado por Shōyō) era bastante para él.

—Pensé que no ibas a venir —dijo Shōyō en cuanto la vio, con una pequeña sonrisa burlona.

—Yo también lo pensé —confesó Kai, ajustándose la mochila al hombro. Pedro alzó una ceja.

—Con tal de que no me hagan esperar otra media hora, me conformo.

Kai rodó los ojos, divertida. Sobre todo porque sabía que era cierto.

Unos minutos después llegaron Jéssica y Simone. La primera, impecable como siempre, tacones bajos, un vestido sencillo pero elegante y el cabello suelto perfectamente peinado. La segunda, todo lo opuesto con jeans, camiseta estampada, una mochila pequeña colgando de un hombro, y una sonrisa amplia.

—¡Ya estamos todos! —exclamó Simone, chocando palmas con Kai apenas llegó—. Te ves cansada, pero hoy toca reírse, ¿eh? Nada de caras largas.

—Lo intentaré —dijo Kai, contagiándose un poco de su energía.

El grupo entró a la feria, que estaba cerca de la universidad de Kai, y enseguida los envolvió el bullicio. Estaba inundado al aroma de algodón de azúcar, los gritos de emoción en los juegos mecánicos, la música que salía de cada puesto. Era un mundo aparte al que Kai se encontraba en esos momentos.

Caminaron juntos un rato, decidiendo por dónde empezar. Shōyō y Simone coincidieron rápido porque querían subirse a la montaña rusa. Pedro no parecía entusiasmado, pero aceptó con un encogimiento de hombros. Jéssica, en cambio, se quedó mirando a Kai.

—¿Y tú? —preguntó con una sonrisa cómplice—. ¿Te animas?

Kai dudó. No estaba segura de querer sentir más sacudidas de las que ya tenía por dentro, pero Shōyō la miró con esa expresión traviesa que usaba cuando quería sacarla de la zona de confort.

—Vamos, no seas aguafiestas. Te prometo que gritas y se te olvidan los problemas.

Ella arqueó una ceja.

—¿Ese es tu método terapéutico?

—El mejor —aseguró él.

Al final, aceptó. Y sí, gritó mucho más de lo que habría imaginado. Los giros bruscos le arrancaron una risa nerviosa que se transformó en carcajada real cuando miró de reojo a Pedro, con el rostro imperturbable incluso en medio del caos. Shōyō, a su lado, levantaba los brazos como si volara, y de pronto Kai sintió un instante de verdadera ligereza estando a su lado y viéndolo divertirse sin preocupación alguna.

Al bajarse, tambaleándose un poco, Simone se burló de todos con comentarios rápidos y Jéssica la acompañó en las risas. Pedro se limitó a negar con la cabeza, pero Kai juró ver un atisbo de sonrisa en su rostro.

Después caminaron hacia los juegos de destreza. Shōyō insistió en intentar derribar botellas con una pelota y aunque falló estrepitosamente las primeras veces, terminó ganando un peluche ridículamente grande. Ahí demostraba lo bueno que era el voleibol. Sin dudarlo lo puso en brazos de Kai con un gesto solemne.

—Para que tengas algo que te abrace cuando no quieras pensar en nada.

Kai sintió el calor subirle al rostro. El gesto era simple, pero demasiado significativo para ella en ese momento. Apretó el peluche contra su pecho, agradecida y, a la vez, temerosa de que su sonrisa lo dijera todo.

—Gracias —susurró, y Shōyō solo se encogió de hombros, como si no fuera nada.

El grupo siguió recorriendo la feria. Simone arrastró a todos a los carritos chocones y Kai terminó riendo otra vez, sorprendida de cuánto se estaba divirtiendo en medio del caos. Jéssica, aunque más silenciosa, también parecía disfrutar, y Pedro con expresión seria, no se apartaba del grupo y observaba con paciencia.

Hubo un momento, mientras caminaban entre luces parpadeantes, en que Kai se dio cuenta de lo mucho que agradecía estar ahí. María seguía siendo una sombra en los pasillos de la universidad y aún dolía, pero también existía en su vida la amistad, la complicidad y los pequeños gestos que la sostenían. Y sobre todo estaba Shōyō, caminando a su lado, sin ánimos aparentes de separarse de su lado.

Kai lo miró de reojo mientras él hablaba con Pedro de algún partido próximo. Pensó en lo fácil que sería dejar escapar lo que sentía, confesarle lo que su corazón guardaba, pero no. No podía… O no debía. Estaba harta de sobrepensar sobre él, pero es que, ¿qué pasaba si lo decía y lo arruinaba todo? Perder su amistad sería perder el único refugio que ahora tenía. Así que sonrió, apretó el peluche que llevaba entre los brazos y decidió guardar silencio. Porque a veces querer también significaba callar.

La noche fue envolviendo poco a poco la feria. Las luces de colores parecían multiplicarse con la oscuridad y el bullicio se intensificaba. El aire olía a frituras, algodón de azúcar y café recién hecho puesto a que la temporada de invierno se acercaba, y un cóctel extraño pero acogedor.

Después de varios juegos, Simone decidió que necesitaba urgentemente una bebida y Jéssica la acompañó sin pensarlo. Pedro se ofreció a ir con ellas, aunque más parecía un guardián asegurándose de que ninguna se metiera en problemas. Eso dejó a Kai y Shōyō caminando solos entre los puestos.

—Parece que nos abandonaron —bromeó él, con una sonrisa ladeada.

—Más bien nos dieron un respiro —respondió Kai, abrazando el peluche enorme que todavía cargaba. Él se echó a reír.

—No pensé que le ibas a tener tanto cariño a ese peluche.

—Me recuerda a que todavía hay cosas buenas, aunque sean tontas —dijo ella con franqueza, sorprendida de sus propias palabras. Shōyō la miró en silencio unos segundos y Kai sintió cómo el corazón le latía un poco más fuerte. Había algo en esa mirada y ambos lo sabían.

Para romper la tensión, Shōyō señaló un puesto de dardos.

—¿Quieres intentar? Seguro eres mejor que yo.

Kai aceptó. Y aunque falló la primera vez, terminó acertando dos globos. El premio fue un llavero pequeño, nada comparado con el peluche, pero lo sostuvo entre sus dedos con una sonrisa.

—Mira —dijo, mostrándoselo a Shōyō—, ahora tenemos un recuerdo cada uno. Es para ti.

—Entonces está decidido —contestó él, tomando el llavero un momento para mirarlo—. Cada vez que veas esto, te vas a acordar de que hoy sonreíste.

Kai sintió un nudo en la garganta. No sabía si reír o llorar. Solo pudo asentir y ver cómo Shōyō guardaba en el bolsillo de su chaqueta el llavero.

Siguieron caminando sin rumbo, mezclándose con la multitud. Había música en vivo cerca del centro de la feria, una banda local tocando versiones alegres. La gente aplaudía y algunos bailaban. Shōyō se detuvo un momento, mirando el escenario.

—¿Bailarías? —preguntó, medio en serio, medio en broma. Kai lo miró como si hubiera perdido la razón.

—¿Aquí? ¿Con toda esta gente?

—Exacto.

Ella negó con la cabeza, pero la sonrisa la traicionó.

—Ni loca.

—Está bien —dijo él, encogiéndose de hombros—. Solo quería ver tu cara.

Caminaron un poco más y se detuvieron junto a un juego de luces que proyectaba figuras en el suelo. Varios niños saltaban sobre ellas, persiguiendo estrellas y círculos que desaparecían al contacto. Kai observó la escena en silencio, pensando en lo sencillo que parecía todo cuando eran niños. Definitivamente extrañaba esa época, aunque recordaba lo difícil que fue la escuela para ella por sus rasgos asiáticos y las ofensas que llegó a recibir por su origen, a pesar de sentirse una brasileña casi por completo.

Shōyō la miró de reojo.

—Estás pensando demasiado, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Porque haces esa cara.

—Es difícil no hacerlo —murmuró Kai, soltando un suspiro.

Él no insistió. Y esa fue, quizás, la mayor muestra de comprensión. No necesitaba llenarla de palabras ni de consejos. Solo aceptaba su silencio.

Unos minutos después regresaron Simone, Jéssica y Pedro, cada uno con bebidas y un par de dulces que compartieron con todos. Simone traía una energía renovada, hablando sin parar sobre lo difícil que había sido para ella elegir entre churros y manzanas caramelizadas. Jéssica se limitaba a reírse con discreción y Pedro caminaba tranquilo, como si la feria no lo afectara en absoluto.

—Tenemos que subirnos a la rueda de la fortuna —dijo Simone de pronto—. ¡Es la regla número uno de toda feria!

Nadie protestó. El grupo se dirigió hacia la atracción más iluminada del lugar, y en pocos minutos estaban subiendo a las cabinas. Como eran cinco, tuvieron que dividirse: Simone insistió en ir con Jéssica, y Pedro aceptó ir solo. Eso dejó, inevitablemente y para sorpresa de nadie (incluso como si fuera a propósito) a Kai y Shōyō compartiendo cabina.

Tras eso, el ascenso fue lento, acompañado del sonido metálico de la rueda moviéndose. Desde arriba, las luces de la feria se extendían como un mar de colores. La ciudad brillaba a lo lejos, y el aire fresco rozaba el rostro de Kai.

—Wow —murmuró, apoyándose contra la barandilla.

—Vale la pena, ¿no? —dijo Shōyō, mirándola más que al paisaje.

Kai asintió, evitando sus ojos por miedo a que lo notara. El silencio que se instaló entre ellos no fue incómodo, pero sí cargado de las palabras que no podía pronunciar. Porque sabía que lo quería y que en otra vida o en otra circunstancia, quizá habría sido diferente. Pero también sabía que él se iría pronto y que no podía pedirle nada. Así que se aferró a la idea de que al menos podía conservarlo cerca, aunque fuera solo como amigo. Disfrutaría todo el tiempo que tenía a su lado.

Cuando la rueda se detuvo en lo más alto, Kai contuvo el aliento. No por la altura, sino porque el momento se sintió eterno. Shōyō estaba a su lado, tan cerca que Kai deseó que el tiempo se quedara congelado. Fue hermoso verlo en contraste al mar que estaba lejano y que brillaba gracias a la luz de la luna, junto a los cabellos naranjas de Shōyō revoloteando por el aire. No sucedió nada, aún cuando por su mente pasó lo contrario. En el fondo agradeció que así fuera.

La rueda de la fortuna descendió poco a poco, y cuando Kai y Shōyō bajaron de la cabina, Simone los esperaba con una sonrisa pícara.

—¿Y? —preguntó con tono travieso—. ¿No se dieron un beso allá arriba?

Kai casi se atraganta de la risa nerviosa.

—¡Simone! ¿Qué cosas dices?

—Déjalos, no molestes —Jéssica le dio un suave empujón en el hombro a su amiga.

—No los estoy molestando, solo pregunto —insistió Simone, riéndose sola. Pedro, que había bajado de su cabina en completo silencio, levantó una ceja.

—A veces creo que hablas demasiado —murmuró, aunque en su voz no había reproche, sino un tono cariñoso.

Eso desató una ola de risas en el grupo, incluso de Kai, que agradeció el ambiente ligero después del remolino de emociones que había sentido arriba. Por su parte Shōyō no dijo nada, sólo se rio mientras trataba de esconder sus mejillas sonrojadas.

Siguieron caminando entre los puestos, probando aquí y allá. Simone obligó a todos a comer churros, asegurando que eran los mejores de la ciudad. Jéssica compró un collar sencillo de un artesano local y Kai no pudo evitar pensar en lo bien que se le veía, como si cualquier cosa que usara cobrara un aire elegante. Pedro, por su parte, solo pidió un café y se quedó escuchando mientras los demás hablaban, interviniendo de vez en cuando con comentarios breves pero certeros que siempre lograban arrancar una risa.

—Es como nuestro narrador omnisciente —bromeó Simone, señalándolo con un dedo—. Siempre dice lo justo.

Pedro la miró de reojo.

—Alguien tiene que equilibrar tus excesos —ante su comentario, todos soltaron una carcajada.

Kai observaba todo con una mezcla de gratitud y nostalgia. A pesar del dolor que cargaba por dentro, había algo en esas pequeñas interacciones que le recordaba que no estaba sola y que la vida seguía ofreciéndole instantes de luz.

Más tarde, el grupo se detuvo en un juego de esos que parecían imposibles: lanzar aros a botellas. Shōyō intentó primero y falló estrepitosamente. Simone lo siguió con el mismo resultado. Jéssica se mostró seria, concentrada, y aunque no acertó ninguno, su postura impecable hizo que todos aplaudieran como si hubiera ganado.

Kai respiró hondo y lanzó. Para sorpresa de todos, uno de los aros entró en la botella.

—¡No puede ser! —gritó Simone—. ¡Le atinaste!

El encargado del puesto le entregó un pequeño llavero en forma de estrella. Kai lo sostuvo entre las manos, pensativa. Había algo simbólico en recibir una estrella justo ahora, lo que la hizo sentir algo cálido en su interior.

—Parece tu día de suerte —comentó Shōyō, mirándola con complicidad. Kai sonrió débilmente.

—Tal vez.

El cansancio empezó a hacerse notar, pero ninguno quería irse todavía. Terminaron sentados en una banca cercana, compartiendo lo último de la comida y hablando de anécdotas de clases, planes de proyectos, incluso teorías absurdas de Simone sobre conspiraciones universitarias.

—Les juro que el profesor de filosofía es un agente encubierto —decía con dramatismo—. Nadie habla con tanta calma de Platón sin estar ocultando algo. Ni siquiera sé por qué llevo esa materia si estudio ingeniería… Odio las materias de relleno.

Jéssica negó con la cabeza, divertida.

—Lo que estás ocultando tú es que nunca estudias y por eso inventas excusas.

—¡Eso es difamación! —respondió Simone, llevándose una mano al pecho como si estuviera herida. Y Pedro, sin inmutarse, agregó:

—Difamación fundamentada.

Las risas volvieron a estallar.

Kai se permitió relajarse, dejando que la calidez de sus amigos le envolviera. Por un momento, el recuerdo de María se desvaneció en un rincón lejano de su mente. No porque hubiera dejado de doler, sino porque en compañía de ellos ese dolor se sentía un poco más llevadero.

Y cuando la feria comenzó a cerrar, el grupo emprendió el camino de regreso. El aire nocturno era fresco, y las calles empezaban a vaciarse. Caminaron en silencio un rato, cada uno sumido en sus pensamientos. Shōyō, a su lado, mantenía las manos en los bolsillos, aunque de vez en cuando sus hombros se rozaban al andar y Kai se obligaba a no darle demasiada importancia. Era un gesto pequeño, insignificante para cualquier más, pero para ella era un recordatorio de lo cerca que estaba de algo que no podía permitirse desear en voz alta.

Finalmente llegaron al punto donde cada quien debía tomar un rumbo distinto. Simone y Jéssica se despidieron entre risas, prometiendo repetir la salida pronto. Pedro solo asintió con una leve sonrisa, pero Kai sabía que ese gesto era más sincero que mil palabras.

—Gracias por venir —dijo Shōyō, deteniéndose un instante frente a Kai.

—Gracias a ti… por insistir. Si no fuera por ustedes, creo que me habría encerrado toda la semana.

Él la miró en silencio, como si quisiera decir algo más, pero se contuvo. Solo asintió y sonrió.

Kai sintió una punzada en el pecho. Parte de ella deseaba que rompiera ese silencio, que dijera lo que ella no se atrevía. Pero al mismo tiempo, otra parte estaba convencida de que ese límite debía permanecer intacto. No podía arriesgar la amistad tan valiosa que tenían, ni interferir en el camino que él pronto tomaría. Así que, en lugar de palabras, se permitió un gesto sencillo y apoyó suavemente su frente contra su hombro durante un par de segundos. Shōyō no se movió, solo dejó que el momento existiera. Y cuando Kai se apartó, él todavía sonreía, aunque sus ojos parecían brillar con algo más.

—Nos vemos mañana en la práctica —dijo él finalmente.

—Sí. Mañana.

Y se alejaron cada uno por su camino, con la feria apagándose a lo lejos como un recuerdo que se guardaría entre luces, risas y silencios compartidos.

Kai caminó hacia su casa con el corazón apretado pero más ligero. El dolor de la ruptura seguía allí, pero esa noche había encontrado algo que le recordaba que podía seguir adelante. Estaba la certeza de que no estaba sola y de que la amistad, aunque a veces doliera en lo que callaba, también podía sanar.

HEYYY ¿qué tal? una disculpa si me estoy tardando mucho en escribir, después de que me rompieran el corazón he tenido unos meses horribles, pero creo que estoy mejorando
ya no quedan tantos capítulos, así que estén al pendiente!
les quiero y ojalá les haya gustado, no olviden votar <33

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